Mujeres libres

Mujeres libres: Nahui Olin o cómo entender el Sol

Debo reconocer que supe de su existencia hace muy poco. Como pocos debían saber también de ella los que, por la Avenida Juárez de Ciudad de México o en el parque de la Alameda, la veían pasar vieja, harapienta, mendicante, demente y gruesa. Sus ocho gatos, sus tres perros y los gatos y perros que por allí deambularon alimentándose de su miserable pensión fueron los únicos testigos de su muerte, allá por 1978. Y los únicos que, a buen seguro, supieron llorarla. Pero no siempre fue así y hubo un tiempo en el que el mayor de los soles relumbró por entre sus ojos, pero ya se sabe, como decía aquel, las escenas de una vida pueden ser una comedia, pero la película completa es siempre una tragedia.

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¿Quién era Nahui Olin?

Carmen Mondragón Valseca nació en 1893 en Tacubaya (Ciudad de México). Eso sucedió antes de que Carmen fuera Nahui Olin, «El Último Sol» o «Perpetuo Movimiento» según traductores en lengua azteca náhuatl. Su padre fue un general porfiriano que alcanzó puestos de responsabilidad política, además de obtener importantes ingresos por el diseño de armamento. Y su madre, un ejemplo de lo que era la acomodada burguesía mexicana del XIX. Fueron ocho hermanos, entre los que Nahui ocupaba el quinto lugar por orden de nacimiento. Las implicaciones políticas de su padre, unidas a un cambio de régimen, hicieron que la familia se exiliara en París durante casi una década, cuando ella tan solo tenía 4 años, por lo que regresó a México con catorce. A la formación propia de la burguesía decimonónica provista por su madre (entre ellas, la escritura y el piano), se añaden las precoces inquietudes que el internado parisino le transmitió sobre danza, arte y teatro. Pronto, la chiquilla de ojos verdes (verdes como pocos se han visto), comienza a mostrar unas particulares dotes artísticas unidas a una personalidad desmedida y una estructura psíquica a ratos imprevisible. De ella se cuenta que, con su brutal belleza, le gustaba remangarse la falda de su uniforme escolar cuando se reunía con prostitutas, sin más intención que la de perturbar a los hombres que por allí pasaran.

Se casa con veinte años, en parte por la recomendación paterna, en parte por la extraña fascinación que le producen los soldados a caballo, con el cadete que acabaría siendo pintor, Manuel Rodríguez Lozano, y vuelve a partir rumbo a París, esta vez con con él, donde entran en contacto con las inquietudes cubistas (Juan Gris, Braque y Picasso), así como con otros artistas, como Matisse o el también mexicano Diego Rivera, que conforman la avanzadilla de lo que después llamaríamos las vanguardias artísticas. La Gran Guerra estalla al poco de llegar y la pareja se traslada a San Sebastián, donde ambos empiezan su trayectoria artística, tienen un hijo, aunque este fallece al poco de nacer por extrañas circunstancias y entre acusaciones e incriminaciones mutuas en la pareja.

Cuando Carmen se «transforma» en Nahui: la musa, la inspiración, la que radia sin cesar para que los demás broten

En 1921, Carmen (todavía Carmen) y Manuel regresan a Ciudad de México y se separan. Con ello, Carmen desaparece de la escena y surge entre bambalinas Nahui Olin. Así la bautiza su nuevo amor; un tipo rechoncho, calvo, ardoroso revolucionario, filósofo, pintor, escritor y apasionado vulcanólogo, Gerardo Murillo (alias Dr. Atl, Dr. «Agua» en náhuatl), que consigue fascinar a ese volcán en perpetua erupción y belleza inaprensible que es Nahui Olin. O quizá se bautiza ella misma… La relación entre ellos, inmersos además en los tiempos del México más artísticamente virulento (con Frida Kahlo, Orozco, Clemente, Siqueiros y otros de la mano), es ardorosa hasta la catástrofe y creativa hasta la extenuación, como no podía ser de otro modo. Ella, Nahui, «mi dragón», como Gerardo la llama, y él se instalan en un viejo convento semiderruido (Convento de la Merced) y allí follan y follan en la misma proporción que se descuartizan. Se escriben cientos de cartas y emerge, desde las profundidades de Nahui, la más ingenua de las pintoras (una pintura «naive» rebosante por todas partes de inmensos ojos verdes), la más rupturistas de las poetisas (su poesía es una verdadera irrupción de originalidad y riesgo) y la más beligerante de las revolucionarias; su lucha feminista en multitud de frentes; su lucha por el derecho a la tierra; o su lucha por los indígenas son un testimonio de ello. Cinco años (que debieron parecer diez mil) dura su relación con el Dr. Atl. Después, se desata la furia de una libido sin control de aquella que sabe que posee la más seductora de las bellezas y el más inquietante poder de destrucción. La musa, la inspiración, la que radia sin cesar para que los demás broten. Esa es la primera etapa de la muerte del Sol, la del devenir de un gigante rojo que todo lo devora. Posa desnuda, seductora, explícita e inasequible para el fotógrafo Garduño (las fotos se exhiben causando un revuelo en el revuelo), posa desnuda para Rivera, Hollywood la reclama, pero a ella le aburre por superficial y sigue pintando, escribiendo y amando (o amando destruir lo amado). Nahui tiene ya cuarenta años, su belleza sigue siendo incomparable pero su sol interno empieza a oscurecerse. Conoce al capitán de navío, Eugenio Agacino, con quien promete casarse y quien le aporta la necesaria estabilidad. Un año después de sus votos, él fallece (cuentan que por una intoxicación de marisco o bien en un encarnizado combate naval… Lo de las «fake news» no es nada nuevo) y la estrella de Nahui, en su última fase, comienza a devenir una enana blanca.

Nahui Olin, un emblema de libertad sexual

No son pocos los que ahora quisieran convertir a Nahui Olin en una especie de Marianne mexicana. En un emblema nacional de la libertad sexual, del talento artístico y de la creatividad emancipadora, pero lo cierto es que como a la «embrujada» a la que cantaba Tino Casal o a la Bette Davis de «¿Qué fue de Baby Jane?», Cronos y sus rigurosos pasos de tiempo le fueron severos, demasiado severos. Y es que quizá, y al contrario de lo que dicen algunos, lo verdaderamente importante no es cómo acaba la película, sino lo que en ella sucedió… La próxima vez que veáis a una anciana mendigar harapienta por vuestra ciudad, pensad, aunque sea solo un momento, en ello… Quizá eso nos permita entender algo más del Sol.

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