Antonin Artaud resuelve y cierra la metafísica, esa acuciante pregunta por todo lo que implica darse a ser, de una manera contundente. En su texto Pour en finir avec le jugement de Dieu («Para acabar con el juicio de Dios») escribe: Là où ça sent la merde / ça sent l’être («Allí donde huele a mierda / huele a ser»). ¿Quieres saber si algo existe, se da al ser? Solo tienes que acercar la nariz.
Sigue leyendo…
Si en algún momento huele a mierda hay un ente que existe; un humano, por ejemplo. La mierda es el fundamento, la condición necesaria; aquello que nos sustenta y que, por no tener un orden racional ni posibilitar la diferencia e individuación, nos supera, es inhabitable por nosotros, nos destruye, nos deglute, nos hace mierda.
La mierda es propio de lo que nada más llegar ya empieza a ajarse, lo propio de todo lo caduco, de todo lo que se da a ser y, en cuanto tal, es efímero. Y como decía el poeta; lo nuestro es un pasar, un deteriorarse, un disolvernos o, por decirlo con la crudeza de Artaud: un pudrirse.
Ese es nuestro origen y nuestro destino. Fango que se va al fango. Y no nos gusta nada. ¿Quiere eso decir que todo es mierda? No, ni mucho menos, pues «es» y «somos», como anunciábamos al principio, lo que se resiste a la mierda, y mientras más humanos somos, más nos acercamos a lo trascendente y a lo heroico, más vivimos nuestra efímera existencia como si fuésemos un dios inmortal.
La belleza, por ejemplo, es bella porque siendo y sabiéndose efímera se eleva, se engrandece como si no lo fuera. Porque sabe desde la mierda contener la mierda, convertirla en su inmaculado opuesto. Todo es un juego de contención. Nuestro éxito y nuestra dignidad es saber ser un dique para la mierda que perpetuamente nos seduce y nos reclama, para aquella que cuando las fuerzas nos flaqueen definitivamente nos acabará, inevitablemente, engullendo.
El director
Todo eso Peter Greenaway lo sabe. Como sabe que el sustantivo «mierda» tiene múltiples acepciones, muchas maneras de mostrarse en su apestosa realidad social e individual. Corrupción como podredumbre, violencia, desigualdad, injusticia, avaricia, hipocresía y miles de manifestaciones más. La mierda, no ya solo como fundamento, sino como manifestación, nos rodea y nuestra única real virtud es saber hacer que del estercolero surja una orquídea que tape la visión y el olfato, sin por ello olvidarse con cuentos chinos del estercolero. Y eso, Greenaway, el artista más poliédrico y renacentista de nuestro tiempo, lo hace como nadie.
La historia que nos cuenta en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, de 1989, va de eso; de la degradación, de la podredumbre, de la mierda y de lo efímeramente grandioso y bello que puede salir, aunque sea un instante, de ello. Un crudo y exquisitamente elaborado análisis de lo que más nos aterra.
«Dos son los temas que realmente importan al hombre; uno es el sexo y el otro es la muerte, y precisamente de eso es de lo que hablan mis películas», declara.
Sinopsis
La historia que nos cuenta se enfunda en cuatro personajes principales.
El cocinero (interpretado por Richard Bohringer), un virtuoso en la elaboración de manjares, un especialista en la conversión del lodo en porcelana fina.
Su socio, el ladrón (Michael Gambon), que representa la misma mierda, el prototipo del sujeto emanado, entre otras fuentes, del neoliberalismo que en los años en que se realizó la película empieza a emerger en los colmillos (o en el ano) del thatcherismo británico. Él es, como la misma mierda, un inductor del exceso, de ese goce, que dirían los psicoanalistas, que siempre engrandece la propia mierda en su precipitación hacia la mierda, el que la hace colectiva, el que la sociabiliza (mientras privatiza sus repugnantes beneficios), el que solo se rige en su cagalera por el «yo quiero más y lo quiero ahora, reviente quien tenga que reventar». Zafio, sádico, mezquino, estúpido, situado a ras de la mierda, sin capacidad alguna de retenerla, el ladrón solo sabe mostrar una magnitud cuantitativa de lo que verdaderamente es: un exceso de diarrea sin posibilidad alguna de medida.
