Novelas eróticas

«Auf Wiedersehen, Berlin!»

«Los deseos no pueden causar daño alguno si no te dejas seducir por ellos» es el famoso proverbio japonés que guía todo este fabuloso extracto de la novela, Fetiches (III): Liberación. Déjate guiar por su autora, Mimmi Kass.

Nota sobre derechos de autor y publicación: este extracto ha sido escogido y autorizado para su publicación online por la autora y su editorial (Editorial Zafiro ebooks, dentro del grupo Planeta) para Volonté, el blog de LELO. Puedes adquirir esta novela en la página web de Planeta y en Amazon. También puedes adquirir la trilogía en edición de bolsillo aquí.

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Novelas eróticas

Auf Wiedersehen, Berlin!

Si el Salón Privée de Madrid le había parecido una locura, aquel lugar sin nombre de la noche berlinesa le pareció un auténtico espectáculo onírico. La mansión, situada a las afueras de la ciudad,  estaba oculta de miradas indiscretas por una tupida arboleda de coníferas. Habían accedido a ella después de media hora en el Audi A8 Spider alquilado por Carolina. Su manera de conducir había hecho tragar saliva a Óscar más de una vez pese a la conocida seguridad de las autopistas alemanas.

—Por favor, neska. Vete más despacio —rogó al ver que el velocímetro rozaba los doscientos kilómetros por hora—. Nos vamos a matar.

—A ver, cariño. ¿Tú has visto cómo va el resto de los conductores? —Señaló a los vehículos de alta gama que circulaban a esas horas junto a ellos, o incluso los adelantaban—. Si voy más despacio, ¡nos embisten por detrás!

No añadió nada más, pero sabía que a ella no solo le gustaban las emociones fuertes en el sexo. Era arriesgada para todo. Amaba la adrenalina a la hora de apretar el acelerador, al diseñar espacios transgresores e innovadores, al vestirse de negro, con transparencias y botas con tacones vertiginosos y adornos metálicos que le hacían temer por su integridad física. A veces cortaba el aliento la manera tan extrema de amar que tenía, la exigencia con la que lo arrastraba a sus locuras. Prueba de ello era que estaban allí.

Llegaron a una cancela de hierro forjado vigilada por dos cámaras de aspecto intimidante. Las puertas se abrieron sin necesidad de identificarse. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Óscar ante la eficiencia germánica.

—Vamos. Es la hora. ¿Preparado?

—No voy a entender nada. No sé nada de alemán —dijo preocupado de pronto.

Carolina soltó una carcajada cristalina y tiró de él hacia la entrada después de depositar las llaves del coche en manos del valet.

—No te preocupes por eso. No lo necesitarás.

No pudo evitar fijarse en la arquitectura, sobria e imponente, de la columnata que circundaba la entrada. Le pareció estar sumergido en una película de Kubrick cuando el viento meció las telas de gasa de color blanco entre la piedra gris.

—Vosotros, los fetichistas, tenéis una fijación enfermiza por el fuego —observó al ver que de nuevo la iluminación venía por antorchas en llamas—. Esto es peligroso. No veo ningún extintor por aquí.

—No seas aguafiestas —dijo Carolina, que tiró de él hacia el interior de la casa—. No te preocupes. ¡Todo irá bien! Relájate, no estés tan tenso.

Era fácil decirlo, pero Óscar nunca había estado tan cerca de sufrir una crisis de ansiedad. Al internarse en la casa, la iluminación menguó y la penumbra lo ayudó a serenarse. La música era moderna, electrónica, del tipo que te hace entrar en trance. El puesto de un D.J. sobre un escenario dominaba el amplio salón al que se abrió de repente el pasillo por donde transitaban. Una marea humana bailaba enardecida ataviada con los disfraces más variopintos.

—¿Es una fiesta de disfraces? ¿Por qué no me lo habías dicho? —preguntó, sorprendido. Se quedó hipnotizado al ver los movimientos sinuosos de los cuerpos semidesnudos. Algunos con trajes de látex, otros, mujeres y hombres, daba lo mismo, con sofisticada lencería. Mucho cuero, al estilo BDSM. Algunos trajes de cosplay japoneses. Desvió la mirada, avergonzado, cuando sonrisas socarronas se dibujaban en los rostros de quienes lo sorprendían mirando como un voyeur entrometido.

