El ser humano es fascinante. Sus enrevesadas e inexplicables estrategias de subjetivación, sus fracasos, las soluciones desesperadas repletas de malabarismos que, en ocasiones, crea sus defensas cerradas, a la vez tan frágiles, tan sólidas, tan tiernas o su insondable y pasmoso dolor con el que heroicamente intenta afrontar una existencia con los restos de su propio naufragio, hacen de él una criatura tan singular, tan vulnerable en su encono, tan dependiente en su exclusividad, que los que nos dedicamos a intentar atender, paliar o simplemente acompañar su ontológico malestar, no podamos dejar de sentir una arrebatadora e incomodísima sacudida frente a las problemáticas que, muchas veces ocultándolas, nos muestran.
Entre la multitud y variabilidad de casos clínicos, todos tan particulares y específicos como humanos, hay algunos que siguen un patrón que, a grandes rasgos, muestran algunas coincidencias: un trauma en los primeros años de existencia frente al que el sujeto se defiende no huyendo de él, sino recreándolo una y otra vez, de tal forma que toda su existencia pivota alrededor del mismo. Hay un goce en permanecer en él, una adherencia a los síntomas que sus defensas han producido, una negación de lo concreto sucedido que es reprimido pero que, como la materia oscura del universo sin mostrarse perceptible o medible, produce abrumadores efectos.
Y muchas veces el que el sujeto aun no reconociendo el trauma no pueda nunca desprenderse de él, se debe a que ese impacto traumático que cambió para siempre la trayectoria de su futura existencia y le obliga a orbitar sobre lo mismo, una y otra vez, lo quiere experimentar no como una odiosa agresión, sino como una trascendente manifestación de amor. El infierno se convierte en el paraíso perdido.
Vivir, una y otra vez, el trauma
En estos particulares casos que afectan casi con exclusividad a las mujeres, el sujeto femenino suele psicosomatizar su malestar psíquico a través de un trastorno de conversión en sorprendentes alteraciones corporales y orgánicas, crónicas o puntuales. Y la ciencia médica tradicional no lo puede ni solucionar ni paliar. Pero, en ocasiones, va aún más allá. El sujeto y el cuerpo del sujeto quedan anclados, paralizados, pivotando eternamente en una infancia, allí donde golpeó el impacto. Mujeres que dejan de tener la regla (una niña no tiene menstruación), que adelgazan y encogen sus cuerpos en devastadores trastornos alimenticios para que nunca alcancen (o sean percibidos por ellas) como el cuerpo de una mujer, sino el de una eterna chiquilla, que limitan, bridan o bloquean su sexualidad hasta niveles incomprensibles de manera que estén siempre encadenadas a una sexualidad pueril que nunca acabó de arrancar o que manifiestan una inconcebible inmadurez erótica, afectiva, emocional, mientras que en otros aspectos de su existencia, como el laboral, parecen perfectamente responsables y maduras. Es una lucha titánica, inconcebiblemente dolorosa e infinitamente cruel contra el tiempo, contra el despliegue de su propia existencia, contra la madurez de su sexualidad. Todo ello porque, un día, cuando eran niñas que solo reclamaban amor, sucedió algo. Algo incomprensible y devastador. Algo inmanejable.
Sinopsis y análisis
El caso de Mila, el personaje protagonista de Creatura (2023), la película de Elena Martín, es uno de esos casos clínicos. Y no es, por mi propia experiencia profesional, de los más espectaculares o sorprendentes. Digo esto porque es posible que el espectador no avezado en estas cuestiones se muestre sorprendido por la sexualidad un tanto desconcertante de Mila. Que incluso esta le perturbe, le aturda o hasta le aburra. Que le cueste empatizar con lo que Mila representa o que le parezca la extravagancia propia de un guion que busca más epatar que retratar, pero Mila existe. El mundo de la sexualidad está, desgraciadamente, bastante poblado de Milas.
La directora narra la existencia de la protagonista en tres etapas que se superponen como líneas argumentales: la Mila niña (la del «impacto»), la Mila adolescente, que se inicia a trompicones en su sexualidad (como casi todas nosotras) y la Mila adulta (que tiene dificultades para actuar sexualmente).
Si algo destaca de la protagonista en el tiempo presente, el de su primera madurez en la que intenta iniciar una vida de pareja en el mismo paisaje en el que vivió de niña, es que desconoce su propiedad: está involuntariamente amarrada a un tiempo pretérito, no sabe sexualmente qué quiere, qué le gusta, qué le satisface, da un paso adelante y otro atrás bajo la continua amenaza del «síntoma», de la temible urticaria que afecta su piel, especialmente en el área genital. De un síntoma que, a la vez que le impide alcanzar la madurez y la propiedad de ella misma, la protege de alcanzar esa madurez. El espectador no metido en estas casuísticas sexológicas puede pensar que todo eso es demasiado rebuscado o suena a filosofías psicoanalíticas. También, que es directamente un coñazo y que el metraje es un pelín largo.
En cuanto a los diálogos (especialmente con su novio y con su padre), no son de besugo pero tampoco parecen alcanzar grandes cotas de racionalidad. Eso también es significativo: Mila no sabe contar lo que le pasa, no sabe por dónde empezar, no encuentra el hilo de lo que le sucede. Algo también extraordinariamente común en consulta con estos casos: la paciente no tiene el relato elaborado, parchea el lenguaje y su argumentario avanza de manera caótica. Eso se debe, y así lo detecta un buen terapeuta, no a que la paciente sea boba o no sepa razonar, sino a que se está defendiendo.
Tráiler
Inconscientemente no sabe qué mostrar y qué no, quiere ayuda para superar y desligarse del trauma pero no puede mostrarlo. Es perfectamente lógico que Mila balbucee, que proponga a su pareja cuestiones de difícil digestión y que, como una adolescente, dude. El motivo no es el asunto de la película (tampoco lo es muchas veces en terapia). Elena Martín, la directora que también encarna a la Mila adulta, no quiere hacer especial incidencia sobre él. En la conversación última de Mila con su padre, el espectador detecta algo: él siente miedo por la sensualidad confusa de su hija. No sabe cómo actuar frente a lo que posiblemente solo sea un imperioso reclamo de afecto por alguien que, desde niña, siente una desmedida inclinación amorosa por él.
A modo de conclusión
En los aspectos formales, la película es honesta y directa, inevitablemente poética (la metáfora del mar como simbolismo del deseo no por ser recurrente está mal aplicada) sin dejar de ser explícita, viva de color sin ocultar las sombras y su estilo narrativo, si bien en ocasiones puede pecar un poco de alargado y «encantado de conocerse», no deja nunca de intentar no perder el hilo. El intento de explicar la sensualidad desde el lenguaje y la sensibilidad de la piel, aunque no es una revolución, sí es un mérito. Los actores afrontan la tarea con solvencia, sabiendo lo que están contando y queriéndolo contar, por lo que no es extraño, si juntamos todo, que Creatura alcanzara el galardón de mejor película europea en la Quincena de Realizadores del pasado Festival de Cannes. Premio justo para esta propuesta que narra con talento cinematográfico un caso clínico preñado de heridas y humanidad.