Mujeres libres

Mujeres libres: Virginia Johnson, el bendito arte de convencer

Contaba el humorista Eugenio el chiste aquel de dos niñas pijas que se encontraban tras pasar sus vacaciones de verano. Se preguntan mutuamente por dónde las han pasado. «Yo las he pasado en Baden-Baden», responde la primera. La segunda, no queriendo ser menos, le replica: «Ah, pues yo en Vilanova i la Geltrú -Vilanova i la Geltrú». Lo sé, no es quizá el mejor chiste de Eugenio, pero sirve para destacar que la chica con pretensiones al menos sabía que Vilanova i la Geltrú era un único municipio aunque lo repitiera dos veces. Un poco aquello manido de Ortega y Gasset (lo de que si conoces a Ortega y Gasset y el otro responde que sí, que conoce perfectamente a los dos…).

En el caso de Masters y Johnson, casi todo el mundo sabe, sea o no adicto a las series y veranee donde veranee, que no es el nombre de una persona sino que conforma y engloba un binomio, una pareja, dos personas. Y ahí es donde empieza el misterio (o el chiste). ¿Por qué un prestigioso ginecólogo estadounidense, William Masters, varón, en la Norteamérica pura y varonil de los años sesenta, firma sus más prestigiosas obras (unas que revolucionarán los cimientos de lo que hasta entonces entendíamos por el hecho sexual humano) junto a su asistente, una chica diez años más joven que él y sin estudios universitarios concluidos?

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En estos tiempos –los de ahora–, los de la fraternidad, la igualdad y la transversalidad, que solo son un tenue y falso velo para esconder que son los tiempos de Juan Palomo (los tiempos del yo, mí, me y conmigo mismo hasta hartarme), dile a alguien que firme el paper, la review o el bestseller con los nombres de las personas (hombre, mujer o ni lo uno ni lo otro) que han colaborado en su trabajo; con el de aquellos que posiblemente han escrito verdaderamente la obra o junto al o los que verdaderamente fueron la causa necesaria de su éxito. Ni por el forro. Unas líneas en el apartado Agradecimientos todo lo más, pero de gloria nada, que la gloria es solo mía, que la gloria es, como era el átomo, indivisible, no se puede compartir.

Así que, ¿por qué William hizo eso tan extraño de compartir la gloria? Posiblemente porque fuera un buen tipo y un tipo honrado o, posiblemente, porque sin la intervención de Virginia Johnson, el proyecto era inviable. Casi seguro por las dos cosas.

¿Quién era Virginia Johnson?

Lo primero que llama la atención a Masters de Johnson, cuando esta jovencita se presenta en su despacho para ofrecerse a echarle una mano, no es precisamente su parco currículo, sino la extraordinaria capacidad que demuestra para convencerle. Virginia no es que solo sea más lista que los ratones coloraos, que sea arrojada y brava o que se muestre desenvuelta y segura de sí misma, es que tiene unas dotes de persuasión asombrosas y unas luces largas capaces de ver al ratón tres estados más allá.

Es una mujer libre, profundamente libre y por tanto radicalmente crítica. Haga un simple experimento mental. Piense en convocar consecutivamente a unas mil personas para que, en la mesa de su cocina, realicen unas diez mil interacciones sexuales de lo más variadas y diversas con unos electrodos puestos, mientras usted y alguien a su lado, vestidos con batas blancas y sin poner cara de perversos, los observan detenidamente, los graban, toman notas y se acercan a comprobar el estado de sus genitales… Y todo ello bajo el pretexto de que están realizando no sé qué experimento para una disciplina que todavía ni existe. ¿Lo imagina?

Si consigue reunir más de dos o tres personas (incluyendo al amiguete ese que siempre se apunta a lo que sea con tal de pillar cacho), ya se puede dar por satisfecho.

Pues ahora imagine que eso no lo hace ahora, en estos tiempos de la impositiva liberación y goce perpetuo, sino que lo hace en los años sesenta en la muy católica y conservadora San Louis (estado de Misuri, EE.UU.), donde lo de ponerse a ver a dos follar o el que dos se pongan a follar en público puede ser, y es, entendido como un acto ilegal, y ya me dirá a cuantos junta.