—Este no es nuestro sitio. Vamos.

—Que tú no quieras bailar es una novedad —dijo divertido. Carolina no perdía la oportunidad de lanzarse a la pista a moverse con lo que fuera. La había visto saltar incluso con canciones de los Mojinos Escocíos. Recordarlo le hizo soltar una risita nerviosa. Ella se volvió y clavó los ojos verdes y terribles en él.

—Óscar, cariño. Estamos a tiempo de darnos la vuelta —Lo cogió de la mano y apretó con fuerza—. Esto es para pasarlo bien. Si ves que es demasiado. Si ves que no puedes con ello… Nos vamos. Y ya está. ¿Vale? No hay problema.

Nunca supo si el ofrecimiento había sido sincero o si tan solo lo hizo por picar su amor propio. Si había sido un órdago que le lanzaba, una manera encubierta de llamarlo cobarde, había funcionado a la perfección.

—No. Vamos. Solo estaba mirando.

Ella sonrió y tiró con suavidad de su mano para guiarlo y avanzar.

Lo cierto era que se estaba excitando. Como siempre que estaba en presencia de Martín y Carolina, notaba la incomodidad del morbo, de lo prohibido, de saber que algo no estaba del todo bien, que iba en contra de su naturaleza, de sus convicciones, de lo que había mamado en su familia convencional. Pero que a la vez le atraía con la miel de lo clandestino. Cuando Martín posaba sus labios en los de Carolina, notaba su polla desperezarse. Siempre. Se moría por presenciar un encuentro entre ellos y jamás se había atrevido a verbalizarlo por miedo. Por temor a qué dirían. Y por pánico a qué sentiría él. ¿Y si le gustaba demasiado?

Lo que era peor, se ponía cachondo cuando era ella quien tocaba a Martín, aunque fuera una caricia inocente sobre el muslo, o en la nuca. Y cuando la había visto hacer eso, lo de morderle el labio y tirar, el sentir la pulsión primitiva de querer unirse a ese beso y clamar su sitio, no para desplazarlo, sino ensamblar su boca a la de ellos dos, lo había pillado por sorpresa. ¿Un trío con Carolina y con Martín? ¿Después de todo lo que había despotricado contra él?

Pensaba en todo esto mientras una tensión insoportable en su entrepierna se acumulaba, incómoda, mientras llegaban a una nueva estancia. Carolina llamó con unos golpes sonoros y una puerta pesada, forrada de terciopelo, se abrió. Al cerrarse tras ellos, la algarabía de música electrónica quedó amortiguada y sus tímpanos pudieron descansar. Óscar se dio cuenta de que la media de edad había subido al menos diez años al entrar en aquella sala.

Y ahí estaba el motivo de sus conflictos.

—Hola, Martín.

—Hola, Óscar. Me alegra que hayáis venido. ¿Un whisky?

—¿En Alemania? Pensé que aquí se bebía cerveza —dijo él con una sonrisa divertida al ver los dos dedos de líquido dorado con dos rocas de hielo—. ¿Macallan?

—Siempre me acuerdo de ti —asintió Martín. Besó a Carolina en los labios y, esta vez, se regodeó. Y ahí estaba la tensión en la polla. El deseo de estar ahí, entre los dos. Y él lo sabía, porque mientras le comía la boca a su pareja, los ojos oscuros lo miraban a él. Óscar levantó el vaso y brindó a su salud y, cosa curiosa, el destilado de malta le supo mejor. Se quedó inmóvil, y abrió los ojos con sorpresa, cuando Martín lo saludó con un fugaz beso en los labios a él también. Carraspeó al ver que Martín saboreaba el rastro húmedo del whisky en sus labios con una sonrisa.

—Venid. Os estamos esperando.

Esta vez no rechazó su brazo cuando los condujo a ambos a unos sofás distribuidos en un triángulo íntimo en torno a una pequeña mesa redonda auxiliar.

