«Inevitabilidad», lo llamaba Mozart cuando leía una partitura. La inevitabilidad la producía esa extraña circunstancia en la que la nota que seguía a la recién leída era esa y de ninguna manera, entre las infinitas posibles, podía ser otra. Que aquello sucediera a lo precedente conformaba lo que, en términos musicales, pero también en nuestro lenguaje común, llamamos armonía: cada cosa estaba en su sitio e interrelacionada con cada otra cosa, de manera que el conjunto no podía ser de otra manera o se derrumbaría. «Estaba de Dios» que así fuera. Era inevitable.
Esta sensación armónica de que cada cosa está en su sitio porque cada cosa siguió inevitablemente a la que le precedía es algo que solemos experimentar en las primeras fases del amor. Cuando uno se enamora todo cobra un sentido, todo se ordena de atrás hacia delante y a la inversa, todo, ahora, en ese afectivo orden, tiene explicación.
Carol se enamora de Therese y Therese se enamora de Carol. La película cobra sentido. Luego, desde este orden armónico, vendrá la historia. Alguien decía que los dioses nos crearon porque a ellos les gusta oír historias. La historia de Carol y Therese es el devenir de ese amor que lo hace todo inevitable y es lo que cuenta, para agrado de los dioses, Todd Haynes, en su película de 2015, Carol, a partir de una adaptación de Patricia Highsmith.
Carol
Sinopsis
Carol (Cate Blanchett) es infeliz y Therese (Rooney Mara) es infeliz. Sus insatisfacciones se fundamentan en lo radical que imposibilita la felicidad a cualquier humano: sus proyectos vitales no son los suyos, no se identifican en ellos, no reconocen su propiedad en lo que dicen, en lo que hacen, en lo que esperan. No están donde deberían estar, donde se reconocerían estando. Carol está casada y tiene una hija. Ni su marido, un tipo volcado en sus negocios, ni sus envidiables recursos económicos le sirven para otorgarle propiedad a su proyecto. Solo su hija parece darle un tenue punto de anclaje a su existencia.
Therese es una chica humilde que trabaja, a mala gana, en el departamento de juguetería de unos grandes almacenes. Tiene un novio con el que todavía no ha cohabitado carnalmente y que le prepara un viaje a Europa, que a ella le deja fría. Siente inclinación por la fotografía, pero apenas dispone de cámara. Ambas, además, están sometidas a una sociedad, la del Nueva York de 1952 y 1953, que entiende como un desajuste moral, que debe ser duramente castigado, el que dos mujeres se amen.
Carol tiene un temperamento determinado a la vez que inasible y, como corresponde a su clase, un tanto caprichoso. Therese es modesta con una manifiesta inclinación a la melancolía y a la culpabilidad.
Tráiler
Una primera escena como flash forwards
La primera escena de la película cuenta como una película en sí. Se trata, aunque el espectador no lo sepa, de lo que los técnicos llaman un flash forwards: un adelanto de lo que va a suceder. Carol y Therese hablan de algo que se supone importante en una lujosa cafetería de un hotel. Un amigo de Therese irrumpe amistosamente cortando la conversación justo cuando parece que Carol ha dicho algo importante. Tras la invitación del amigo de Therese, Carol se despide alegando una excusa. Apoya su mano sobre el hombro de Therese en señal de despedida. Esta se sobrecoge. El amigo le indica a Therese que la espera en el taxi y hace el mismo gesto de Carol en el hombro contrario. Therese ni se inmuta.
Desde esta escena asistimos a lo que va a ser toda la historia: el roce, el tocar sin acabar de tocar, lo explícito que está inserto en lo implícito, lo ambiguo que se manifiesta a las claras. Va a ser un ejercicio de mostrar ocultando, de destacar el enorme peso de lo liviano, de lo estruendoso de lo inaudible, del erotismo más rotundo en lo más implícito. Por momentos, uno no puede evitar acordarse de la magistral In the mood for love de Wong Kar-Wai que lleva el «amor de lejos» a estar lo más cerca posible, metido frente a los ojos del espectador, colándose entre su garganta.
Carol y Therese se han conocido porque, tras una breve charla, aquella se ha dejado unos guantes en la juguetería. ¿Qué hay de elemento más simbólico que unos guantes cuando algo se va a tocar sin tocar?
Dos magníficas actrices
Para conseguir ese efecto de decir todo sin mostrar nada, de reflejar un universo en una mota de polvo, para narrar el amor sin decir un «te amo» (aunque todo llegará) se necesitan, además de un director que tenga las cosas claras, dos actrices extraordinarias.
Carol es Cate Blanchett, Therese es Rooney Mara, y ambas devienen, a lo largo de la partitura, inevitables. Blanchett con ese aire de impostada indiferencia que tan bien representara la divina Garbo y Mara como el esquife que se deja llegar en un mar agitado. La complicidad entre ambas, su extraordinaria capacidad para la representación y el comprender lo que están representando, hace que frente al espectador el amor (ese protagonista que por oculto deslumbra) no se represente sino que cristalice. Que devenga un cristal que por nítido no puede dejar de notarse, que se interponga entre ellas con su transparencia para que ellas transparenten lo opaco del mundo que les rodea, para que se amen de forma irremediable, para que su amor sea inevitable.
Una película para puristas del amor
«Carol» es una obra mayúscula para espíritus sensibles, para los que tienen la cortés sensibilidad de apreciar el valor de lo que por estar a las claras transparenta por todos lados. No es una película para puritanos sino para puristas del amor, no es una película para idealistas del amor sino para amantes. Si Mozart la hubiese leído, no le hubiera pasado lo que le ocurría cuando leía una partitura de Salieri: trompicarse. La hubiese leído del tirón sabiendo apreciar a cada paso lo fascinante de la inevitabilidad.
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