Novelas eróticas

El voyeur y la almohada – Extracto de «Ardiendo»

El voyeur y la almohada es un extracto de Ardiendo, de Mimmi Kass, la mezcla perfecta entre erotismo y suspense. Una historia de héroes anónimos hecha novela, ambientada en los preciosos paisajes de Galicia, y que aborda el fascinante y peligroso mundo del fuego. En ella conoceremos a Miguel, un bombero pasional y temerario, y a Irene, una mujer que no necesita un hombre… para nada.

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Nota sobre derechos de autor y publicación: el extracto de esta novela erótica ha sido escogido y autorizado en exclusiva para su publicación online por la autora y su editorial (Harper Collins Ibérica) para Volonté, el blog de LELO.

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El voyeur y la almohada – Extracto de Ardiendo

Después de compartir un chapuzón con Miguel en la piscina, Irene se fue a dormir una siesta. Ella respetó su ánimo callado y taciturno, y cuando recibió una negativa áspera a su invitación de acompañarla a la cama, lo encajó con resignación. El tema de los incendios provocados se estaba trasformando en una obsesión y no podía culparlo.

Se tendió en la cama, desnuda, inquieta. No era capaz de conciliar el sueño, estaba preocupada, y no podía evitar sentirse herida por el rechazo. Y, aunque le costara reconocerlo, por quedarse con las ganas de follar otra vez con él.

Intentó acomodarse en las almohadas, pero el aroma masculino que las impregnaba no hizo más que estimularla. Se abrazó a una de ellas e inspiró. La mezcla de perfume y piel caliente era deliciosa. La ropa de cama era algodón de buena calidad, y envolvía su cuerpo con un tacto fresco y agradable. Irene se mordió el labio, pensativa. Si Miguel no había querido acompañarla… tendría que arreglárselas sola.

Se tendió boca abajo y colocó una de las almohadas entre sus piernas. El olor de Miguel la acompañaba mientras comenzaba a mover las caderas, buscando el contacto de su sexo con la superficie mullida y, a la vez, firme. Ciñó la que tenía entre sus brazos contra sus pechos, frotándola contra sus pezones; estaba muy excitada y sabía que no necesitaría mucho tiempo para alcanzar el clímax, pero decidió no aumentar el ritmo y regodearse en su cabalgada por unos instantes. Su piel se perló en sudor, su sexo se hizo miel. Insinuó la penetración de una de las esquinas del almohadón en su interior, y buscó un roce mayor sobre su clítoris para liberar por fin el orgasmo.  Suspiró, satisfecha, y ya amodorrada por el efecto de disfrutar del placer a solas.

Solo que estaba acompañada.

Miguel había salido de la ducha unos minutos antes. Esbozó una enorme sonrisa al descubrir lo que Irene estaba haciendo, y su primer impulso fue delatar su posición, de pie en el quicio de la puerta del baño. Pero verla masturbarse en su cama lo dejó sin aliento. Se debatía entre el deseo abrasador de sustituirla en la tarea y mantenerse quieto. No podía dejar de mirarla. Su trasero, los muslos entreabiertos cabalgando las almohadas, su espalda delicada y su melena rubia desordenada sobre la cama provocaron que su cuerpo se encendiera en una súbita deflagración. Cuando ella llegó al orgasmo con un gemido casi imperceptible, tuvo que apretar los dientes para contenerse y poder contrarrestar el dolor de su erección. Dejó pasar un momento antes de decir nada. Porque no podía. La voz le sonó grave, ronca, casi en un susurro cuando por fin habló.

—Debería haberte follado antes de irme.

Irene despertó de golpe y abrió los ojos sorprendida, pero no le importó demasiado que la hubiese visto. Estaba claro que le había gustado. Y mucho.

—¿Me estabas mirando?

—Ahora voy andar toda la tarde de mala hostia por tu culpa.

Irene soltó un ronquido indignado.

—Te está bien empleado por no haber aceptado mi invitación. Espero que te quedes con un buen calentón después de esto —Salió desnuda de entre las sábanas, se acarició los pechos con suavidad y agitó su pelo rubio y desordenado—. Ya ves que yo me lo he solucionado solita y sin tu ayuda.

Se estiró, arqueando la espalda, ante la mirada atónita de Miguel. El deseo se reflejó con claridad en sus ojos oscuros, y dejó caer la toalla que rodeaba sus caderas, mostrando la erección de acero que lucía entre las piernas. Ella no se inmutó.

—Lo siento. Estaba demasiado cabreado. Pero no me importa llegar un poco tarde —ofreció, estirando las manos hacia Irene. Ella lo esquivó.

—No. Ahora la que no quiere soy yo.

Se cruzó de brazos, enojada. No pensaba ceder. Miguel había sido cortante y seco, y ella no había hecho otra cosa que ayudarlo. No se merecía aquello.

Miguel se puso de pie y la rodeó entre sus brazos. Al menos, parecía arrepentido.

—Joder, lo siento, rubia.

—Miguel, yo no tengo la culpa de que la investigación no esté avanzando. No seas así conmigo, no me lo merezco —dijo, apartándose de él.

Le venía muy bien recibir una negativa, se notaba que no estaba acostumbrado a que le cantaran las cuarenta. Irene estaba segura de que lo normal para él sería que las mujeres acabasen haciendo siempre lo que él quería, pero ella no se dejaba avasallar.