No es sencilla nada sencilla la relación entre los sexos porque es la relación de uno con uno mismo.
Menos sencillo es aún en determinadas circunstancias: como cuando, por ejemplo, crees que tu organización de valores, tu cuerpo sexuado y tu respuesta sexual las conoces y deben ser ya la de un adulto, pero, en realidad no lo son. En la inmadurez, desconociendo aún la propiedad de ti misma, andas inexorablemente a tientas y tu exposición es de riesgo. Uno de esos problemáticos momentos suele darse en lo que viene en llamarse, de una manera más que discutible, «pérdida de la virginidad». Y es un momento, este del desajuste entre lo que creo que soy y lo que soy, complejísimo y radicalmente problemático, fundamentalmente por razones que manan de cuestiones exógenas y endógenas.
Las causas exógenas son múltiples y se podrían sintetizar, en primer lugar, en el peso de una cultura que aprieta a que el salto del nido, con aún plumón en el cogote, se produzca ya, sin más demora.
En segundo lugar, al que ese mismo requerimiento pinte el salto como una experiencia única, mágica y extática, en la que una se transforma gozosamente en un adulto sin preparar al pajarillo volantón a la más que probable hostia que le espera en el suelo y a las fauces del gato que aguarda, paciente.
Y, en tercer lugar, a que esa experiencia viene diseñada desde un discurso normativo del sexo muy torpe y embustero que confunde la sexualidad con la interacción sexual, esta con el coito y este con el Nirvana en versión calzón bajado.
De otro lado, las causas endógenas se pueden resumir en la mencionada inmadurez como una forma aguda de ese estado en el que una no sabe lo que quiere porque no sabe quién es y, por lo tanto, todo lo que prueba, todo lo que cree, todo lo que «consiente» (y aquí el término no es inocente) no se fundamenta en lo que sabe, sino en lo que cree saber o lo que le han dicho que es.
How to have sex
How to have sex, la opera prima de la realizadora británica Molly Manning Walker, estrenada en 2023, aborda, cámara en mano derecha y machete en la izquierda, ese concreto adolescente salto al vacío.
Sinopsis
Empecemos por el título. How to have sex («Cómo tener sexo»), no es el título de un manual de asesoría en lo libidinal, sino la manifestación de algo que deviene un imperativo. Es un «hay que tener sexo». Esa es, para empezar, una de las causas que señalábamos como externas al propio sujeto: la obligación imperativa de tener sexo (follar, para el gentil) y, además, disfrutar inexorable, permanente y exhaustivamente de él.
También en el mismo título se detecta algo más. No es un «cómo», en el sentido de «de qué manera», sino un «como», en cuanto a la forma en que, desgraciadamente, se suele dar eso de tener sexo, cuando además se combina el fósforo con una fuente de calor. La descripción de la reacción, el «como se tiene sexo», que se produce al combinar lo uno y lo otro se realiza en el metraje de forma magistral.
Ya solo nos falta el escenario y los personajes.
Molly Manning Walker escoge tres amigas británicas que vienen de finalizar sus estudios de bachillerato y están esperando sus notas para el acceso a la universidad. Las coloca en el viaje de fin de curso y las emplaza en una zona de turismo de borrachera, tetas al aire y vomitona. Una de esas zonas, en este caso Malia, en Creta, aunque el lugar podría estar en cualquier parte (de hecho, parece que la experiencia personal de la realizadora se dio en Magaluf), en las que el negocio es precisamente el enardecer el exceso, la carencia de límites, la horterada, el balconing y el mojito de garrafón al precio de un chupachups (o de una mamada). Un sitio sin más autoridad que la adolescente apetencia y sin más criterio que la carencia de criterio.
Un sitio rentablemente adolescente para tres chicas medularmente adolescentes. Un paraíso, un Disneyland para niños genitalmente on fire. El objetivo de la euforia (otro gran término de nuestra cultura) que experimentan las tres jovencitas viene porque tienen por delante unos días para desbridarse, para meterse alcoholes en vena, follar a destajo y combinar los resacones con las insolaciones mientras el negocio les hace creer que eso es la fiesta.
Las tres chiquillas son británicas (y ya sabemos lo que es un británico en el continente con cincuenta libras en el bolsillo y sin trabas), y les une una enorme amistad y hermandad de grupo, pero mientras dos de ellas se las han visto ya con algún morlaco que otro, la tercera, Tara (interpretada magistralmente por la actriz Mia McKenna-Bruce), anda todavía en espera de meterse al primer pichón entre pecho y espalda. Pero ese andar no puede prolongarse más: tiene que acabarse ya, toda esa fiesta está dispuesta para ello, para que empiece su existencia de deleite en un despatarrarse homérico que le abrirá las puertas del cielo. Y eso, Tara lo sabe perfectamente, se lo cree a pie juntillas. Se lo dice el mundo, se lo dice su instinto y se lo confirman sus inquebrantables amigas.
