Cuando te dicen que hacen falta huevos y una sartén, una se imagina ya la tortilla. Pero cuando ya estás con cara de no me apetece tortilla para cenar, van y te piden también harina, queso Emmental… y ya te cambia la cara. Al prejuicio (se juzgó sin toda la información debida) y a la impaciencia (no esperaste a oír todos los ingredientes) que dieron por supuesto que te tocaba tortilla, le sobreviene la alegría de que, en realidad, te toca soufflé de queso. Habrá a quien le guste más la tortilla, pero, a servidora, un buen soufflé le puede.
Algo así me sucedió antes de ver Buena suerte, Leo Grande (2022, Sophie Hyde); pensé que con esos sentimentaloides, recurrentes y previsibles ingredientes, iba a ser difícil hacer algo apetecible. Me animaba, eso sí, que la propuesta fuera británica, que la protagonista fuera Emma Thompson, que el redentor fuera, por qué no decirlo, un chaval guapo y apuesto (Daryl McCormack) del que no tenía más referencias que el tráiler de la película y me animaba, también, que la directora fuera una mujer australiana (me animaba más que fuera australiana que mujer), Sophie Hyde, de la que tampoco tenía el gusto de haber visto nada.
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Buena suerte, Leo Grande
Pero no podía quitarme la sensación de que me esperaba una comedia sembrada con todos los tópicos del buenismo en la que una mujer de cierta edad, una granny, para los que entienden de estas categorizaciones, con una sexualidad inexistente, anulada, reprimida, encontraba un principesco gigoló, apuesto y educado que, por arte de birlibirloque, le tocaba con su miembro viril, su «varita mágica», y le enseñaba en un apoteósico y tierno polvo todos los misterios de la sexualidad perdida. Y un planteamiento así de simplón, casi de manual de autoayuda con el nihil obstat de un tribunal de la corrección política, para alguien que trata a diario con las complejas dificultades de mujeres a las que no se les ha permitido el despliegue de su sexualidad a lo largo de una dilatada existencia, me parecía que me iba a generar un poco de fatiguilla. Vamos, que me tocaba comerme una tortilla francesa, de esas hechas sin mucho aprecio culinario en un área de servicio de una autopista.
Los ingredientes estaban: la mujer madura responsable y con exceso de control, cuya sexualidad se ha limitado a abrirse de piernas los sábados; el apuesto caballero andante en forma de gigoló tierno y comprensivo… Pero me encontré pronto con otros ingredientes que empezaron a anticipar un delicioso soufflé, que no perdía aire en ningún momento, con una tragicomedia (más comedia que tragi, para ser sinceros) que abordaba con conocimiento y pulso firme una problemática que es siempre compleja y poliédrica.
Sinopsis
El argumento de este huis clos, que se desarrolla casi por completo en apenas dos escenarios (una habitación de hotel y una escena en la cafetería del hotel), se basa en dos personajes y diálogos.
Una mujer viuda, Nancy Stokes, bien entrada en la cincuentena, profesionalmente dedicada a la enseñanza (religión y ética), con un matrimonio que fue anodino, dos hijos que ya emprendieron el vuelo y sobre los que ha perdido el control pero no la responsabilidad, a la que le gusta el orden, lo previsible, lo que le permite mantener el dominio, decide, en un gesto arrojado, respetable y creíble, contratar los servicios de un gigoló veinteañero.
Se cita con él en una habitación de hotel más funcional que lujosa y lo aguarda. El nerviosismo crece en ella y la creencia de que ha cometido un error con esa iniciativa se empieza a desbordar cuando aparece el joven acompañante; Leo Grande. Tras muchos esfuerzos, él consigue convencerla de que nada de malo hay en que se encuentren y, para ello, emplea unas hábiles herramientas: el cariño, la cercanía, el diálogo y el hacerle entender (aquí entra un argumentario que le pondrá los pelos como escarpias a más de una de las que ya sabemos) que él, por realizar esta actividad de prostitución, no es una persona cosificada ni oprimida ni «comprada» por ella, sino que simplemente realiza un servicio sobre la base de unas habilidades amatorias, un saber estar, conversar, acompañar…
Hago un inciso. En mi vida personal, he conocido, podríamos decir con cierta intensidad, a tres gigolós y los tres cumplían lo que cumple Leo Grande. El personaje no es irreal, lo que tampoco implica que todo aquel que se ofrezca como gigoló tenga las cosas tan claras o las habilidades prometidas.