—¡Carolina! ¿Y tú debes ser Óscar? ¡Qué maravilla que hayáis venido los dos!

Joder. Una rubia magnífica. Despampanante. Que además exhibía una de sus pocas preferencias eróticas: la ausencia de ropa interior. No era una jovencita, debía pasar los cuarenta años, pero la seguridad con la que defendía aquel vestido de seda, con un sugerente escote en uve, y corto a medio muslo, era imponente. Sonrió con sensualidad. Óscar tuvo que acomodarse la erección bajo el bóxer para que apuntara al suelo, como la escopeta cargada de un francotirador que tiene que esperar su momento.

—¡Hola, Silvia! —Las dos mujeres se abrazaron con estima evidente. Aquel gesto tierno lo excitó todavía más. Se preguntó si el whiski no llevaría algo, pero se dio cuenta de que llevaba excitado desde que vio el movimiento sinuoso de las cortinas de gasa al centrar a la casa. Era algo más que el alcohol, era la predisposición. Eran las ganas de estarlo—. Sí, este es Óscar. Cariño —dijo con la mujer aferrada de la cintura con una familiaridad que le hizo preguntarse si ellas dos habrían tenido sexo también. Se relamió al pensar en ello. Se lo preguntaría a Carolina después—. Esta es Silvia. Compartirá esta noche con nosotros. Y este es Marcos, su marido.

Parpadeó, sorprendido. ¿Marido?

Un hombre de aspecto andrógino, con el pelo largo hasta los hombros, liso y rubio, estrechó su mano con fuerza y sonrió con languidez. Óscar se fijó en sus dedos largos de pianista, con las uñas muy cuidadas.

—Encantado, Silvia. Encantado, Marcos. La verdad es que estoy un poco nervioso —confesó por primera vez, sorprendido de que las palabras escaparan de su boca, tal era la confianza que le generó la pareja. Los dos rieron con suavidad—. Esto me pilla un poco verde.

—No te preocupes, Óscar. Todos hemos pasado por esto alguna vez. —Silvia le quitó importancia al asunto y guiñó un ojo complicidad—. Además, ¡me encantan los rubios! Hace tiempo que no tenía la oportunidad de tener dos para mí —dijo con tono divertido. Marcos asintió con una sonrisa pícara—. Y sé muy bien que Carolina no tendrá problema en compartirte conmigo. Somos muy buenas amigas. ¡Carolina! ¿Verdad que sí?

—Claro que sí. Aunque quizá tres seamos demasiadas… Porque falta Katsumi —Llevó sus ojos verdes hacia el fondo de la lujosa habitación, y apareció otra mujer. Asiática. Ataviada con un llamativo kimono de seda, se acercó a ellos con un paso que parecía apenas tocar el suelo. Su rostro hierático le resultó extrañamente sereno a Óscar entre tanta estridencia y exceso—. Cariño, ven. Quiero presentarte a alguien muy especial.

La japonesa, porque esa era su nacionalidad, se sentó junto a ellos en el sofá y esbozó algo parecido a una sonrisa en su rostro oriental. Clavó en él la mirada oscura de sus ojos rasgados y Óscar supo que su presencia allí no era fortuita.

—Katsumi, este es Óscar, mi hombre. Me gustaría mucho que lo atendieras bien esta noche —dijo Carolina en inglés. Aquello lo desconcertó durante unos segundos—. Cariño, Katsumi es muy especial. Fue maiko, aprendiz de geisha, durante varios años antes de emigrar a Alemania por una beca de excelencia académica. Ahora, compagina su trabajo en una importante farmacéutica con su otra pasión, mantener las tradiciones ancestrales japonesas.

Él la miró, incómodo. Con la sensación de que tenía más información sobre él de lo que parecía a simple vista. Lanzo una mirada rápida al resto del grupo, que contemplaban la escena con interés lejano, hablando entre ellos sin prestarles demasiada atención

Yokoso, Óscar —dijo con voz dulce—. Bienvenido a la Casa del Placer. Haré todo lo que esté en mi mano para que sea una estancia agradable. ¿Algo con lo que te gustaría empezar? ¿Un té, quizá? ¿O prefieres otro whisky?

