Fausto está concretando su pacto con Mefistófeles. A cambio de lo que este le ofrece, el conocimiento y el goce absoluto en un frenético deambular sin detenerse, Fausto le entregará su alma para ponerla a su servicio. La cuestión que queda por resolver es «cuándo».
El marido de la peluquera
Fausto siempre podrá adquirir más conocimiento del que ya tenía, siempre podrá disfrutar de más placer del que ya disfrutaba: sin estar sometido a la limitada temporalidad de un mortal, la tarea es interminable en el tiempo. Infinita. Fausto zanja la cuestión con estas palabras:
Si alguna vez yo digo «¡Instante, detente, eres tan bello!», puedes atarme con cadenas y con gusto me hundiré. Entonces podrán sonar las campanas a difuntos, que seré libre para servirte. El reloj se habrá parado, las agujas habrán caído y el tiempo habrá terminado para mí.
Ese será justo el instante en el que se resuelva el contrato: el instante en el que Fausto, arrebatado por una belleza sublime, no desee que el tiempo pueda en modo alguno alterarlo, el instante en el que desee que ningún progreso pueda corromperlo, el instante de plenitud que le otorgue plena conciencia de que, pase lo que pase de ahora en adelante en su inmortal existencia, nada podrá mejorarlo, amplificarlo, completarlo. El instante en el que el tiempo debería pararse. El instante el que se debe suspender todo posterior deseo porque el deseo ya se ha culminado.
La detención del tiempo es el fin de la existencia
Sucede, y eso lo saben tan bien Fausto, el Diablo y el propio Goethe que, en un ser humano, el intentar detener el devenir en el tiempo es el fin de su existencia.
Somos humanos en cuanto tenemos el sentido que nos da el tiempo (como podría explicar Heidegger) porque somos en cuanto somos por haber «caído» en el tiempo (que titularía Cioran). Es fácil de entender: existir es proyectarse en la apertura que nos da el tiempo, permitir que este nos altere de diferencia en diferencia, existir es posibilitar el fluir de la concatenación de los deseos de forma que, cuando uno perece, florezca otro porque (parafraseando a Lorca) los deseos flotan sobre el tiempo como un velero.
La esclerosis, la parálisis, la detención del deseo a través de estatizar el tiempo, estancarlo o estabularlo, es el fin de la existencia. Pero ¿por qué podría alguien pretender detener el tiempo? Y ¿puede alguien detener el tiempo, SU tiempo?
La primera pregunta ya la ha respondido parcialmente Fausto: el alcanzar lo inmejorable, lo perfecto, lo que no debería ya nunca seguir deviniendo porque es en sí mismo eterno. Pero también lo es el instante del trauma que se resiste a tener sentido, el que nos ancla una y otra vez, de manera diabólica en él, en su instante, porque no conseguimos dejarlo ir, salir de él, superarlo.
La segunda pregunta, ¿puede alguien detener el tiempo, SU tiempo?, es, si cabe, más inquietante: nadie puede detener el tiempo pero puede mórbidamente intentarlo. Lo vemos, por ejemplo, en casos de anorexia, donde el sujeto, normalmente femenino, intenta anclarse a un tiempo pretérito púber en el que su corporalidad era infantil y su proceso de sexualidad apenas balbuceaba, y lo vemos en multitud de devastadoras estrategias más.
Y vemos sus resultados en un aterrador malestar: la melancolía, aquella asfixiante paralización del fluir del deseo y, con ella, la invivible parálisis del tiempo.
El marido de la peluquera, la cinta de Patrice Leconte estrenada en 1990, se acoge, casi podríamos decir que se resguarda, en esa férrea e imposible voluntad de detener el tiempo porque el instante fáustico se ha alcanzado. Por eso la propuesta resulta una combinación extraordinariamente trenzada de felicidad permanente en un ambiente que rezuma una melancolía pegajosa y asfixiante durante los 80 minutos de su metraje.
Sinopsis
Todo comienza con un bañador en forma de slip tejido en lana roja con dos borlones, dos cerezas, que cuelgan en sus laterales. Es el que le ha confeccionado su madre a Antoine (superlativamente interpretado en su edad madura por Jean Rochefort).
La estúpida prenda de lana, tejida por el amor de una madre, al empaparse de agua de mar y mezclarse con la arena de playa, le causa continuamente a Antoine una enorme molestia por rozamiento en las ingles, durante los cuatro años en los que se ve obligado a utilizarla. Circunstancia esta que lleva a otra: hacerle descubrir al sufrido niño que tiene testículos (que le cuelgan cerezas como borlones).