Está también la mujer del ladrón (Helen Mirren), que es la orquídea que continuamente intenta ser aplastada por su dueño, ser sumergida en el lodazal.
Y, por último, está el amante de Mirren (Alan Howard), un tipo emparentado de alguna manera con los libros, rutinario, contenido, racional, que viene todas las noches al restaurante y lee, por lo que sería un poco la antimateria del ladrón, pero también la imagen del intelectual ensimismado y apático. El que consigue por eso atraer a la mujer y ganarse en esta pieza teatral cinematográfica el papel del amante.
Los cuatro coinciden en el restaurante «Paradiso», un precioso espacio situado en medio de la nada y la miseria, un día a la semana, diez veces, diez comidas, diez menús, junto al niño que canta con voz de castrati en la cocina y los facinerosos que forman el séquito del ladrón y que muestran de muy diversas maneras las múltiples manifestaciones y concreciones de la podredumbre.
Tráiler
Análisis
Greenaway consigue con esto estructurar dos argumentaciones clásicas, infalibles, para explicar lo que somos. La infidelidad; Shakespeare lo explicaba así: «todo el argumento (de la guerra de Troya) se reduce a una puta y un cabrón». Y la venganza; lo que hace, por ejemplo, de Hamlet, Hamlet, y puestos ya en Shakespeare y, sin querer destripar la obra, el refinamiento caníbal en la venganza que hace de Tito Andrónico quien es.
A partir de ahí y con actores fabulosos, convencidos de lo que hacen y por qué lo hacen, la escatología y la belleza se maridan; el vómito y el beso, la sangre y la palabra, lo más sórdido y lo más repugnante se enzarzan con lo más arrebatadoramente hermoso. Todo, cuerpos, carnes, sentimientos están desnudos, crudos, embrutecidos para, de repente, transformarse en la sofisticada elaboración que da la más exquisita cultura (basta ver los vestuarios dinámicos metamorfoseados de Jean-Paul Gaultier en el cuerpo, también pura carne, de Helen Mirren). Nunca los bunga-bunga de Berlusconi o el Partygate de Boris Johnson se entendieron mejor. Nunca el exceso ciego (el que guía a las élites y a los guionistas de la realidad de nuestro tiempo) se vio tan claramente, nunca tuvo más sentido aquello escrito en el frontón del Oráculo de Delfos: «Nada en exceso».
Mientras, el sexo es tierno, perseguido por la avariciosa, estúpida y rencorosa mierda y, literalmente, comido por ella. Los colores (el profundo conocimiento de Greenaway de la pintura se hace patente) conforman líneas de espacio/idea/emoción de forma que sumergirse en la película es bañarse en esas aguas en lo que después nada es igual, pues el asistir a esta experiencia, Greenaway tiene sin duda algo no apto para todas las sensibilidades, pero para los que la soportan, viene gratificada (o no) por lo bautismal, por la posibilidad de un nuevo darse al ser, de entender el mundo y entenderse a uno mismo de una forma distinta, con un sentido diferente.
El canibalismo de una cultura
Al final, justo antes de que caiga el telón, solo queda una palabra: «Caníbal». El canibalismo de una cultura, de una civilización, la nuestra, que ha vuelto a comerse a sus semejantes no por hambre, sino por la imbecilidad sistémica que coloca en la cúspide a los que pueden pagar la cuenta de la cena. La mierda esa que hace que la mierda acabe, después de algunos destellos de belleza, convirtiéndolo todo en ella. Si Artaud ideó el «Teatro de la crueldad», Greenaway ha sabido hacer de la crueldad teatro, pero sin sazonarlo ni con una pizca de cuento.