Antes de concretar en los entresijos de la película, permitidme que explique el trasunto filosófico que, muy probablemente, motivó a David Cronenberg para filmar Crash.
La dupla Eros y Tánatos ha sido recurrente para intentar explicar a través de manifestaciones teóricas y artísticas el cómo carajos podría operar en nosotros y en nuestra psique eso de tener que lidiar con nuestra extraña, compleja y siempre sorprendente condición sexuada. Básicamente, es un principio teórico originario del psicoanálisis (Freud), pero con múltiples derivas teóricas y complementarias, que señalan una inquietante relación entre nuestro instinto (pulsión) de vida y autoconservación (representada en la figura de Eros), con otra aparentemente contradictoria hasta la médula: la pulsión de muerte, representada en la figura mitológica de Tánatos. En realidad, y valga esto como aclaración culturalista, en el imaginario griego, Tánatos representaba la muerte, pero la muerte que no implicaba violencia, la que no se producía en el campo de batalla, la de, por ejemplo, el anciano que, al final de sus días, simplemente cerraba los ojos y fallecía… Con lo que posiblemente hubiera sido más preciso concretar ese insondable binomio en las figuras de Eros y de Ker (el espíritu femenino de la muerte violenta, la que llega súbitamente y en la confrontación del combate).
Sea como fuera, lo cierto es que se ha popularizado (quizá hasta el exceso) la de Eros y Tánatos, pero lo verdaderamente fascinante de ello no son las representaciones que se emplean en el fenómeno, sino el propio fenómeno en sí. Cuando nuestro hecho sexual se manifiesta hay siempre algo de los dos; un querer gozar y reafirmar la vida en el lado luminoso, pero también un, como diría Bataille, querer abandonar lo limitado y la diferenciación (el «yo») para deshacerse en lo indiferenciado e ilimitado… en la muerte. Por eso, el mismo Bataille señalaba el orgasmo (el paroxismo de gozo al que nos puede llevar el vincularnos eróticamente con el otro) con la muerte, con una especie de experiencia de muerte en el exceso de vida a la que llamó «la petite morte».
Esa fascinante (perversa y compleja) asociación (en realidad, no se asocian sino que son manifestaciones complementarias y constitutivas de lo mismo, como la noche lo es del día) de nuestras fuerzas libidinales es la que fascina a David Cronenberg (como le ha fascinado a lo largo de su filmografía el cuerpo y sus expresiones) y le lleva, con Crash, a adaptar al cine en 1996 la novela homónima del también canadiense, James Graham Ballard.
Tráiler
Sinopsis
El argumento de Crash es explícito, sencillo en su concreción y hasta un tanto repetitivo a lo largo del metraje. Un matrimonio no del todo convencional, Catherine y James (representados por los actores Deborah Kara Unger y James Spader), mantiene una relación abierta y buscan ampliar los límites de su sexualidad, no sabemos muy bien si por haber alcanzado un estado «au delà» de las convenciones o por un hambriento vacío como personas y como pareja (esta dificultad de discernir lo uno de lo otro suele ser recurrente, no solo en esta película sino en muchas ocasiones de la vida real).
El desencadenante de la verdadera trama es un accidente de coche; James colisiona con otro vehículo en el que viajaban Helen (Holly Hunter) y su esposo. El resultado es un suceso, la muerte del esposo de la Dra. Helen Remington y una imagen, junto al cadáver de su esposo, la mirada fija de Helen sobre James y el pecho al descubierto de ella. En el hospital y cuando ambos se recuperan de sus heridas, se produce aquello que los griegos llamaban la catarsis. James, sometido a la tortura de una prótesis de rehabilitación que le atraviesa la pierna, metáfora del medio hombre medio ciborg (el coche como la lectura de algo más que un vehículo empieza a emerger), le resulta excitante a su esposa, pero él que empieza a «maquinar» (valga la doble acepción del término, máquina y especulación), la rechaza. Su interés empieza a centrarse, sin embargo, en Helen y en un extraño personaje que la acompaña, Vaughan (el actor Elias Koteas). Helen y James, al abandonar el hospital, inician una relación erótica que tiene como fundamento el accidente que han sufrido, lo que lleva a James a interesarse por Vaughan; un fetichista de los accidentes automovilísticos, y por un nuevo personaje, Gabrielle (la actriz Rosanna Arquette) que, con sus cicatrices y prótesis, forma parte del mismo grupo de intereses. A partir de ahí, todos, incluida Catherine, la esposa de James, se adentran en una amplificación de sus respectivas sexualidades que tiene en el «impacto», la muerte (el propio Vaughan fallece en una de las experiencias) y el goce, la gasolina que los propulsa. Poco a poco, entre colisiones y eróticas diversas, el espectador percibe, quizá como la verdadera lección moral que pretende Cronenberg, que la relación del matrimonio Catherine y James se va consolidando, intensificando en ternura, estrechándose.
La interacción sexual como una batalla encarnizada en la que todos, perdiendo, ganan…
Las cicatrices, las lacerantes penetraciones, las heridas abiertas por punzantes estiletes, las tumescencias originadas por el colapso de la sangre, los líquidos que supuran, se desbordan, abandonan lo interno y manchan siniestramente la exterioridad; el cuerpo se evade, se traslada, se metaforiza en máquina incontrolable, en una especie de sorprendente prótesis que acelera, frena y, cuando colisiona, se descompone irremediablemente… El sexo (y el amor) es como una colisión de potencia infinita en la que todo se transforma, se abolla, se modifica, adquiere otro sentido, un sentido (un «progreso») que oscila entre la tragedia y la comedia, entre el llanto y la risa, entre el sufrimiento y el gozo. Todo esto es un potentísimo punto de partida, tan potente que quizá apague, reduzca a mera anécdota, cualquier otro.
Quizá el problema, el único problema, es que eso se tiene que contar. Y Crash lo cuenta amparado en una propuesta cinematográfica que, como casi todas las eficientes propuestas cinematográficas, deja el regusto del «perfecto, pero quizá se podía haber contado mejor». Un exceso, quizá, de redundancias, de reiteraciones que, queriendo llevar al límite de lo contable lo que cuentan, bordean, peligrosamente, lo propio y meramente formal del espectáculo. Quizá eso sea lo que ha llevado a que Crash, siendo una obra notable dentro de la filmografía de los seres sexuados (seccionados, cortados), no haya alcanzado la exigente y extraña calificación de «magistral». Y quizá sea eso lo que hizo que, en su momento, esos seres conflictivos que observan, los espectadores, se polarizasen, como pocas veces se ha dado en otras propuestas, entre la basura y la vacuidad (hubo críticas feroces) y la excelencia narrativa (Crash también obtuvo en su estreno, por ejemplo, el nada desdeñable Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes).
Una propuesta, en definitiva, solo apta para esos cada vez más extraños espíritus curiosos que sienten fascinación por aquello que no terminan de comprender y por aquello que, desagradándoles en ocasiones, les enriquece siempre.
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