Mujeres libres

Mujeres libres: María Félix o la sirena más cabrona

«Soy más cabrona que bonita»
-María Félix

Pocas cosas han logrado tradicionalmente desestabilizar más el orden social que una mujer con un cuerpo femenino que se conduce por una mente viril. Y pocas cosas han fascinado más a los hombres (la fascinación y el terror suelen ir de la mano) que ellas.

Sigue leyendo…

Mujeres libres

María Félix

Cuando los estereotipos de género son determinantes y los roles y atribuciones morales de ellos incuestionables, siempre ha aparecido uno de estos extraordinarios seres en los que su femineidad formal es elevada al paroxismo, no por esa femineidad de comportamiento sino por su masculinidad de acción. Es el caso de la sublimación que establecimos allá en el XX por la «femme fatale»; aquella presencia irresistible que, femeninamente bella como el mismísimo infierno, tiene la determinación, el desapego, la ardiente frialdad y la irrefrenable ambición del más implacable de los hombres. Seres vistos como inquietantemente «transmorales» (ellas hicieron más por el feminismo que todo Twitter desde su invención) que trasgreden los requerimientos que le son atribuidos a su género y utilizan los beneficios que le son atribuidos al masculino, con un pie en los dos mundos, para extraer lo mejor (o lo peor) de ambos. Criaturas que dominan el mundo de lo simbólico (como corresponde a las señoritas), pero también el mundo de lo real (como corresponde al viril guerrero). Personajes legendarios, cada vez más diluidos en la cada vez más diluida diferenciación de género, pero de los que todavía quedan ecos en el imaginario colectivo masculino, en forma de advertencias como aquella que Circe le susurró a Odiseo: «Las Sirenas, recostadas en un prado, te seducirán con sus voces armoniosas; alrededor de ellas hay montones de huesos y carnes secas de los hombres a los que ellas hicieron perecer…». Querrás huir de ellas pero nunca lo conseguirás. María Félix era una de esas criaturas.

María o el aroma del incesto

María de los Ángeles Félix, la diva del cine mexicano, nació en Álamos (México) en 1914 y sacó los dientes entre once hermanos (que debe ser la manera más eficaz del mundo de sacar los dientes). Dientes que, como estiletes, a María nunca le faltaron; inteligente, irónica, altiva, demoledora en sus juicios y planteamientos, capaz de arrancar de cuajo la mínima insurgencia a su voluntad, calculadora como un sable y fría como el diamante… Todo ello en la belleza de María; una belleza de las de antes, de aquellas que estaban a medio camino entre los ángeles y los humanos, entre lo febrilmente soñado y lo más despiadadamente carnal. De entre sus hermanos (no parece que la sororidad entre hermanas hubiera sido su fuerte), uno, Pablo, apodado «El Gato» y al que María describe como «un dios de guapo: moreno, con el pelo rubio veteado por el sol y un lunar junto a la boca idéntico al mío», es el que despierta el primer amor de María y su primer impacto; entre las sospechas de incesto, su madre envía a Pablo a una prestigiosa escuela militar, donde fallece al poco, de manera no muy clara (según la versión oficial, por suicidio, según investigaciones recientes, por asesinato). María, en sus memorias, dejará escrito sobre al que nunca olvida: «[…] pensé en buscarme un muchacho como él, que tuviera su piel y sus ojos pero que no fuera mi hermano. Era una tontería porque el perfume del incesto no lo tiene otro amor». Desde luego, no tuvo ese aroma su primer matrimonio con 17 años; con un agente comercial de cosméticos, con quien María, antes siquiera de pensar en ser actriz, tuvo su único hijo. Un matrimonio que duró siete años y que ella disolvió cuando el pequeño apenas contaba con tres años de edad, regresando con su familia a Guadalajara. El ojo público no le perdonó su condición de divorciada y ella se instaló en Ciudad de México con su hijo; la bestia empieza a afilar los colmillos. Un día, cuando María trabajaba de recepcionista en una consulta médica, el director de cine español Fernando Palacios la vio pasear por la calle y sintió que todo el orden del mundo se plegaba sobre ella. María empezará al poco su fulminante carrera cinematográfica. La jaula se abre de par en par…

