El actor Dirk Bogarde, Max en la cinta de Liliana Cavani, El portero de noche (1974), fue, antes de ser actor, oficial de inteligencia británico en la Segunda Guerra Mundial. En abril de 1945, fue uno de los primeros oficiales en entrar al campo de concentración de las SS de Bergen-Belsen situado en la Baja Sajonia. Solía contar que al ver las pilas de cadáveres de los últimos asesinados allí, de las cincuenta mil personas que perecieron, la impresión atroz que le produjo alcanzó la máxima repugnancia cuando tuvo que hacer el signo de la victoria. Aquello, aquel horror inenarrable no era, en ningún sentido y para la condición humana, algo que tuviera motivo alguno de celebración…ni siquiera su fin. Theodor Adorno, el filósofo marxista alemán, dejó escrita en 1949 una sentencia premonitoria que, como la más agorera de los augurios nos acompaña desde entonces: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Nada bello puede existir después de esta atrocidad, ningún signo de victoria que realizar. Los campos de exterminio son un guantazo en la cara de tal magnitud que, desde entonces, del sopapo nuestra mirada se dirige hacia otro sitio… Hacia la crueldad, el sadismo, lo horripilante, lo grotesco y lo feo como esencia de nuestra condición. El fin del «sueño ilustrado», aquel que creía que con la educación, la razón y la formación humanística los humanos podríamos devenir buenas personas que pueden convivir en paz, se desvanece desde el momento en que un tipo que lee a Goethe por la mañana, ha estudiado a Schiller y escucha a Mozart por la noche, dedica el resto de su tiempo en exterminar metódica y sádicamente y por cálculos de organización racional a cuantos más seres humanos mejor. Esta era la rotunda impresión de la intelectualidad en las décadas inmediatamente posteriores a la II G.M.
Sinopsis y repercusión de la película
Estamos en 1974 y la realizadora italiana Liliana Cavani, que ya había realizado documentales sobre el III Reich, presenta su película, El portero de noche. Las conversaciones con una antigua deportada en Dachau, que le confiesa que aún ahora regresa con frecuencia al campo de concentración y la interpretación posiblemente errónea que Cavani hace de lo que le dice, le inducen a plantearse si no pudiera haber existido una especia de «vínculo», de correlato, incluso de amor, allí donde la empatía había definitivamente muerto, que uniese de alguna forma la víctima con el verdugo. Y plantea una historia: la de un solícito y aparentemente inocente recepcionista nocturno del Hotel zur Oper de Viena, que, en 1957, descubre entre sus clientes a una antigua prisionera judía a la que él, como oficial de las SS, había torturado sometiéndola a rituales de sadismo sexual. Entre ellos se entabla una relación que reproduce en el marco teatral la erótica sadomasoquista que todavía está demasiado cerca para todos, espectadores incluidos, como una herida abierta que posiblemente nunca cerrará. La propuesta, volcada sobre el gran público, es demoledora. No solo cuestiona el si existe la posibilidad de que haya algún goce (incluso aunque fuera en el sentido lacaniano de «exceso» perverso que genera adherencia) y hasta de afecto sentimental por parte de una víctima hacia su verdugo, sino que corre el riesgo de banalizar, de convertir la atrocidad del exterminio en una especie de porno light o de, como dijera algún crítico herido, de un «nazismo chic». Pero plantea asimismo un millón de interrogantes que, desgraciadamente para nosotros, hoy parecen haberse cerrado en falso en nombre del dogmatismo de lo correcto. Por eso, por el impacto y por los interrogantes, El portero de noche es una propuesta que hace hablar de ella a intelectuales de la talla de Susan Sontag, que se interroga sobre la fascinación sexual que entrañan los fascismos; o de Michel Foucault, que sitúa la problemática no en un sujeto concreto tiránico, sádico y despótico, sino en todo un colectivo universal atravesado en cada uno de sus miembros por las fuerzas de deseo y poder que encarnó el nazismo. Pero también, en esos tiempos en los que la complejidad de la condición humana es tratada con el respeto y pasión debidos y no con el apaño de algún escrito de autoayuda, enciende numerosas polémicas en torno a lo que somos (psicoanálisis, «antipsiquiatría» y demás corrientes humanistas son respetadas y profundizadas en aquellos años).