A ninguno… salvo que sea Virginia Johnson (nacida como Virginia Heselman) y junte hasta los de la parroquia del pueblo. Porque fue ella, Virginia, quien prácticamente convenció uno a uno a todos los participantes en la sucesión de comprobaciones empíricas que permitió la aparición de la obra Respuesta sexual humana (1966), sin la cual los sexólogos y sexólogas careceríamos de una base terapéutica sólida para realizar nuestra tarea. Así que, la señorita se las traía, vamos, que se los traía de calle…

A esa mezcla de descaro, seducción, inteligencia, encono y seriedad pudo contribuir su primera formación; la de cantante (de country, no olvidemos que estamos en la América profunda). Virginia Johnson (Virginia Gibson, de nombre artístico) había estudiado, antes de interesarse por la psicología, piano y canto en el Conservatorio de música de Misuri y, de hecho, su segundo matrimonio fue con un músico que le aportó el apellido de Johnson. Pero volvamos un poco a donde estábamos; justo después de que esta mujer superdotada, divorciada dos veces, sin titulación en la materia, con dos hijos a su cargo y sin trabajo estable, fascinara a William Masters.

Volvamos al momento en el que ambos se proponen que William deje de contratar a prostitutas, cerca de 200, solas o con algún cliente escogido, a cargo de los presupuestos de la Universidad (tampoco a Masters le faltaron redaños y entereza) para su «trabajo de campo» y deciden que a quien deben observar es a gente –digamos– corriente para evitar cualquier sesgo que desvirtúe los resultados. Pero ¿qué demonios de «gente corriente» se va a prestar a esto?, debió preguntarse Williams.

Allí estaba Virginia que, ríete tú de un buldócer delante de una puerta de contrachapado, no solo le convenció de que eso era posible, no solo convenció a los/as participantes de que hicieran lo que hicieron por el bien de la humanidad, sino que, además, supo encontrar los medios para que los resultados no salieran sesgados, aplicando todos los útiles científicos que tenían a su alcance. Fue ella la que decidió adaptar un polígrafo a los participantes para medir con la máxima precisión su respuesta y la sinceridad de esta. Y fueron, a partir de ahí, los dos los que introdujeron también un electrocardiograma, un encefalograma y hasta cámaras con la máxima resolución que permitía la época.

Pero Virginia todavía hizo más. Para Masters, había casos que creía debían ser desechados del estudio temiendo que desvirtuaran los resultados porque su respuesta sexual era anómala; a unos participantes no se les levantaba, ellas no alcanzaban el orgasmo, etc. Pero ahí estaba Virginia otra vez para convencer a William, que era además un tipo inteligente y se dejaba convencer, de que la «anomalía» formaba parte de la «normalidad». Para incluir, definir y acotar dentro de la respuesta sexual humana lo que hoy, gracias a ellos, entendemos como «dificultades sexuales». De forma que el resultado fue tan preciso en esas infernales circunstancias que lo que ellos detectaron fueron las distintas reacciones psicofisiológicas que componen la respuesta sexual y los ciclos en que se ordenan y se encadenan (el EMOR, Excitación, Meseta, Orgasmo, Resolución al que luego se añadiría al principio la D de Deseo), así como sus alteraciones y problemáticas. Es, hoy en día, sesenta años después, igualmente aplicable a mí como a usted, a alguien de Misuri como a alguien de Alcorcón.

Fundó, con William Masters, el Instituto Masters and Johnson

El éxito les sobrevino a los dos. Un éxito enorme y merecido a los dos firmantes. Habían fundado el Instituto Masters and Johnson en 1964, que se convierte en un centro de referencia mundial en sexología y, en 1971, se casan. Decía alguien avezado en estas cuestiones que la vida es una comedia cuando coges una escena pero una tragedia cuando la ves al completo. O dicho de otra manera; todo el vivieron felices y comieron perdices tiene fecha de caducidad. En 1992 se divorcian (William se vuelve a casar por tercera vez al poco) y la obra que en conjunto habían forjado durante 35 años se bifurca en dos propuestas, que ya firmarán por separado cada uno de ellos. Dejan de convencerse.

En 2002, fallece William Master a causa de las complicaciones del Parkinson que padecía y, en 2013, a Virginia se la lleva una muerte que fue la única a la que no logró convencer… O quizá sí convenció Virginia a la Parca de que se la llevara ya, pues menuda era ella cuando de disuadir a alguien se trataba…