Es conocida la tesis que toda obra de arte siempre es autorreferencial. Que no importa que el escritor escriba sobre lo que escriba, que el pintor pinte lo que pinte o que, en general, cualquier creador hable de lo que hable porque, en el fondo, de lo que siempre, siempre, independientemente del tema que aborde, está hablando es de él mismo.
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Hay también una segunda característica especialmente visible en la literatura: en cierta medida, los grandes personajes acaban independizándose de la voluntad del propio autor para desarrollarse en el texto de una forma un tanto autónoma pues perseveran en la solidez que ellos mismos, en su autonomía, han ido cimentando en el escrito, con lo que, de algún modo, arrastran al propio autor a comprenderlos, a empatizar con ellos y a acabar siendo un poco como ellos.
Y hay una tercera circunstancia, un tercer peligro, que puede darse: que el personaje se acabe comiendo al propio autor. Que sea más fuerte que él, que opere una catarsis en el propio autor de tal forma que la propia existencia del autor acabe siendo la vivencia del personaje o, dicho de otra forma, que el autor acabe siendo una mera obra referencial del personaje que, en principio, había creado bajo su dominio. Que cuando el autor habla de lo que habla, el que está hablando es, en realidad, su personaje. De tal forma que el destino del autor lo determina el personaje. Y así, que la historia, en principio ficticia del personaje, acabe siendo la realidad del autor.
Mata Hari podría ser uno de esos sorprendentes casos.
La «novela» de Margaretha Geertruida Zelle
La historia que, en sentido metafórico, empezó a escribir Margaretha Geertruida Zelle, fue una novela de espías en un momento, la primera gran guerra y sus preliminares, en el que la gran temática que captaba toda la atención del público no era el santo grial, los OVNIS o lo que saben de sexo, sino precisamente esa: las intrigas de espías. El personaje que «creó» con una perfección literaria asombrosa y que cautivó la atención de Europa entera fue Mata Hari.
El cómo Margaretha Geertruida acabó siendo por completo Mata Hari es una historia fascinante de verdades, medias verdades y mentiras, de ficciones que son tomadas por realidad y de realidades que quieren ser tomadas por ficciones, de brumas, dobleces, interpretaciones y, en definitiva, de un extraordinario ejercicio, primero, de componer un personaje y, después, de que ese personaje alcance fama mundial mientras parasita y se apodera completamente de su autora. Un ejemplo de inicio.
Los principios de la historia
Leeuwarden, 7 de agosto de 1876, nace Margaretha Geertruida Zelle. Sus padres, un sombrerero y una señora holandeses que no habían puesto en su vida los pies fuera del pueblo. Es decir, Margaretha Geertruida Zelle tenía una indiscutible denominación de origen, Made in Netherlands, vamos, que la pusieses como la pusieses, era holandesa por los cuatro costados. Pues bien, cuando fue fusilada el 15 de octubre de 1917 en Vincennes (en las afueras de París), la inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo que seguían apasionadamente sus peripecias estaban convencidos de que se trataba de una princesa malaya cuyo nombre verdadero era Mata Hari (algo así en malayo como «El ojo del día»), mientras que otros creían que era una noble brahmánica que, habiendo quedado huérfana desde niña, había sido educada y adiestrada por monjes en un templo de la India, en las más diversas y singulares artes.
Margaretha tenía un físico muy particular y extraordinariamente atractivo para la época y su entorno: era morena como su madre y tenía rasgos que resultaban muy exóticos. Desde muy niña, ese físico la colocó en una posición frente al grupo que no parecía disgustarle en absoluto. Siempre era el centro de atención. Allá donde ella estaba, allá estaban todas las miradas.
Manejar ese poder no debió resultarle sencillo. El acoso permanente de figuras de autoridad, como el director de su colegio al que volvió majareta perdido, así como los continuos devaneos amatorios de una niña con todo aquel que pudiera agrandar su posición hizo que Leeuwarden se le quedara pequeño, extraordinariamente pequeño con apenas quince años.
Un anuncio en un periódico de un militar holandés destinado a las Indias Orientales holandesas que buscaba esposa fue su visa para la huida. Naturalmente, el oficial quedó prendado nada más verla. Pocos días después, el 11 de julio de 1895, se desposan y parten hacia Java. Tienen dos hijos, un varón fallecido en circunstancias extrañas (posiblemente envenenado por una sirvienta) y una niña a la que, un día, dejaría de poder volver a ver nunca más a lo largo de su vida. El carácter promiscuo de ella y la violencia de él (se cuenta que Mata Hari nunca enseñaba su pecho completamente desnudo al faltarle un pezón, que el comandante del mostacho le había arrancado estando borracho como una cuba) ponen estruendoso fin a la relación.
El personaje ha matado ya al autor…
París, 1905. Margaretha ya es Mata Hari. Ha malvivido en esta ciudad desde hace unos tres años, posando desnuda como modelo, prostituyéndose y durmiendo en las calles, pero el 13 de marzo de 1905 estrena una especie de espectáculo en el castillo de un multimillonario industrial aficionado a los secretos de Oriente.