Tráiler
Un fenómeno intelectual mundial
Como se ve, más que una simple película, es un fenómeno intelectual en tiempos pretéritos en los que las problemáticas sociales y humanas se abordaban con valentía. Las reacciones oficiales en los distintos países donde se estrenó la película fueron acordes a lo que es una postura política y a la historia propia de cada estado; en EE.UU., la cosa se saldó con la consabida clasificación X; en España, su estreno se pospuso hasta 1976, tras la caída del régimen de Franco y las primera aperturas sociales, lo que hizo que la película se viera con una inusitada avidez, que superó los dos millones quinientos mil espectadores; en Francia, el escándalo se centró en la crítica y en las reflexiones que generó, más que en los cines; mientras que en Italia, sumergida plenamente en los llamados «años de plomo», que amenazaban con el resurgir del fascismo o la confrontación civil y también sumergida, como siempre lo ha estado, en esa peculiar ambivalencia entre la pacata moralidad del Vaticano y el «bunga bunga» de los mandamases de turno, la película vivió una auténtica odisea que solo permitió su exhibición tras innumerables censuras.
Análisis
Pero ¿es El portero de noche una gran película por sí misma? Pues posiblemente no o lo es solo parcialmente y de forma centrada en esa sorprendente interrelación entre Max y Lucía y en los actores que los encarnaron. El citado Dirk Bogarde, extraordinario y sofisticado, que había rodado hacía tres años a un inolvidable compositor homosexual, melancólico y fascinado hasta la muerte por la belleza púber en Muerte en Venecia, de Visconti según la novela de Thomas Mann, encarna con credibilidad al oficial nazi responsable del campo… Él, que llegó a jurar después de lo vivido como capitán de la inteligencia británica que se bajaría de un ascensor si se encontrara a un alemán dentro de él. Lucía, la mujer que reencuentra en el vestíbulo del hotel y con quien cruza la mirada, es una maravillosa, bella, flaca, desarticulada y a ratos inexpresiva, como corresponde a una muñeca que es movida por algo que la trasciende y que todo lo dice a través de sus ojos, Charlotte Rampling. Todo el universo oscuro, afectivo, interrogador y siniestro de El portero de noche pasa entre estos dos animales fílmicos de manera que las tramas paralelas, como los rituales de expiación que, en forma de psicodrama realizan en sus reuniones los otros oficiales nazis que han podido ocultarse de la justicia, parecen estar un poco de relleno o de decorado que insiste, quizá con demasiado ahínco, pues se bordea en ocasiones, especialmente en los flashbacks siempre envueltos en un azul humo, lo grotesco, lo cabaretero, el enmascaramiento de forma que pareciera que las vejaciones reales ya eran en sí mismo un teatro propio del BDSM. Un ejemplo de esto último podría ser la celebérrima escena en la que Rampling, bella como ninguna, interpreta en el tugurio nazi un tema de Marlene Dietrich, vestida con los pantalones de un uniforme alemán que se sujetaban a sus frágiles hombros con unos tirantes, sus pequeños y sensuales pechos desnudos, su pelo mal cortado a cuchilla frente a toda una caterva de nazis, algunos empolvados a lo Luis XVI, otros con inexpresivas máscaras o blancas gorgueras, para ser recompensada por Max al finalizar la sensual interpretación como lo fue la bíblica Salomé; con la cabeza cortada de un recluso que la molestaba. Tiene algo, la representación tal y como está narrada, de vídeo clip, de cartón piedra que, pese a los esfuerzos convierte lo sádico en sadiano, si bien permite a la directora el reflejar que entre Max y Lucía existía un vínculo, una correspondencia ambigua, sórdida y siniestra. Cuestiones como esta que impiden que El portero de noche sea una película de culto, pero que el tema deba seguir siéndolo. Especialmente en estos tiempos en los que la involución social de diestra y siniestra amenaza, en los que el dogmatismo y la intolerancia parecen aflorar en cada buena causa que se emprende (reflejando que el fanatismo y el despotismo no son algo ajeno a ninguno de nosotros), y en los que la relación entre los sexos amenaza con ser solo comprendida como el descuartizarse entre buenos muy buenos y malos malísimos o hacerse inexistente de tanta pretendida, pura e inmaculada transparencia.