Señaló el vaso vacío entre sus dedos temblorosos y Óscar observó con desconcierto que el líquido ambarino había desaparecido y que solo quedaban los hielos, medio derretidos, en el cristal. Vio la oportunidad de ganar un poco de tiempo.

—Otro whiski, gracias, Katsumi —pidió tras aclararse la garganta.

La mujer cogió el vaso de su mano envolviéndola entre las suyas, de un tono marfil, suaves y tibias, y el contacto le generó una corriente de expectación. Un anhelo extraño se instaló en su pecho cuando la contempló alejarse para cumplir con su demanda.

—¿Qué te parece? —se adelantó Carolina con cierta impaciencia—. ¿Te gusta? Es preciosa.

—Es preciosa, pero ¿a qué viene todo esto, neska? ¿Qué es eso de que me atienda una geisha? —El germen de una idea, que no sabía si le generaba un pánico inconmensurable o una felicidad atroz, comenzaba a crecer en su cerebro y se abrió el cuello de la camisa de un tirón de la corbata—. Hace mucho calor.

Carolina se echó a reír, divertida. Tironeó de su americana hasta despojarlo de la prenda y acarició su cuello. Lo besó en los labios y fijó su mirada felina en él.

—Óscar, he visto lo que mirabas en PornHub el otro día. Sé lo que dice tu historial de internet. Entre nosotros no hay secretos, ¿recuerdas? —dijo ella sobre su boca con un susurro obsceno. Óscar enrojeció. Se sintió como un adolescente pajillero al que han pillado en un frenesí onanista—. Lo tuyo son las asiáticas. Tríos con asiáticas. Asiáticas cachondas. Orgías con asiáticas. Sexo lésbico con asiáticas. Sexo violento con asiáticas…

—Vale. De acuerdo. Lo pillo —interrumpió él, algo enfadado y aún más avergonzado por la facilidad con la que sus fantasías sexuales habían sido expuestas por Carolina—. Pero eso es personal. Privado. ¿Qué te hace pensar que quiero llevarlo al terreno de lo real?

Ella se encogió de hombros y miró hacia donde Martín, Marcos y Silvia calentaban motores sobre uno de los sofás con caricias suaves y susurros al oído. Sus ojos también se desviaron hacia allí y su polla volvió a endurecerse ante la idea de lo que podría llegar a pasar.

—Ya te lo he dicho, Óscar. Será lo que nosotros queramos. Llegaremos a dónde nosotros queramos llegar —Katsumi se acercó a ellos con una bandeja y tres vasos de whisky que depositó en la pequeña mesa circular. Se sentó junto a Óscar, que quedó en la trampa entre ella y Carolina—. Hay una diferencia sustancial entre deseo y fantasía. La fantasía queda siempre en el terreno de los sueños. Los deseos, si uno quiere, pueden hacerse realidad.

—¿Has traído a Katsumi para que cumpla mis fantasías con ella?

—No. Katsumi está aquí para hacer tus deseos realidad… si es lo que quieres —sentenció Carolina.

Óscar se envaró, estupefacto, al tiempo que su cuerpo ardía en llamas. Al girarse, su muslo chocó con el de la japonesa y fue como si dos astros colisionaran y se generase una reacción nuclear. Se apartó, avergonzado, pero ella posó con delicadeza su mano sobre la rodilla para aplacarlo.

—«Los deseos no pueden causar daño alguno si no te dejas seducir por ellos» —cito Katsumi con su voz dulce en un perfecto español—. Es un proverbio japonés muy conocido. Forma parte de la filosofía samurái. ¿Lo conocías?

Él cerró los ojos y negó con la cabeza, incapaz de manejar tanta información a la vez.

