Decía Mark Twain que la historia no se repite pero rima. Pero hay rimas que se nos muestran como una involución de forma que, aunque el poema avance, una, de repente, tiene la sensación certera de que eso que se acaba de decir ya lo había oído antes y en los mismos y exactos términos, que se topa con un estribillo.
Matizando a Twain, podríamos decir que la historia no se repite pero rima y, además, lo hace con un siniestro estribillo. En su breve y asequible ensayo de 2017, Sobre la tiranía, Timothy Snyder se encargaba de recordarnos algo: cualquier derecho humano que tengamos ya asumido está siempre en riesgo inminente de ser erradicado.
Sigue leyendo…
Cuando, en junio de 2022, la Corte Suprema de EE.UU. reinterpreta el caso Roe contra Wade de 1973, anula el aborto como derecho, acaba con su regulación federal y crea una desigualdad y una discriminación al posibilitar que cada estado determine su severa restricción o su propia, simple y llana abolición del derecho (que ya no lo es, que ya vuelve a no serlo) de una mujer a abortar.
Ya en Texas, Alabama, Arkansas, Dakota del Sur o Missouri, por citar algunos, de nada vale la voluntad de la mujer ni siquiera por las circunstancias de que la concepción se haya producido por una violación o por incesto. El derecho al aborto es consecuente de los derechos a la educación sexual, al uso de anticonceptivos, a los matrimonios igualitarios y, en general, a eso que aprobó la OMS en el marco de las Naciones Unidas en 1968 y que vino a llamarse «derechos reproductivos», equiparables a los derechos humanos, por su carácter universal y no sujetos a discriminación por causa alguna (por ejemplo, ser una mujer de Arkansas o de Nueva York). Nada más efectivo para que alguien deje de andar que decapitarlo.
La sentencia de la Corte Suprema norteamericana es un estribillo aterrador cuando creíamos que nunca más volveríamos a oírlo en occidente. Cuando creíamos que ese perverso verso había sido definitivamente tachado, justamente borrado, trabajosamente olvidado al proclamar una mujer: Ninguna mujer puede llamarse libre si no está en posesión y control de su propio cuerpo. Esa mujer fue Margaret Sanger y lo dejó escrito en 1920 en su obra Woman and the New Race prologada por Havelock Ellis. Tachar el bárbaro estribillo no fue cosa fácil. Nada fácil.
¿Quién era Margaret Sanger?
Margaret Sanger, de soltera Margaret Higgins, nació en el Estado de Nueva York el 14 de septiembre de 1879. Hija de un padre irlandés librepensador (y alcohólico) y de una madre también irlandesa y católica practicante, la experiencia vital de su propia madre marcaría el objetivo de la vida de Margaret.
Así, los dieciocho embarazos de su madre con once hijos que llegaron a ver la luz, sus fatigas sometidas a las exigencias de su prole en una pobreza extrema y su temprana muerte por causa de la tuberculosis graban en Margaret lo imborrable: el que una mujer pueda conquistar su autonomía reproductiva y con ello las riendas de su existencia.
Su vocación de estudiar medicina se queda (los recursos no dan para más) en estudios de enfermería y, en 1902, contrae matrimonio con un arquitecto de ideología anarquista, William Sanger, con quien, por cierto, tendría tres hijos.
El activismo empieza a modelar su biografía. La tragedia del incendio en la fábrica de camisas Triangle Waist Co. acaecido en 1911 en el que perecen 146 personas (de ellas 126 mujeres) cuando los capataces habían bloqueado las salidas de emergencia para evitar cualquier esparcimiento de los empleados, la comprometen y le dan una primera notoriedad en la defensa de los derechos de los trabajadores.
Los estragos que ve como enfermera atendiendo a millares de mujeres que se han intentado practicar ellas mismas un aborto la empujan a implicarse activamente escribiendo artículos en la revista socialista The Call. Su primer artículo, What Every Girl Should Know («Lo que toda chica debe saber»), hace que su columna sea prohibida por mencionar términos como «gonorrea».
Lejos de amilanarse, Margaret funda en 1914 su propio periódico, The woman rebel («La mujer rebelde»), y allí se dispone a volcar toda la información que posee sobre métodos anticonceptivos y acuña una expresión que, por aquel entonces, era impensable: «control de natalidad».