En realidad, a principios del XX, cualquier rasgo oriental era recibido en París y en toda Europa con una extraordinaria expectación. Mata Hari baila, o hace algo parecido a bailar, realiza unos stripteases más o menos afortunados, y muestra contorsiones diversas, pero lo que más fascina de ella es que se proclama y parece demostrar a un público sediento de ello que es una mujer, quizá la única mujer occidental, instruida en los más secretos misterios de Oriente. Secretos que comprenden, por supuesto, las más sorprendentes técnicas libidinales y amatorias.
El éxito es rotundo. El personaje ha matado ya al autor. Mata Hari se convierte en la codiciada cortesana de Europa. Todo el mundo la conoce y los que pueden pagar, la aman y la protegen, especialmente los de su ya conocida vocación erótica: los militares, policías y funcionarios de los servicios secretos del más alto nivel.
H-21
Berlín, 28 de julio de 1914. Estalla la Primera Guerra Mundial y Mata Hari está actuando allí. Según algunas biografías, tan enredados en las mentiras de Mata Hari como ella misma, conocía, por haber actuado para él, al Príncipe Heredero Guillermo de Prusia, además de que era la amante del jefe de policía de Berlín y del cónsul alemán de Ámsterdam.
Sus contactos con el enemigo son estrechos, por lo que, al parecer, el servicio secreto francés, Deuxième Bureau, la recluta ofreciéndole una considerable suma y permitiéndole ver al que ella señalaría como el amor de su vida: un piloto ruso a las órdenes del ejército francés que había sido herido en contienda con los alemanes.
Posiblemente, todo es ya «posiblemente», Mata Hari ve la oportunidad de negocio y se ofrece a su vez al cónsul alemán de Ámsterdam para, a su vez, facilitarle información sobre lo que sucedía en Francia. Su nombre en clave como espía alemana es H-21.
Mata Hari tiene pasaporte neutral, el neerlandés, y viaja y se encama, como por otra parte venía haciendo desde siempre, con todo oficial de alto rango de uno y otro bando. Sea como fuere, parece que lo único que consigue con sus enredos, falsedades e informaciones banales que suministra (queriéndolo o no, fue peor espía que bailarina) es encabronar a unos y a otros. Su particularidad de ser el centro de atención se vuelve contra ella.
Es arrestada por primera vez en Londres en noviembre de 1916, pero la sueltan. El 13 de febrero de 1917 es nueva y finalmente arrestada en una lujosa habitación de un hotel de los Campos Elíseos. Ella se desnuda, ofrece bombones a los soldados que han venido a apresarla, pero nada la salva de ser acusada de alta traición.
El encargado del interrogatorio es el mismo oficial que la había reclutado para la inteligencia francesa. Las pruebas que aportan franceses e ingleses son endebles, muy cuestionadas por la historiografía posterior, de muy poca relevancia y posiblemente ofrecidas en gran parte, en una maniobra de distracción, por los propios servicios secretos alemanes.
Las conclusiones principales que extrae Pierre Bouchardon, el encargado de sus interrogatorios y de aportar pruebas de su culpa, son las de que Mata Hari es una embustera compulsiva, especialista en manipular a los hombres y que eso la convierte en la espía perfecta. Durante el juicio, sin mínimas garantías para su defensa, hasta su propio amor, el piloto ruso, reniega de ella. La guerra no va bien para los aliados y Mata Hari, siendo el centro de atención, es un personaje perfecto para intentar levantar la moral para las tropas con su ejecución. Esa, junto a que su importancia como espía, de haber sido, fue mínima y que lo más posible es que esa mujer que campaba a sus anchas y hacía lo que le venía en gana intentó sacar partido de una situación que la sobrepasaba, son las impresiones más generalizadas hoy en día de lo que va a suceder con Mata Hari.
El final de la novela
Vincennes, 15 de octubre de 1917. A Mata Hari, perfectamente arreglada y maquillada para la ocasión, la rodean doce militares. Está en el centro de atención. Nuevamente. Ella les sonríe, mantiene la calma y la compostura y les lanza un beso. Rechaza la venda y recibe once disparos más el tiro de gracia en la cabeza. Su cuerpo de 41 años, ya sin la gracia de antaño, cae doblado hacia atrás sobre sus rodillas. Nadie reclamará su cadáver, que pasará, como solía ser habitual con otros ejecutados, a ser entregado a la ciencia.
Su cabeza embalsamada así como el resto de su cuerpo se entregan al Museo de Anatomía de París que los declara, en al año 2000, como oficialmente desaparecidos desde hacía ya unas décadas. Nadie sabe hoy dónde pudieran encontrarse. Ni tumba en el cementerio del Père Lachaise ni placa en ningún paseo o recordatorio funerario en alguna plaza. Sin embargo, pese a su aparente anonimato, similar al de tantos otros millones de ser humanos que se van sin dejar rastro, ella sigue ahí, en su lugar favorito: en el centro de atención.