Los antiguos griegos tenían un adagio al que prestaban una especial atención: «A aquellos a los que los dioses quieren destruir, primero los enloquecen», podría ser una traducción más o menos literal.
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La sentencia sapiencial, en su traducción a nuestra lengua, tiene un problema con el término «enloquecer» y, por tanto, con el de «locura». No es exactamente lo que hoy podemos entender por «locura» a lo que se referían, sino a la mórbida resultante de los que estaban poseídos por otro concepto capital para ellos: la hybris.
Esta hacía referencia a la desmesura, a aquellos humanos que se creían estúpidamente (desmedidamente) emparentados con los dioses, a aquellos que habían pedido la mesura y con ella cualquier sentido del límite de lo que podían hacer o no.
La hybris, que representaba el exceso y la manifestación del exceso, era la locura. Así, podríamos decir, siguiendo el criterio de aquellos griegos que, cuando algo o alguien entraba en decadencia, en los preliminares de su destrucción, lo que manifestaba que el fin estaba cerca era lo «excesivo», el haber perdido el control sobre lo que se podía hacer y lo que no, sobre cuándo había que parar las ilimitadas ambiciones y fantasías, sobre cuándo había que dejar de lado estúpidas e ingenuas apetencias o caprichos para que el principio de realidad, con sus restricciones y coacciones, se impusiera a planteamientos, hoy en día tan en boga, como el «si quieres, puedes».
Algo excesivo, que ha perdido el principio de autoridad, el límite del «es suficiente», es algo que inevitablemente va a ser destruido, que ha empezado ya a corromperse, a lo que le quedan apenas dos telediarios. La historia está plagada de ejemplos del cumplimiento de esa inexorable ley tanto en el plano individual de sujetos concretos como en el de las propias coordinaciones y culturas colectivas.
La película, su magnífico reparto y su concepto
Uno de esos ejemplos de ese particular momento de penumbra, donde lo que ya ha muerto no acaba de ser enterrado y lo que está por venir aún no ha nacido y cuya manifestación sintomática es el exceso es, a finales de los años veinte hasta principios de los treinta del siglo pasado, el tránsito que hay entre el cine mudo y el sonoro.
De ese momento y de esa industria cinematográfica norteamericana se encarga la película Babylon, de Damien Chazelle, estrenada en 2022. Pero ese particular declinar y renacer es solo el encuadre espacio-temporal de lo que se narra; el verdadero núcleo, el verdadero concepto que se aborda es el exceso. El de la locura que oculta el estar bajo el dominio de lo desmedido. Y tres personajes son los que articulan principalmente el entramado.
Nelly LaRoy, encarnada en una inalcanzable por magistral Margot Robbie: una preciosa chica con un talento desbordante para la actuación pero con una estructura psíquica que es en sí misma el exceso. Jack Conrad, al que interpreta Brat Pitt (que quizá no es el mejor actor del momento pero que tiene un poder magnético de la hostia): el galán irresistible que llena su insondable vacío con matrimonios secuenciales y fiestas en continuo porque, cuando se está en el cielo, ningún límite parece existir. Y un deslumbrado Manny Torres, al que da vida con tremenda solvencia el actor mexicano Diego Calva: un chico espabilado que, por no conocer más que el límite de la pobreza, siente la irresistible atracción del abismo, del cantar de las sirenas, del «no hay límites» que se expone ante sus atónitos ojos. Los tres personajes entrelazan la urdimbre de este análisis, que acaba siendo involuntariamente panegírico, del exceso como decadencia.
A Babylon le pasa un poco como a esas películas de terror gore que, a fuerza de desmedirse para provocar pavor, lo que consiguen es una risotada del espectador.
El director y su problema
Chazelle acaba atrapado, enredado, por el mismo «no saber cortar» lo que él cuenta. Cae en la ambición desmedida sin tener, al menos todavía, la capacidad de contar un mundo que tiene, por ejemplo, Scorsese, que puede retratarte el mundo de la mafia sin que nada sobre, sin que nada sea superfluo, sin que le quede nada más por aprender al espectador y, para ello, no tenga que hacer sonar ninguna formación de platillos y timbales.
Tampoco es Chazelle, un Sandor Marai o un Joseph Roth que explican con absoluta, nostálgica y cínica precisión lo que es transitar el fin de un Imperio (el austrohúngaro en este caso), ni es tampoco un Unamuno, un Baroja o un Azorín que hacen lo propio con el mundo en ocaso del universal dominio español. A Chazelle, 182 minutos de metraje desmesurado no le dan, ni le hubieran dado setecientas horas de metraje, porque, desde el principio, ya se ve que Babylon ha entrado en un proceso de descomposición que la va a autodestruir, porque se ve que en ella ya se ha iniciado la «locura» a la que la condenaron los dioses antes de destruirla.
Tráiler
Algo de sinopsis y análisis (¡Alerta spoiler!)
No contaré el argumento entero de Babylon, pero apuntaré algunas cosas. Por ejemplo, cuatro formas bien retratadas de afrontar el exceso.
La de Nelly LaRoy que, como el fogonazo que es, y según se le informa al espectador al final de la película, aparece muerta, desahuciada, arrojada en cualquier esquina de California apenas unos meses, un instante, después de ser la estrella.
La de Jack Conrad que opta por el pistoletazo en los lavabos públicos de un lujoso hotel, como gesto simbólico de un autodominio del que ha carecido siempre mientras creía que lo dominaba todo.
La de Manny Torres que regresa a México, forma una familia anodina y conserva en sus entrañas la melancolía por lo que no pudo ser, por lo que estaba de Dios (de los dioses) que no podía ser.
Y la del trompetista de jazz Sidney Palmer, interpretado por Jovan Adepo, que es capaz de poner fin a la hybris mandando a la mierda todo el desbordamiento para recuperar su propiedad, para seguir siendo él mismo, y volver a tocar en aquellos locales donde los asistentes no ansían encontrar un narcótico ruido ensordecedor, sino unas notas de jazz.
Una segunda y última cosa que apuntaré: el erotismo de Babylon. El exceso es un peligroso constituyente en la pulsión de muerte asociada a nuestras sexualidades, por eso no es de extrañar que allí donde hay narcóticos a cubos, coches de alta gama, piscinas de alcohol, fajos de billetes, suntuosidades inútiles y egos de miserables que se creen hermanos de sangre de Zeus, suela aparecer asociada una pornográfica representación de la avidez carnal (una manifestación falaz y metonímica de lo que de verdad es el erotismo).
El verdadero erotismo de Babylon es el que aparece en los ojos de Manny Torres cada vez que observa tímidamente a Nelly LaRoy. Ella es el verdadero paisaje que él busca sostener, la única persona con la que de verdad quisiera tener algo que ver, la única con la que puede ver algo en esa humareda, en esa siniestra neblina, de la locura.
Conclusión
La virtud de Babylon, y por concluir con esto, estriba en que aborda el eje central sobre el que pivota nuestro tiempo desquiciado, entregado a una camarilla de chalados desbridados que se han hecho con el dominio de nuestro mundo. De un mundo que se agota, enloquecido por los dioses, antes de desaparecer mientras sus lúcidos cronistas son desterrados, como la mismísima Casandra, a la falta de audiencia. Borges lo explicaba bien en un haiku: «¿Es un imperio / esa luz que se apaga / o una luciérnaga?».
Sea lo que sea lo que se apaga, por significante o insignificante que fuera, lo que sabemos es que se apaga… no sin antes estallar de exceso como una estrella.