Mujeres libres

Mujeres libres: Kim Bok-dong, la testigo

El infierno nos ha enseñado que una de las pocas motivaciones que mantienen a una persona sujeta a la necesidad de sobrevivirlo es la imperiosa necesidad de devenir un testimonio. De alcanzar la condición de testigo. De atestiguar los matices horripilantes y vulgares del horror, de ser su concienzudo cronista, su estricto relator. Esa particular motivación de testimoniar exige algo que posibilita la existencia en donde ninguna existencia es posible: un distanciamiento, un volverse «excéntrico», un estar inmerso pero no de aquella manera particular que Bataille caracterizaba propia de los animales como un «estar en el agua como el agua».

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El testigo, en su obligación de testificar, está en el agua, se empapa, se cala hasta los huesos pero a la vez está fuera, extrañado, no es el propio agua sino su observador externo.

Un ejemplo paradigmático de esta estrategia testimonial del que está sumergido en el exterminio es Primo Levi, otro es Kim Bok-dong. Si en el primero el infierno que había que certificar notarialmente fue Auschwitz, en la segunda lo fueron las llamadas «casas de consuelo» que los japoneses establecieron a lo largo de Asia, antes y durante la II G.M.

Kim Bok-dong y las «casas de consuelo»

La historia biográfica de Kim Bok-dong es tan sencilla y concreta como sobrecogedora. Nacida en la ciudad surcoreana de Yangsan en 1926, con apenas catorce años y estando Corea del Sur bajo el dominio bélico de Japón, es reclutada a la fuerza para «colaborar» en el esfuerzo de guerra del Ejército Imperial Japonés.

Unos soldados se presentan en casa de sus padres y hacen firmar a su analfabeta madre un consentimiento para que la chiquilla vaya a trabajar por un periodo indefinido a una fábrica de confección de uniformes militares, cuya ubicación no se determina. Se le promete que, cuando esté en edad de desposarse, será devuelta a la familia. Nunca, ni la devolución voluntaria ni el casarse sucederían.

La empresa textil no existe como tal: Kim Bok-dong va a ser una más de las mujeres que conformarían lo que vino eufemísticamente en llamarse «casas de consuelo» o «estaciones de consuelo». En estos centros, la tarea asignada a las chicas era la de realizar trabajos sexuales forzados para la soldadesca nipona, durante jornadas que solían extenderse desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, con exigencias de rendimiento que solían situarse en alrededor de entre setenta u ochenta hombres al día.

La niña Kim Bok-dong abandona su casa, embarca en Busan con destino a la ciudad japonesa de Shimonoseki, de allí a Taiwan y, tras varios traslados más, finalmente desembarca en la provincia de Cantón (China). Allí es inspeccionada por médicos y, al poco, es violada por primera vez.

Tras la violación se reúne con otras dos chicas que han pasado por lo mismo e intentan la primera alternativa que ofrece el infierno: el suicidio. Con unas monedas que su madre le había entregado, compra una botella de kaoliang, (licor de sorgo con una graduación cercana al 60% de alcohol) y entre las tres niñas se la beben. Kim Bok-dong pasa diez días en coma antes de volver a ser reintegrada a la siguiente violación seriada.

Es en ese momento en el que decide que debe sobrevivir, que debe ser una de las pocas mujeres que sobreviva al horror para testimoniar, para ser su testigo. Cuando regresa a su hogar familiar tras la derrota de Japón y haber pasado por decenas de estaciones de consuelo, pregunta a su madre: «¿Cuánto tiempo ha pasado?».

Ocho años, Kim Bok-dong tiene ya 22, es estéril, tiene innumerables lesiones internas y múltiples laceraciones genitales que han sido una y otra vez recosidas por los médicos ginecólogos que la atendían tras cada jornada, pero ella lo calla. El infierno deja otro estigma, como le sucediera a Primo Levi, a Jean Améry o a Paul Celan: la culpa de haber sobrevivido al infierno. No será hasta años después que le confiese a su madre lo que había sucedido y no será hasta cumplir los sesenta que haga público el relato del horror, que pueda ejercer lo que le permitió sobrevivir: su condición de testigo.

Una disculpa, eso sería suficiente

La principal diferencia entre una víctima y un victimista es que la primera solo aspira a una cosa: que lo que a ella le ha sucedido no le suceda nunca más a nadie. Que nunca más vuelvan a darse las condiciones de posibilidad. Mientras, un victimista es un sujeto que realiza su identidad y consolida su negocio gracias a lo que presuntamente le oprime, con lo que implícitamente, si las condiciones de posibilidad desaparecieran, también desaparecería su justificación de ser, su posibilidad de darse notoriedad y la de mantener el tenderete. En la víctima hay una realidad insoportable, en el victimista una proyección rentable. La víctima no obtiene, no puede obtener nunca, de su trágico destino un beneficio, y el victimista solo busca el beneficio en su presunta victimización.

Kim Bok-dong sacude al mundo explicando lo que le sucedió a ella y a otras 200 000 niñas coreanas, filipinas, chinas o indonesias con nacionalidad neerlandesa. Presionado, el gobierno japonés realiza el 4 de agosto de 1993 la Declaración de Kono en la que reconoce lo sucedido pero sin solicitar perdón por lo sucedido. Cuando a Kim Bok-dong le preguntan lo que espera obtener de su testimonio, ella, que siempre habla en plural, que nunca es ella, responde: «Una disculpa por habernos arrastrado y hacernos sufrir. Una disculpa formal. Ellos deberían decir: Lo que hicimos estuvo completamente mal, y corregiremos nuestros libros de historia. Nos disculpamos sinceramente».

Ocho años de violaciones continuadas, de palizas, de vejaciones, de secuelas que le impiden contraer matrimonio, tener descendencia o poder comer sin notar una insufrible quemazón en su estómago… y lo que pide la víctima es una disculpa para poder perdonar. Ni dinero ni fama ni galardones a su persona. Una disculpa, eso sería suficiente.

Hacer de la esclavitud la libertad de poder testimoniar

El 28 de enero de 2019, con 92 años, fallece Kim Bok-dong. El restaurante de pescado que regentaba en Busan cierra las puertas. Su concurrida comitiva fúnebre se detiene un momento, como en todas las anteriores manifestaciones,  frente a la embajada de Japón en Seúl. Los asistentes llevan adornos de mariposas amarillas como símbolo de las víctimas de esclavitud sexual. De las ianfu, de las wianbu, de aquellas mujeres, como Kim Bok-dong, que hicieron de su esclavitud la libertad de testimoniar por aquel genocidio, uno más, de todas las mujeres de consuelo que nunca obtuvieron consuelo.