Mujer en la Historia

Mujeres libres: Marguerite Duras o la perpetua referencia del «yo»

«Este amor insensato que le profeso es para mí un insondable misterio».

Marguerite Duras, El amante, 1984.

Debía ser alrededor de las nueve de la noche cuando tuve constancia de la noticia. Fue, eso lo recuerdo, a través del informativo Soir 3 de la cadena pública francesa France 3. Era el 3 de marzo de 1996, yo llevaba meses dando vueltas por distintos países de Latinoamérica y, en la pantalla, el presentador, con gesto serio, anunciaba que hacía apenas unas horas que había muerto Marguerite Duras.

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Marguerite Duras

Por aquella época yo no había iniciado profesionalmente mi trayectoria literaria, era la responsable de una agencia de noticias para Centroamérica y Sudamérica, pero, por mi formación, mi procedencia e inclinación literaria y vital, Marguerite Duras ya me había empapado hasta los huesos. Su prosa sincopada («la inventora del hip-hop», como la definió un crítico literario) llena de oscuros silencios, la perpetua referencia autobiográfica en cada una de las propuestas literarias de su ingente obra; su militancia política, su inacabable tendencia a amar y a ser amada («No hay vacaciones en el amor») pero siempre en ese marco de sentido, el sufrimiento («La confirmación de la tristeza es un consuelo»), que coordinó toda su existencia o su cosmopolitismo (de la Indochina francesa de su infancia a los suburbios parisinos) me habían marcado en lo hondo desde muy niña. Desde mucho antes incluso que recibiera el premio Goncourt por El amante en 1984, quizá desde que vi por primera vez, en un cine de barrio, una reposición de la inolvidable película de Alain Resnais, Hiroshima mon amour (1959), para la que Duras había escrito el guion. Marguerite Duras había muerto ese 3 de marzo de 1996 con 81 años, pero podía haberlo hecho mucho antes, durante la resistencia francesa a la ocupación alemana, en alguno de los frecuentes comas etílicos, por la cirrosis que padecía por su alcoholismo, por su cáncer de laringe que le dejó de recuerdo una nueva herida (una traqueotomía) o por cualquiera de sus amores entregados, extraños y confusos… La muerte, el duelo y la tristeza fueron, junto al amor (no siempre tan pleno como su anhelo ansiaba), sus compañías y también su acicate hasta aquel día, a tan solo un mes de cumplir un año más (82 ya) de resistencia.

Duras no es Duras

Duras es un apodo literario. En realidad Duras no se apellidaba Duras sino Donnadieu, pero tomó ese nombre por ser la población francesa donde su padre (profesor de matemáticas y director de la escuela municipal del pueblo cercano a Saigón, donde Marguerite nació) había comprado la vivienda que debería ser el hogar familiar donde se diera la plenitud que la chiquilla Marguerite ansiaba. Pero nunca se dio, cuando ella apenas contaba cuatro años, el padre fue repatriado a Francia, donde murió demasiado temprano de fiebres tifoideas. Su madre, con Marguerite y sus otros dos hijos, se trasladan a Duras para regresar, al poco, decepcionada y sin recursos, a la Indochina francesa, donde las cosas no acaban de ir mucho mejor. Cuando Marguerite cuenta quince años, su madre intenta asentarse, adquiriendo unos campos de cultivo en Camboya. Pero la tierra, perpetuamente inundada, no da para nada. En 1931, con diecisiete años, Marguerite deja Indochina tras completar sus estudios preuniversitarios y se traslada a Francia, arrastrando a toda su familia temporalmente a Vanves, en la periferia de París. Un año después, regresa a Indochina para volver a los pocos meses, definitivamente, e iniciar sus estudios de derecho y ciencias políticas (que compagina con otros de matemáticas y filosofía) en París. Recién licenciada, llegan la guerra y su primer amor… y su activismo en la resistencia (donde traba relación inicialmente de amistad, entre otros, con François Mitterrand o Jorge Semprún). Y llega también su primera novela, La impudicia (1943).

