Mujeres libres

Mujeres libres: Virginia Woolf, el rio que lleva al mar

«Querido, quiero que sepas que me has dado felicidad absoluta. Nadie podría haber hecho más de lo que tú has hecho. Por favor, créelo».

Este fue el principio del fin. Estas son las primeras palabras de las últimas líneas que, allá por un frío invierno de 1941, escribió Virginia Woolf. Poco después de acabar la redacción, se puso un abrigo de paño, se calzó unas botas y en la orilla del rio Ouse fue llenando metódicamente de piedras los bolsillos del gabán. Su cuerpo fue encontrado por unos chiquillos unas dos semanas después en las cercanías del puente de Southease, cuando ya el cuerpo casi alcanzaba el mar.

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¿Quién era Virginia?

Virginia vivió muy unida a su marido, Leonard Woolf, durante 29 años. De hecho, casi nadie la conoce por su apellido de soltera, Sthepen, y no fue precisamente por un imperativo moral propio de la época victoriana ni por una sumisión al orden patriarcal, que se diría ahora, sino que fue por la propia voluntad de Virginia. «Estoy segura de que en todo Londres solo a ti y a mí nos gusta estar casadas», le escribía en epistolario a Vita Sackville-West, la aristócrata, escritora y lesbiana confesa con la que Virginia mantuvo una relación sentimental de más de un lustro (y con el pleno conocimiento de ambos maridos). Pero Leonard no solo supo no bloquear los amores carnales y contingentes de Virginia, como el que acabamos de describir y posiblemente el único que tuviera la escritora, Leonard también la acompañó en sus momentos psíquicos más difíciles: cuando sufría los trastornos psicótico-maniaco-depresivos que la sumían en la más honda de las melancolías, en los más insondables abismos del vacío y en sus ocasionales delirios que la descuartizaban en lo que más amaba, su escritura. Y también estaba él allí en las circunstancias sociales más extremas, como cuando su hogar común en Londres fue arrasado por un bombardeo de la Luftwaffe, a inicios de la Segunda Guerra Mundial. Ambos se habían conocido por pertenecer al mismo grupo artístico literario, el llamado Grupo de Bloomsbury, un colectivo al que también pertenecían personajes de la talla del economista John Maynard Keynes, el pintor Roger Fry o la también pintora Dora Carrington. Un círculo o un grupo profundamente contestatario frente a la moral victoriana imperante, contrario a los dogmas religiosos del protestantismo y, por extensión, del cristianismo y que hizo de la no privatización de las sexualidades individuales una de sus divisas más significativas. Baste recordar que Dora Carrington, que siempre mantuvo un vínculo extraño con las relaciones sexuales, vivía en la misma casa con su marido, Ralph Partridge, su ocasional amante, el escritor Gerald Brenan y el amor de su vida, el biógrafo, agudo y homosexual, Lytton Strachey (que, a su vez, le tiraba los tejos a Ralph).

Una mujer libre

Alguien podría pensar que una mujer abnegada esposa y a quien solo se  le conoce una amante y amparada por el beneplácito de su marido, podría no representar precisamente el paradigma de una mujer libre, pero quizá la confusión estaría en entender lo que significa «libre». Virginia Woolf arremetió, como posiblemente nadie antes que ella había hecho, contra el encorsetamiento que de lo femenino se esperaba, se exigía, se imponía. Generó una literatura que, desde la misma construcción y reivindicación de lo femenino, desbordó los géneros para adentrarse en los recovecos, incertidumbres y demonios de la mismísima humanidad, con un lirismo y un virtuosismo narrativo que obligaba al lector a la inmersión en un paisaje tan pasional como sensorial. Virginia se convirtió en un adalid para las feministas de la «segunda ola», que reclamaban, como ella lo hiciera unas décadas antes, una construcción y una visibilidad de lo femenino desde la libertad y la liberación y no desde las imposiciones de una sociedad patriarcal. Su ensayo, Una habitación propia, devino una especie de «Libro rojo» de lo que es para una mujer reclamar un espacio virtual y físico, y una autonomía desde donde poder desplegarse en cuanto mujer, artista e intelectual. Desde donde poder acceder a una educación, desde donde poder reconocer a las que le precedieron en este intento, desde donde poder amar, si así se desea, a otra mujer. Una reivindicación de libertad de lo femenino que no pretende suplantar ni mimetizar ni tan siquiera odiar lo masculino; un referente, como lo son todas esas reivindicaciones, luchas y argumentarios del feminismo de los años sesenta hasta los ochenta que, quizá, nos hemos pasado demasiado rápido… Que, quizá, solo hemos sabido leer entre líneas y al que convendría, en estos tiempos de furia y temblor, volver a revisitar desde nuestra propia habitación.  Si alguien cree que Virginia Woolf no representa a una mujer libre es tan solo porque no conoce a Virginia Woolf.

Su única prisión: una frágil estructura psíquica

Lo único que a Virginia la mantuvo atada no fue ser esposa o representante de una cierta élite económica y cultural de la Inglaterra de entreguerras, sino su frágil estructura psíquica, aquella misma que le dio muerte, en una decisión tomada por su propia mano, aquel día 28 de marzo de 1941.

Nunca se es tan libre como cuando se sabe, de veras, amar.

La nota que enunciábamos al principio continuaba así:

«Todo lo que quiero decir es que hasta que esta enfermedad apareció, éramos perfectamente felices. Todo fue gracias a ti. Nadie podría haber sido tan bueno como has sido tú, desde el primer día hasta ahora».

Y es que, aunque ahora a muchos no les quepa entre el occipucio y el parietal, la libertad no es estar sola, sino saberse acompañar libremente. Nunca se es tan libre como cuando se sabe, de veras, amar.

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