—A ver. ¿Eres japonesa en Alemania y hablas español? ¿De dónde sales tú? —La estudió con atención. Era difícil asignarle una edad concreta, su piel tenía una cualidad etérea que la hacía parecer joven. Pero en su mirada había madurez. Calculó alrededor de unos treinta. Una melena negra y lisa, no demasiado abundante, pero sí de un brillo tal que parecía azulado, se extendía casi hasta su cintura. Los ojos eran negros, muy rasgados. Su rostro aplanado, característico de su isla, tenía unos rasgos armoniosos. La boca, muy pequeña. Se le antojó insuficiente para acoger su polla en el caso de que quisiera cumplir de verdad el deseo de complacerlo.

Ella pareció divertida ante su escrutinio. Carolina comenzó a acariciar su cuello por dentro de la camisa y no la detuvo. Estaba demasiado intrigado y supo que se prestaría al juego, cualquiera que este fuera.

—Soy química farmacéutica. Trabajo en investigación. Hablo alemán, inglés y español, además de japonés —dijo Katsumi con tono humilde—. No pretendo aburrirte con mi currículo, pero tengo dos doctorados. Además, pertenezco a la comunidad japonesa en Alemania y somos adalides de nuestra tradición. Me consideran muy valiosa porque pasé casi una década de formación como maiko.

—No estoy aburrido. Estoy impresionado —replicó Óscar con sinceridad. Carolina despejó su pecho al abrir los botones de la camisa. Katsumi sonrió y comenzó a retirar poco a poco la prenda hacia atrás—. ¿Por qué no seguiste la formación como geisha?

—Porque no me permitían compatibilizarlo con mi carrera universitaria. Y yo quería estudiar. Fue una deshonra para mi familia —dijo Katsumi, a quien el recuerdo resultaba aún doloroso—. En Japón, todavía resulta más prestigioso ser una geisha de renombre que destacar en una carrera universitaria, más ahora que las okiyas escasean y no hay más de 1000 geishas registradas que lo son de verdad.

—¿Podemos quitarte la camisa? —interrumpió con un susurro Carolina.

Él solo asintió. Estaba fascinado por la historia de Katsumi, que retiró la prenda ante la señal de Carolina. Se levantó del sofá y la dobló con cuidado para dejarla en un mueble parecido a una librería donde había otras prendas.

—Esto va muy rápido —aprovechó para decir Óscar al ver que Silvia, Marcos y Martín habían subido el tono de sus caricias, aunque aún no se habían desnudado.

—¿Te gustaría hacer algo así? —tanteó ella. Las pupilas negras, y los iris verdes, convertidos en un halo casi imperceptible, delataban su excitación.

—No lo sé. Sí. Quizá —respondió Óscar, aún inseguro. Su piel se erizó pese a la calidez del ambiente cuando Katsumi se acercó. El kimono de seda levantó una brisa suave al ondear a su paso. Sus pezones se endurecieron y Carolina esbozó una sonrisa.

—No hay prisa. Mira lo que ha traído, aceite de masaje. ¿Eso te gustaría?

´—Ponte cómodo en el futón, Martín. Creo que lo disfrutarás, estás muy tenso —dijo Katsumi. Acercó para que viera el frasco con aceite esencial de bambú y unas toallas dobladas que dejó en la mesa auxiliar—. ¿Alguna vez has recibido un masaje a cuatro manos? Es muy placentero. Y muy sensual.

—No. Creo que no. Los únicos masajes son las palizas que me da el fisio cuando lo he necesitado después del balonmano —Estaba nervioso. Soltó aquella información irrelevante con un tono un poco agudo y se arrepintió al momento. Katsumi rio divertida. Carolina reprimió una risita—. Imagino que sí, que lo disfrutaré.

—Ven aquí, anda. Túmbate boca abajo. Déjate los pantalones si estás más cómodo —ordenó Carolina, que tomó la iniciativa para hacerle las cosas más fáciles al percibir su inquietud—. Deja que nosotras nos encarguemos de todo. Ya verás.