«Amo a los hombres, solo eso amo»

«Amo a los hombres, solo eso amo», dejó dicho en una entrevista. «Hay que amar mucho a los hombres. Mucho, amarlos mucho para amarlos», matizó por escrito. Y en su vida, amó a varios hombres, ni muchos ni pocos, tan solo los que hubo. Uno fue Robert Antelme, que conoce en 1936 y con quien contrae matrimonio tres años después. Se queda embarazada de él en 1942 y da a luz a un hijo que nace muerto. En 1944, Robert es detenido por la Gestapo (ella se libra gracias a la intervención de François Mitterrand) y es deportado a Dachau. Pero Marguerite seduce al mismo agente de la Gestapo que arrestó a su marido (y a quien Duras denunciaría tras la Liberación) y consigue que Antelme regrese. Trabajan juntos en proyectos editoriales y finalmente se divorcian en 1947. Ese mismo año, se casa con Dionys Mascolo, comunista como ella y miembro de la resistencia, con quien ya tenía una relación de amante y con el que tendrá un hijo varón, Jean Mascolo, un año después. Se separa en 1956 de Dionys y, al poco, establece una relación con el periodista Gérard Jarlot, con quien compartió inquietudes y alcoholismo en una relación de unos cinco años, hasta 1961 (Jarlot moriría cinco años después por sus problemas con el alcohol). Duras tiene entonces 47 años y pasa un largo periodo sin que se le conozcan relaciones sentimentales (al menos, oficialmente), hasta 1980, tras un periodo de seis meses de abstinencia del alcohol. Ella ya tiene 66 años, vuelve a beber y él, Yann Lemée, 28. Él es un admirador de Duras y es declaradamente homosexual. Ella le da un nuevo nombre, Yann Andréa, pasa una única noche de amor carnal con él, lo convierte en su secretario particular y vive un romance tormentoso, tierno y extraño, hasta esa mañana del 4 de marzo de 1996 en la que Marguerite Duras no vuelve a abrir los ojos.

«La más pura y completa manifestación del amor»… El incesto

Y a lo largo de toda su existencia, otro brumoso amor, quizá el más intenso, el más sostenido, fue el que mantuvo de niña por su hermano pequeño (Paul, muerto en Saigón en 1943, al no poder recuperarse de una pneumonía por falta de medicamentos). Las relaciones incestuosas, trágicas y reprimidas aparecen mucho más sutiles y sobreentendidas que explícitas (especialmente las que se pueden insinuar entre su madre y su hermano mayor), pero enormemente articuladoras en lo que podríamos llamar su ciclo de Indochina. Y cobran una especial importancia, pues el amor incestuoso parece ser concebido por Duras como la más pura y completa manifestación del amor. La muerte de su madre en 1957 parece abrirle a Duras la posibilidad de ser más franca y explícita en la manifestación, los temores y la entrega de esos particulares amores. Lo que en Un dique contra el pacífico (1950) es pura insinuación evanescente, deviene más explícito en El amante (1984) y se especifica con más detalle y liberación en El amante de la china del norte (1991). Tres obras, por cierto, absolutamente recomendables para introducirse en el universo Duras y que yo, particularmente, complementaría con una cuarta, El arrebato de Lol V. Stein (1964). Esta última obra, cautivó también a Jacques Lacan y hará las delicias de los interesados en las complejidades del amor y las pulsiones «voyeuristas». Y es que, en la obra de Duras, hay que meter la punta de los dedos de los pies con la prudencia y el arrojo del que se fuera a bañar en las aguas del Mar del Norte o en el mismísimo amor, para que luego sea la propia corriente la que se los lleve. Y adentrarse con el coraje de lo inevitable y la ingenuidad de un niño, pues, como escribió en El amante; «Este amor insensato que le profeso es para mí un insondable misterio». Un misterio como el mismísimo océano.

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