La primera cita de Nancy y Leo concluye con un acercamiento carnal intuido en el que hay más ternura que pirotecnia, más aprecio que orgasmos. No revelaré el desarrollo de las siguientes citas, pues sería un poco invasivo para quien no ha visto el largometraje, pero sí diré algo más sobre Nancy y Leo Grande.
Tráiler
Sobre Nancy: Algunas consideraciones de orden sexológico
Nancy es, como difícilmente podía ser de otro modo por su biografía y estructura psíquica, anorgásmica. Padece algo muy frecuente en estos perfiles: la incapacidad de dejarse llevar, de ceder el dominio a su corporalidad de goce (lo suyo en una interacción sexual es asumir el rol del espectador observando continuamente y juzgando negativamente su cuerpo, sus maneras eróticas y sus habilidades corporales). Ella es su propio juez y su implacable veredicto condenatorio ya está formulado de antemano. No siente porque no deja de mirar. Un argumento simplón contaría cómo el asunto se resume en un amante habilidoso que, tras saber comerle el coño, la penetra como un búfalo y arregla el asunto a empujones. Un argumento simplón obviaría la complejidad que supone para una anorgásmica primaria el permitirse obtener un orgasmo; y que, en estos casos, la erótica más eficiente es la propia masturbación de la mujer, y que la necesaria relajación (el dejar que sea el cuerpo el que manifieste su –salvo rarísimas excepciones– «inevitable» respuesta sexual sin la interferencia del pensamiento analítico que lo boicotea) pasa por una aceptación del propio cuerpo, un mirarse al espejo y pensar «Esto es lo que hay y no me avergüenza que lo haya». Y se olvidaría que la aceptación pasa primeramente por su cuerpo, pero también por el sentido que tiene la aceptación. Sin embargo, Buena suerte, Leo Grande no tiene un argumento simplón. Todo este proceso, paulatino y exigente no lo omite la película.
Sobre Leo Grande
Leo es un prostituto, sí. Su biografía, especialmente su relación con su familia y, más en concreto, con la madre, es complicada. Como ocurre en una parte muy sustancial de todos nosotros, como ocurre en muchos casos de las mujeres que se dedican a la abogacía o a cobrar en la caja en una cadena de alimentación o a correr los cien metros lisos. Pero eso, esa complejidad biográfica, no hace de él un gigoló. Él no es una pobre víctima de las circunstancias que se ha tenido que arrojar a la prostitución por un desequilibrio psíquico, por una injusta deuda pendiente o para pagarse la droga. Tampoco es un sujeto que ha sido esclavizado, sometido por diversos procedimientos por una red mafiosa. Hay casos así en la prostitución, pero no todos los casos de personas que se dedican a la prostitución son así.
Leo es un buen tipo, con una libido suficiente que sabe gestionar y manifestar, que cree y quiere hacer el bien a sus clientas, a las que trata con el debido respeto a su inteligencia y autonomía, de las que no se aprovecha y por lo que recibe un generoso salario en una economía de libre mercado. Un tipo que sabe, esto a Nancy le cuesta entenderlo, que su actividad se remite a una distancia que se circunscribe a la habitación, que no vende en la tarifa su privacidad, su verdadero nombre, sus miedos y sentimientos más profundos, y que sabe que si la cliente se creyera eso, va a acabar frustrada pues el aprecio sincero es el aprecio de la habitación cerrada (no porque el ginecólogo te haga una citología se quiera casar contigo o siquiera tomarse una copa). Sí, pero Leo es un hombre, se me dirá. Sí, ¿y?…
Conclusión
Good Luck to you, Leo Grande (el título original en inglés) cuenta una situación real que sale bien, que no solo es posible, sino cada vez más recurrente en una sociedad que acaba de descubrir, como el que se cae del guindo, que las mujeres somos seres sexuados y que exploramos nuestra sexualidad. Que no importa la edad que tengamos y que, además, tenemos recursos diversos para conseguir nuestro propósito, pese a la mojigatería y la voluntad de parasitar nuestra existencia de uno y otro lado, y pese a los condicionantes ideológicos de los malísimos y de los buenísimos. Una situación real que saben hacerla totalmente verosímil dos formidables actores y una directora que sabe lo que cuenta. Un plato complejo, matizado y sabroso que empieza por unos huevos y una sartén.