Películas eróticas

Tasso (des)monta la película: La vida de Adèle o el trágico arte de elegir

El término “elegante” tiene su raíz etimológica en el latín “legere”, que significa elegir, cosechar, extraer. Así, “elegante” es aquello que ha sabido seleccionar lo apropiado, entresacar lo más oportuno, extraer lo verdaderamente significativo. En Roma, existía la figura del “arbiter elengantiarum” que, al parecer, le fue otorgada al escritor satírico del siglo I d.C. Petronio, y que se refería a aquel de gusto exquisito y cuyos juicios son acertados. Y La vida de Adèle es tan acertada como exquisita.

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La vida de Adèle 

En el año 2013 (de nuestra era, claro está), el Festival de Cannes otorgó la Palma de Oro como mejor película a la propuesta del tunecino Abdellatif Kechiche, La vida de Adèle. Sus dos actrices protagonistas, Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux fueron galardonadas ex aequo en el mismo premio a la mejor película, algo que nunca antes había ocurrido en el Festival.

Una propuesta elegantísima, un retrato mayúsculo de la vida

La vida de Adèle es, a mi parecer, y aquí entronco con el preámbulo, una propuesta elegantísima, esto es, un exquisito juicio sobre la vida y una afiladísima elección de retazos significativos de esa misma vida. Una obra maestra propia de un árbitro de la elegancia. El metraje de tres horas condensa, sobre la base de la selección de algunos momentos de Adèle, lo que es existir; lo que supone, para un ser humano, la vida. El proceso de las continuas e inquietantes elecciones a las que debemos enfrentarnos y que van moldeando, como la lluvia en la roca, nuestra identidad.

Algunos han querido ver en La vida de Adèle una parte por el todo y han hecho de la película su sinécdoque, pretendiendo que solo hable de sexo entre dos jovencitas lesbianas. Pero no. La vida de Adèle es algo infinitamente más complejo: es un retrato mayúsculo de la vida, en la que se inserta ese proceso creativo y dinámico de la identidad que venimos en llamar sexualidad. Ese terreno de la condición sexuada, donde los humanos, cuanto más nos abrimos hacia el afuera, cuanto más nos posicionamos hacia lo que no somos para averiguar (en ocasiones, trágicamente) lo que somos; cuanto más nos confrontamos con el “otro”, más desplegamos nuestras potencialidades para construirnos. Más obligados nos vemos, por ese impulso creativo que es el deseo, a plantearnos dilemas y tener que elegir… Y no siempre “elegantemente”.

Tráiler

Sinopsis

Adèle (Adèle Exarchopoulos), una chiquilla que empieza a abrirse al mundo y, por tanto, a construirse a sí misma, conoce a Emma (Léa Seydoux).

Adèle titubea, se deja llevar, toca la vida con la punta de los dedos, explora con la valentía del novato, mientras que Emma, dos pasos, solo dos pasos más allá que ella en el trecho de la vida, es determinada, segura y se afianza en  un modo de vida que podríamos llamar alternativo. Emma ve en Adèle un material artístico por pulir y Adèle ve en Emma la apertura, el tarareo de un más allá, un lugar donde, quizá, dar un nuevo sentido a su existencia. Y se enamoran y bailan y follan y parecen consolidar su vínculo afectivo y, entonces, aparecen las putas fuerzas centrífugas que nos desconectan del centro; los celos, la soledad, la infidelidad… continúa, en definitiva, la existencia, las elecciones.

Adèle Exarchopoulos, una actriz extraordinaria

En medio de esta épica, pues toda vida humana contiene la tragedia de la épica, nos encontramos con la actriz Adèle Exarchopoulos (Adèle) que, a mi juicio, tardará, si es que alguna vez lo consigue, en volver a bordar un papel como este. Sus ojos siempre abiertos (en contraposición a los un tanto achinados de Léa Seydoux), su sonrisa franca que suele tornarse en asombro, sus maneras sociales correctas y asumidas (más que conquistadas) conforman una contundente metáfora de lo que este ser humano, en forma de chiquilla, tiene que afrontar en su exploración del mundo.

Adèle, la actriz y Adèle, el personaje, consiguen a lo largo de toda la filmación que oigamos crecer sus huesos, que sintamos como propios sus pasos, uno adelante y otro atrás; que palpemos su desconcierto, que es el nuestro pues no venimos aquí con nada fijo ni con ningún manual de uso. Pero es, quizá, en las escenas de interacción sexual, crudas, explícitas, tiernas y hasta deliciosamente torpes, relatadas con una habilidad pocas veces vista en el cine, donde mejor apreciamos lo que es estirarse, crecer y menguar; lo que es la esperanza en algo que nos trasciende y lo que es enamorarse; el no querer tener lugar para esconderse, el renegar de la intimidad, el entregarle y obligarle a aceptar al otro lo poco que hay de uno.

Son escenas lésbicas, pero, créanme, eso no importa, pues La vida de Adèle no es un manifiesto reivindicativo de la homosexualidad, sino un manifiesto reivindicativo de lo que es ser humano y del talento en saber contar eso tan farragoso, gratificante y trágico de intentar conformar pareja. Y es que, en definitiva, la virtud, la pericia y el éxito de La vida de Adèle quizá  resida en que no es solo la vida de Adèle, sino también la del espectador, la mía y la suya, querido/a  lector/a, la que se nos relata.

Los griegos del siglo V a.C. no tenían cine, pero inventaron una particular forma de teatro como estrategia política de conformar democracia. En ese ejercicio representativo, el ciudadano, como en la vida pública de la democracia, tenía una misión capital; elegir. Aprender a tomar partido, estimular el juicio, posicionarse con éste o aquel y asumir las responsabilidades de esas acciones. Puede ser que, como tragedia, Adèle no alcance a Antígona y que no hubiera recibido la corona de hiedra con la que se premiaba a la mejor obra (y haya tenido que conformarse con una Palma de Oro), pero en lo radical, en lo bello y en el horror, son un reflejo de lo mismo.

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