La música cambió y una melodía oriental impregnó el ambiente. ¿Cómo lo hacía? ¿Cuál era su magia para hacer que todo discurriera según un guion perfecto con tanta facilidad? Óscar se tendió sobre la sábana de algodón y deslizó los dedos. Era de una calidad magnífica, suave, casi satinada. Cerró los ojos e intentó controlar el ritmo de su respiración mientras unos dedos femeninos, los conocidos de Carolina, se aplicaban sobre sus hombros. Los más tibios, de Katsumi, se apoyaron con una fortaleza inesperada en sus lumbares y le arrancaron un gemido de satisfacción. Los talones de la mano se clavaron en la base de su espalda y reprimió un gruñido.

—Estás muy tenso. Relájate. ¿Puedo bajarte un poco los pantalones para acceder mejor a tu cintura? —preguntó la mujer en un susurro casi imperceptible. Su voz llegó de muy lejos, acompañada de los acordes exóticos que lo guiaban hacia un estado de excitación apacible—. Al menos déjame quitarte el cinturón.

Óscar asintió y murmuró algo con pereza. Carolina rio y lo besó bajo la oreja. Una corriente de placer lo recorrió para morir en su polla, aplastada bajo su peso. Abrió un poco las piernas para dejarle sitio. Quizá ellas tenían razón y debió desnudarse por completo. Katsumi lo instó a girarse boca arriba.

—Yo también quiero ponerme más cómoda. Sé que Martín ha traído algo para mí. ¿Te importa que me vaya con él?

Por un momento su excitación decayó. Pero las manos de Katsumi lo distrajeron de su preocupación y lo desprendieron del cinturón con pericia. No sabía si rozaban a propósito o por casualidad el bulto de su erección.

—No. ¿Lo haréis delante de mí? Katsumi, quítame el pantalón. Me molesta —dijo impaciente, en una mezcla errática de conversaciones con las dos mujeres, con la boca espesa. Tuvo que humedecerse los labios hinchados—. Me gustaría ver vuestro ritual.

—¿Quieres ver cómo me desnudo para él?

Óscar asintió, intentando no dejar traslucir la avaricia que la oportunidad le generaba. Las manos de Katsumi mientras deslizaba la prenda por sus caderas, lenta y sensual, aceleraron su respiración. La melena larga como el ala de un cuervo que barría su piel disparó sus pulsaciones y por un momento lo distrajo del paso lánguido de Carolina, que se alejó hacia su amante satélite.

Óscar volvió a girarse boca abajo, aliviado por haberse librado del pantalón. Sonrió por las cosquillas cuando le quitó también de los calcetines. Escondió el rostro entre los brazos y dejó tan solo una rendija para espiar a Carolina y Martin, que se vio apartado del juego de caricias con la otra pareja. Al principio pareció desconcertado, después, se dibujó en sus labios una sonrisa perversa, llena de anticipación.

Katsumi no dejó que se distrajese demasiado tiempo. Cabalgó sobre él, sobre su trasero. Sorprendido, se dio cuenta de que estaba desnuda bajo el kimono de seda. Lo único que lo separaba del cuerpo de marfil de la asiática era la tela de algodón elástico de su bóxer. Su polla vibró y sus caderas efectuaron un movimiento involuntario.

—¿Está bien así, Óscar? —preguntó ella, preocupada. Se inclinó sobre él y un aroma suave a jazmín lo inundó—. Si quieres puedo sentarme a tu lado, pero así es mejor.

—Estoy bien. Continua —respondió algo brusco. Percibió el roce de sus pechos sobre la espalda.

Carolina acababa de sacar de una bolsa de aspecto lujoso una lencería de color negro de encaje y tul transparente que no dejaría demasiado a la imaginación. Martín estaba sentado en una butaca, hacia su izquierda, de modo que los veía a ambos en diagonal. Ella comenzó a desabrochar uno a uno los diminutos botones que cerraban su vestido. Se iniciaba el espectáculo. Martín se acariciaba sobre la bragueta con ademán perezoso y Óscar tragó saliva. Por un momento el bombardeo sensorial se le hizo insoportable y tuvo que cerrar los ojos. ¿De verdad quería torturarse con la visión de lo que hacían Carolina y Martín?

Pero el morbo pudo más y mantuvo la mirada clavada en ellos.

Estaba preparado para desvelar el misterio por fin.