La paciencia es etimológicamente una cualidad propia del que sufre. Del que sufre pero es capaz de sostenerse en ese padecer, mientras un nuevo orden de la situación que le redima pueda emerger. Paciencia es lo que me faltó a mí, lo reconozco, la primera vez que asistí a la proyección de La doncella, de 2016, dirigida por Park Chan-wook y basada en la obra literaria Falsa identidad, de la escritora galesa Sarah Waters. La propuesta venía avalada por excelentes críticas y reconocimientos (obtuvo, por ejemplo, el premio Bafta a la mejor película de habla no inglesa en 2017) y el tema genérico abordado me parecía fascinante; la crueldad que subyace a la belleza o, como dejó dicho Rilke; «la belleza como el principio de lo terrible que aún somos capaces de soportar». Quizá, cuando hay exceso de expectativas, cuando crees que algo te va a fascinar, una no activa los mecanismos de su paciencia y eso hizo que a la hora y cinco minutos aproximadamente, justo en el primer giro que se me antojó pueril, pirotécnico y efectista, me desconectara, saliendo de la filmación y sin apenas recuerdo de lo que había visto. Esta falta de impresión fue, también debo reconocerlo, lo que me impulsó a verla nuevamente. Esta segunda vez, aprendí el premio con el que, en ocasiones, nos recompensa el valor de la paciencia. La tercera vez que la visioné, ya con la impronta de la segunda, fue enteramente para gozarla.
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La doncella
Sinopsis
En la Corea de los años treinta y bajo la ocupación nipona, una joven doncella llega a casa de un influyente bibliófilo viudo coreano, aunque aspirante a ser integrado en la cultura japonesa. Su misión es hacerse cargo como acompañante y sirvienta de la sobrina de su fallecida esposa, una adinerada e inocente dama con la que convive en circunstancias opresivas el acaudalado patriarca. En realidad, el objetivo de la joven doncella es otro; en connivencia con un seductor que imposta ser una aristócrata japonés y que, en realidad, es un falsificador de poca monta, su acercamiento a la joven heredera no tiene más finalidad que desplumarla. Según el plan, el estafador enamorará a la joven y tras casarse con ella, la encerrará en un manicomio para hacerse cargo de su fortuna, todo con la inestimable ayuda de la sirvienta, que aconsejará de manera torticera a la ingenua. Este es el punto de partida.
Tráiler
Análisis de la película
Prácticamente lo primero que uno advierte como espectador es el lugar de los hechos; la mansión. Una particularísima vivienda que combina arquitectónicamente de forma sincrética la Inglaterra decimonónica con el Japón más tradicional. Toda una declaración del ambiente y el paisaje en el que va a desarrollarse la acción; el sadismo, la coartación victoriana y la disciplina inglesa unida al formalismo, la marcialidad y el refinamiento en la crueldad nipona. El mundo sobrecargado, atiborrado, comido por el «horror vacui» frente al vacío formal, la sustracción de todo lo superfluo y la concreción más minimalista. El racionalismo desbordante de una biblioteca infinita junto a la simpleza de un jardín zen. En medio, un personaje patético, el viejo bibliófilo, que no pertenece, de verdad, a ninguno de los dos mundos.
Podríamos decir que la obra se estructura en dos partes y una resolución. En la primera (esa que me hizo desistir de seguir la primera vez que la vi), la voz narrativa se le entrega a la doncella; una chiquilla tosca pero lista como el diablo, que se contrapone con la languidez frágil, educada e inocente de su ama. En esta primera parte, el espectador puede tener la sensación de que todo en la propuesta se queda un poco en tierra de nadie; ni el erotismo llega a hacerse lo suficientemente seductor (salvo quizá en la escena en la que la doncella lima cuidadosamente con un dedal una muela a su señora) ni la entrega carnal, como en la escena lésbica, parece que se cuente con mucha hondura. Tampoco la crueldad que se supone subyace, se manifiesta más que en destellos un tanto ingenuos ni los personajes parecen abandonar nunca el mundo de las dos dimensiones… Hay que tener paciencia.
En la segunda parte en la que la voz de la narración la sostiene la joven señora, la cosa cambia radicalmente; el hilo argumental cobra coherencia y potencia, el erotismo se sofistica hasta niveles verdaderamente interesantes (las lecturas de obras «sadianas» frente al grupo de aristócratas tienen momentos de intensidad memorables), la interacción sexual se hace mucho más sincera y descarnada (la misma escena lésbica entre ama y doncella referida antes vista desde otro ángulo la intensifica poderosamente) y la crueldad, el sadismo y la perversión se filtran ya por las paredes, que en la primera parte parecían poder contenerlo todo. Las voces de los personajes y, con ellos sus psicologías, inclinaciones y miedos se hacen antitéticas a las presentadas en un primer momento; la historia parece ser otra aún manteniendo la coherencia con la presentada inicialmente. El thriller se solidifica sin caer en la esclerosis, los personajes mudan su simpleza por una hondura que apunta a lo más abismal y el erotismo empieza a hacer sangre. La resolución está repleta de elementos simbólicos en «el sótano» (metáfora consecuente del trasfondo, de lo que subyace); un pulpo que se desborda de un acuario demasiado estrecho (lo libidinal que se constriñe a sus impuestas formas), un humo pegajoso y mortal que muestra la densidad sórdida de dos individuos, un sinfín de tortuosos útiles para confeccionar libros que devienen toscos útiles de tortura, unos dedos amputados que caen uno a uno (dedos que nunca más podrán estafar, engañar, falsear), unas cejas que apuntan desgreñadas hacia el cielo…
Conclusión: una propuesta que exalta la belleza
Toda propuesta tiende a las moralejas y La doncella no se libra de ellas. Además, las expone de manera un tanto ingenuas y evidentes. Por ejemplo, la del triunfo del amor sobre la especulación (aunque sea sobre especulando), sobre el interés propio (aunque el amor sea un interés muy propio) o sobre el cálculo de beneficios (aunque, ¿qué es el amor sino el gran benefactor?) o también, por ejemplo, la justicia final que sobre los impuros recae no oculta una cierta reivindicación feminista muy de los tiempos de #Metoo en el que los hombres son malvados, dominantes y estúpidos hasta la extenuación (particularmente paródica resulta la estructura psíquica del viejo que se asemeja más a una especie de siniestro Fumanchú, de aquel que aterrorizaba a nuestras abuelas, mezclado con un adolescente pajillero), mientras que las mujeres somos bellas, inteligentes y única cuna del amor verdadero. Pero lo «simplón», por su manera de hacerse explícitas de estas moralejas, no resta músculo y caballos a la propuesta. Una propuesta que exalta la belleza (no con el virtuosismo desbordado de otras que vienen de oriente, pienso en planos inolvidables de, por ejemplo, Zhang Yimou) y que sabe mostrar la sordidez que proporcionalmente esa misma belleza esconde, que siempre esconde (aunque no quizá con la crudeza y eficacia de, por ejemplo, Michael Haneke). Y es que fue Georges Bataille quien lo dijo en su insigne obra El Erotismo; «Cuanto mayor es la belleza más profunda es la mancha». Eso, Park Chan-wook lo sabe y sabe, también, decirlo.