El descubrimiento del cuerpo propio es siempre una experiencia traumática. Pero la vida de Antoine es la vida de una infancia feliz: insertado en un grupo familiar estable y amoroso, donde sus miembros son tan afables como un poco bobos. El descubrimiento de su sexualidad se concreta tiernamente en sus frecuentes visitas a la generosa peluquera alsaciana que le acaricia el cabello, se lo humedece, acurruca al chiquillo, lo roza, lo colma de olores sensuales y exóticos, del chasquido repetitivo y musical de las tijeras. Cuando por entre los pliegues de su bata, el niño consigue ver un seno apenas insinuado, su deseo alcanza un punto insuperable.
Cuando descubre el cuerpo inerte de la peluquera tras haberse suicidado, descubre que lo insuperable puede detenerse. Que el tiempo puede dejar de avanzar. Antoine estabiliza su erótica y aquí empieza el anclaje: en pretender repetir durante toda su existencia ese sublime instante principiante. Antoine tiene como único objetivo en su vida el desposar a una peluquera.
Tráiler
Es años más tarde, aunque no pueda decirse que el tiempo haya pasado, cuando conoce a Mathilde.
Bellísima, de formas sensuales y sonrisa perecedera, Mathilde es la encarnación de la imperturbabilidad en la satisfacción. Todo en ella es repetición, rutina estática que niega cualquier posibilidad de cambio, de manifestación del tiempo. Mathilde es el deseo cumplido. Anna Galiena, la actriz que la encarna, representa aquí el que posiblemente sea el papel de su carrera, el que sin duda merece ser recordado y retenido.
Ambos, Mathilde y Antoine, comparten la voluntad esencial de que nada pase. Contraen matrimonio y se encierran, se encapsulan, en la peluquería. La exterioridad y el tiempo se filtran a través de los ventanales nunca cubiertos de la peluquería y de las visitas de esporádicos clientes que reciben, pero los protagonistas permanecen impasibles a cualquier cambio en su mundo. Son felices. Insuperablemente felices. Se aman con tal intensidad, goce y deseo que cualquier cambio, cualquier alteración, cualquier transcurso del tiempo solo puede ser para ir a peor, para desarticular el «detente instante».
El espectador lo percibe como percibe la radical y melancólica imposibilidad que afrontan. Mathilde anticipa la estrategia final de retención, la misma que empleara la peluquera alsaciana de senos gruesos y redondeados: «Abrázame fuerte, que no pueda respirar. Tengo miedo de que un día ya no quieras bailar conmigo nunca más».
Es una estrategia simple que puede funcionar cuando percibe que las suyas se debilitan: la muerte. El suicidio como la vía única que les queda para que sus cuerpos, como el del cliente que envejece y se encorva, no cambien; para que sus deseos libidinales no se redirijan a otro sitio, para que no se agoste la plenitud de su existencia, como la vejez hace con el peluquero encerrado en el geriátrico. La muerte es el fin del proceso existencial, del tiempo y del deseo que llevan a la muerte. Es una estrategia pero también es el fracaso rotundo de cualquier estrategia. El fracaso estruendoso de la existencia.
«Se acerca una tormenta», comenta Mathilde mientras ojea sonriente la revista (la única exterioridad que permite pues sus imágenes son ya de por sí estáticas, como sus ingenuas e infantiles danzas árabes son el único desarrollo del tiempo que permite Antoine). Después, Mathilde sale presuntamente a buscar unos yogures para la cena y se arroja al río. A Antoine solo le queda, tras la muerte de Mathilde, una defensa que le mantenga fijado en ella: la negación.
Epílogo: La peluquera está al llegar
Mathilde nunca se ha ido. Su padre ya le dijo a Antoine de niño una máxima, que aplicó durante toda su vida, que le implantó esa sonrisa un poco necia de plena satisfacción y que ahora nos repiten como una estúpida letanía a diario: lo que deseas lo consigues y si no lo consigues es porque no lo has deseado lo suficiente.
La negación es la única forma de desear el dejar de desear, la única manera de que el instante perfecto se perpetúe y vuelva una y otra vez a repetirse. Estático, sin que el tiempo le afecte, sin que la realidad se imponga. Cuando el último cliente que desconoce el suicidio de Mathilde se sienta en la silla de barbero esperando que le arreglen el cabello y se extraña de no ser atendido, Antoine, con aire despreocupado, le indica mirando a la puerta: «La peluquera está al llegar».
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