Tráiler
Análisis
Con ese mismo planteamiento, algunos realizadores, normalmente norteamericanos con, normalmente protagonistas masculinos, han montado una inverosímil comedia desmadrada, pero Molly Manning Walker no va por ahí. Y no solo por no ir por ahí, por no ceder a la tentación del pedo, el tartazo y el taquillazo y optar por la complejidad, lo problemático y la confianza en la inteligencia del espectador. Para hacer todo eso sin aleccionar, sin dar ningún «cómo», sin culpar explícitamente a nadie, sin caer en el discurso político que da rédito, sino realizando casi un documental en la tradición británica de, por ejemplo, Ken Loach.
En el balcón de al lado de las tres chicas, otro balcón con chicos en el momento de la berrea. Del grupo varonil destacan dos: uno feo con cierto sentido ético y otro guapo que ha venido a cumplir sus apetencias. Tara va a escoger al guapo. Va, como suele suceder con los condicionantes propios y externos que soporta, a equivocarse en la elección. A partir de ahí, todo se desarrolla según lo previsto: Tara, entre tambores de guerra, luces estridentes, colores horteras y lenguaje tabernario, se acerca paulatinamente al chico para cumplir el cometido que le han impuesto, el que se ha impuesto. Y es ahí donde aparece la recurrente playa, la extraña oscuridad y la desconcertante intimidad. El chico le pregunta si quiere, ella le dice que sí y el cuerpo de Tara, más consciente que Tara, le dice que no, que aún no.
El consentimiento deviene aquí la resultante de una coacción no exclusivamente externa sino también interna. Es un «sí» que refleja un profundo e inhóspito «no sé»; un «sí» que lo único que afirma es que no sabe. Ese «vamos», que todas y todos hemos dicho, aun a sabiendas que lo mejor hubiera sido no ir a ningún lado. El «sí» que colapsa al sujeto que afirma, que lo desajusta, que lo hace entrar en la realidad de que lo real no es lo que nos habían contado, el que te desnorta y reafirma una intuición que ya hace tiempo que te ronda: no sé quién soy y no tengo fundamento firme alguno que me ayude a saberlo.
Tras la playa, Tara vaga. Continua la noche con un nuevo grupo de puntuales amigos intentando encontrar una novedad que le aporte un nuevo sentido. Lejos de eso, su desconcierto y su melancolía no hace más que incrementarse. La escena de ella sola recorriendo, en las primeras luces del día, las calles propias de una urbe en posguerra que acaba de ser bombardeada, llenas de los restos de basuras, meadas y vomiteras de algo que no se prepara para reconstruirse, sino para volver a la guerra, sin nadie a su alrededor en quien apoyarse, a quien pedir consejo, sin suelo donde afirmarse, es la escena que muestra el sentimiento que experimenta Tara. El que le hace aflorar unas lágrimas en el rostro: los escombros que rodean a Tara son la propia Tara.
Es aquí, en ese núcleo problemático, donde la directora muestra más su astucia y su riesgo por apostar por la complejidad, la ambigüedad y los claroscuros que conforman mayoritariamente las relaciones entre los sexos. La escena de la playa ha sido mostrada de manera elíptica, sintética, no sabemos en realidad lo que ha pasado allí. E inmediatamente, el espectador, en su juicio, se retrata, se tiene que retratar: la chica ha sido indefectiblemente violada, aunque haya dicho que sí o la chica simplemente ha vivido una mala experiencia, un mal polvo en compañía de un mal, por bisoño y torpe, amante. La misma duda parece asaltar a Tara. Y no será la directora la que resuelva el dilema, porque inteligentemente nos ha mostrado matices y no certezas. Favor que nos hace y consideración por nuestra capacidad que nos regala.
Conclusión: Una valiente apuesta
How to have sex se ha convertido en una lección magistral, no solo de lo que puede ocurrir, sino de lo que suele suceder. De cómo se suele interactuar sexualmente cuando una elige sin saber por qué elige, cuando una hace porque se siente en la obligación de hacer, cuando una cree que su poder y libertad está en hacer y no en dar sentido a lo que hace.
El premio de Cannes en la sección, Un certain regard, hace justicia crítica a la apuesta de Molly Manning Walker. A la valiente apuesta de mostrar sin dar lecciones, de plasmar sin condicionar, y de no hacer sencillo lo que no lo es: la complejidad de las relaciones humanas, la complejidad de darse a ser como humano en un mundo infinitamente complejo. Especialmente cuando hay que saltar del nido.
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