Su actividad choca con la ley Comstock, que prohíbe expresamente cualquier información sobre sexualidad, anticonceptivos o profilácticos por «obscena». Margaret es detenida y acusada con una pena por la que podía haber cumplido 45 años de cárcel. En el tiempo que tuvo para preparar su defensa, escribe Familiy Limitation, en el que explica los métodos anticonceptivos utilizados en Europa (desde el condón hasta el diafragma de caucho) de los que en EE.UU. solo tienen noticias las familias pudientes. Después, y para evitar el juicio, huye a Gran Bretaña, pero su marido es detenido por distribuir el texto.
En Europa, amplía su formación y mantiene su activismo por hacer comprender que cualquier tipo de igualdad y de liberación pasa porque la mujer tenga el control sobre su propia capacidad de engendrar.
La máxima figura internacional en planificación familiar
Un año después, regresa a EE.UU. luego de haberle perdonado la condena y busca el apoyo del feminismo y de las sufragistas, que resulta discutido, pese a ser ya una figura pública de primera línea.
Su hija pequeña, Peggy, muere de neumonía. En 1916, a pesar de encontrarse sumida en un severo duelo, ni siquiera esto le impide abordar otra gesta pionera: abre en Brooklyn, en el número 46 de la calle de Amboy, la primera clínica de control de la natalidad, donde trabajará como enfermera junto a su hermana, Ethel. Diez días consigue estar abierta la clínica antes de ser clausurada por la policía de Nueva York, que detiene a las cuatro trabajadoras que ejercían. Margaret es condenada a 30 días de cárcel y sobreviene el escándalo público. A partir de ahí, su labor y su proyección social en estas materias son ingentes y la colocan como la máxima figura internacional en planificación familiar.
En 1922, funda la Liga Americana para el Control de la Natalidad, que amplía los objetivos, más allá del uso normalizado de anticonceptivos, en la desaceleración de la superpoblación mundial, erradicar el hambre y la pobreza sistémica. Poco a poco, ella, Margaret Sanger, va doblando las férreas e irracionales desigualdades, de forma que sus ideas vayan siendo aceptadas popularmente, no solo por la retrógrada sociedad norteamericana, sino por un mundo que empieza a ser su terreno de batalla. Pero nada estaba todavía ganado en su propia casa pues las leyes norteamericanas y las iglesias cristianas seguían teniendo una influencia y un poder de coartación enorme.
En 1933, sus libros, junto a los de Freud, Havelock Ellis o Hirschfeld son quemados en la Alemania nazi aunque, en 1936, finalmente, consigue que un juez anule en EE.UU. la catalogación de los anticonceptivos como «material obsceno». No fue, sin embargo, hasta 1970, cuatro años después de su muerte, que en EE.UU. se consiguió que las familias tuvieran acceso a los anticonceptivos bajo prescripción médica.
En 1952, su contribución había sido determinante para crear en India la Federación Internacional de Planificación Familiar (IPPF) que establece los actuales principios (y que ahora se cuestionan) sobre la salud sexual y reproductiva, sobre el aborto inducido integrado en la sanidad pública y el libre acceso universal a los anticonceptivos. Aquejada ya por los padecimientos de la tuberculosis que la acompañaron durante toda su vida, el último suspiro de Margaret fue el que facilitó la creación y difusión de la píldora anticonceptiva.
Hasta después de su muerte, Margaret sigue molestando…
En julio de 2020, hace apenas un rato, la actual directora de Planned Parenthood of Greater de New York anunció que retiraba el nombre de Margaret Sanger del centro por sus presuntas relaciones con el movimiento eugenésico y sus inclinaciones racistas. A pocos se les oculta que esa acusación formaba ya parte de la campaña contra el derecho universal de las mujeres al aborto. Hay mujeres libres y luego hay mujeres que, además de eso, consiguen liberar a las demás. Margaret Sanger fue una de esas pocas que, hasta muerta, sigue incordiando a aquellas que solo saben ver con claridad en el oscurantismo. En su memoria y en el recuerdo de que nunca deja de estar en peligro cualquier cosa que haga del mundo un lugar menos estúpido y bárbaro, he escrito estas líneas.