María, la musa de muchos, la amada de todos

Si algo distingue a una diosa de un mortal es la veneración. Dar «culto a Venus», venerar, es lo que todos los mortales hicieron con María Félix. Fue pintada por Orozco y por Rivera (a este último, ya casado con Frida Kahlo pero enamorado de María hasta la médula, le mandó a paseo), pero también por Remedios Varo, por Leonora Carrington o por Antoine Tzapoff (que fue su última pareja sentimental más o menos estable). Fue inspiración para escritores y músicos y, entre todos ellos, repartía por igual desdén y caricias. Precisamente un músico, Agustín Lara, «El Flaco de Oro» con su cicatriz desde la boca hasta casi la oreja, fue su segundo matrimonio en 1945. María ya se codea con la crème de México y su nombre empieza a alcanzar proyección. Vive en el barrio Rosa de la capital. Lara le regalaba canciones;  ¿recuerdan aquella que empieza; «Acuérdate de Acapulco, de aquella noche, María bonita, María del alma…»? Pues esa María bonita es María Félix. Es en esa época cuando firma un contrato con el productor de cine español Cesáreo González. Se viene a trabajar a España y la relación matrimonial con Lara concluye. Han pasado apenas dos años. Magnates (se cuenta que hasta el mismo rey Faruk de Egipto le ofreció los tesoros del Cairo), actores (a Carlos Thomson lo deja con un pie en el altar), escritores (Jean Cau, el asistente de Sartre, fue uno de ellos), algún torero (el sempiterno Luís Miguel Dominguín, por ejemplo) y público variado pasaron por entre sus besos hasta que, en 1943, se reencuentra con una persona a la que detestaba profundamente, Jorge Negrete. Pero como María hace lo que viene en gana, siempre que le venga en gana, se casa con él. La boda fue un acontecimiento mediático; María había rodado ese mismo año «Doña Bárbara» y ya la apodaban, parece que el apodo venía de perlas, «La Doña». La relación apenas dura 11 meses, pues Negrete fallece de un cáncer de páncreas. «A un hombre hay que llorarlo tres días, al cuarto, te pones tacones y un vestido nuevo», escribe no sobre Negrete en particular, sino sobre las parejas masculinas en general. El collar de esmeraldas que Negrete le regaló queda sin acabar de ser pagado y María, «La Doña», dice que lo pague otro… Finalmente, el banquero Alexander Berger se hará cargo ocho años más tarde de saldar la deuda. Alexander Berger es su cuarto marido. Al banquero francés, de origen rumano, lo conoció en una fiesta en la embajada francesa de México cuando María acompañaba a su entonces esposo, Agustín Lara, pero se reencontró con él en París nueve años más tarde. Es 1956, María ya ha deslumbrado y arrodillado al mundo entero y ha realizado el ochenta por ciento de su extensa producción cinematográfica… Y todo ello sin tener que pisar Hollywood (de india guapa, que haga su puñetera madre… o algo así debió pensar). El matrimonio dura dieciocho años y la desesperación por la muerte de Berger la lleva al abismo.

La última relación de María

Siete años después, establece su última relación, la más idílica, la más larga y la menos carnal; un joven pintor francés de origen ruso, treinta y cinco años más joven que él, el mencionado Antoine Tzapoff.

De Tzapoff se cuenta que es el destinatario de la sobrecogedora canción de amor de Francis Cabrel, «Je l’aime a mourir», y que se la escribió por el amor que su hijo y pareja de Tzapoff sentía por él. Con él, María soporta la muerte de su único hijo, Enrique, en 1996, y su declive se conmemora entre continuos fastos. Dos años después de acabar su relación y en 2002, contando ya María con 88 años, fallece durmiendo. Sus únicos herederos fueron su asistente y Tzapoff. La familia sospecha que ha sido asesinada por interés en su herencia y hace que se exhume su cadáver. La autopsia de María, vuelta a la luz, no desvela nada. No es su muerte, sino su vida la que nos revela a todos a una de esas extrañas criaturas que, trastocándolo todo, dan la vuelta, literalmente, al mundo y se lo ponen por montera. Y entre soberbia, dotes, belleza, mala leche y talento, hace que nosotros, los de aquí abajo, nos atemos a los mástiles con los oídos llenos de cera o podamos pensar en las estrellas cuando miramos el firmamento por la noche.