Mujeres libres

Mujeres libres: Isabel Grameson, el amor y el viaje

Orfeo está devastado a orillas del río Estrimón. Eurídice, su esposa, ha fallecido por la picadura mortal de una serpiente. Su canto sobrecoge el mundo entero y a todas las criaturas mortales y celestiales que en él habitan. Es entonces, atormentado por la pérdida, cuando Orfeo toma una heroica decisión: iniciar un viaje. Descenderá hasta el mismísimo infierno para recuperar a Eurídice de entre los muertos. Los peligros y las insuperables pruebas son incontables en el viaje y Orfeo solo tiene su determinación y su lira. El último de los peligros va a ser el intentar convencer a los insobornables Hades y a Perséfone de que le dejen regresar a la vida con Eurídice.

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Mujeres libres

Imagen extraída de Saint-Amand-Montrond/Riobamba

Su insondable tristeza y su infinita habilidad con el canto obran lo imposible: los soberanos de los infiernos acceden a condición de que no vuelva la mirada sobre su amada hasta que ella esté ya completamente bañada por los rayos del sol. El final es conocido. Los amantes inician su ascenso pesarosamente por las intrincadas rampas, cuevas y recovecos del camino. En ningún momento Orfeo, pese a los gritos desgarradores que se escuchan, pese a las innumerables apariciones de demonios hostiles, vuelve su mirada sobre Eurídice. Cuando alcanza al fin la luz tras las tinieblas y cree que Eurídice también lo ha hecho completamente, gira ansioso la mirada sobre su rostro sin percatarse de que todavía el pie izquierdo de su amada no ha abandonado la oscuridad. Eurídice vuelve a caer, irremisiblemente y por toda la eternidad, a los abismos del averno.

Isabel Grameson y Jean Godin  

Infinitas son las lecturas de esta leyenda y de las miles más que relacionan el amor con un viaje de características particulares: un viaje lleno de riesgos, de pérdidas, de vicisitudes, un viaje a lo más profundo e inquietante, un viaje largo, inacabable, en el que nunca se vislumbra el destino ni se tiene siquiera claro si este existe.

No es difícil suponer que es un viaje odiseico que deviene la metáfora del adentrarse en la propia sustancia, en la propia senda y en el devenir del amor, que es lo mismo que adentrarse en lo más profundo e inquietante de uno mismo. Un viaje que puede ser real o que, en cualquier caso, se emprende metafórica pero irremediablemente en el mismo momento que alguien pronuncia un «te amo». Un viaje que es la existencia en sí misma, el devenir del sujeto existente en cuanto sujeto que ama. Isabel Grameson es un ejemplo real de eso: de la persona que, en este caso, de manera literal, emprende un imprevisible y aterrador viaje en, desde y por amor.

Criolla (de ascendencia, por tanto europea), nacida en Riobamba, en el actual estado de Ecuador, en 1728, su carácter es alegre, despierto y educado. Sus padres, que forman parte de la élite funcionarial, se encargan de proveerle una refinada educación que, por ejemplo, le permite expresarse con soltura e indistintamente en quechua y en francés.

Es en 1741 cuando un geodésico francés, Jean Godin des Odonias, que cuenta con 28 años y que llegó en una misión científica a Quito cinco años antes, conoce a Isabel y queda perdidamente enamorado de ella. Él le dice «te amo», ella le dice «te amo».

El acto fundacional, el inicio del viaje, se instaura y ambos se desposan, pese a la diferencia de edad y de cultura, ese mismo año de 1741. De la unión nacen varios hijos que no sobreviven a la extremada dureza del entorno y a las continuas infecciones. Jean Godin e Isabel (a la que ya se le conoce con su nombre castellanizado de casada: Isabel Godín) se instalan en Riobamba y se sustentan como pueden de los escasos ingresos que él consigue como recaudador de impuestos y de un pequeño comercio.

Acuciado por la precariedad y tras tener noticias del fallecimiento de su padre, Jean Godin acuerda con Isabel, el 10 de marzo de 1749, desplazarse el solo para preparar el traslado de Isabel y su nuevo retoño a la Guayana francesa, con intención de partir desde allí hacia Francia.

Cuando Jean consigue llegar con enormes dificultades a la isla de Cayena, en 1750, empieza a realizar los trámites para poder viajar y pedir asilo para él y su familia en Francia. Pero algo inesperado sucede. Los trámites se dilatan, no consigue obtener de las autoridades el salvoconducto, pero, además, no puede abandonar, por la situación bélica, la Guayana e Isabel no puede iniciar el viaje que le llevaría a su encuentro. Esta situación dura quince años.

El viaje hacia los infiernos de Isabel por amor
1768. Dieciocho años después de la partida de su esposo. Isabel, que ha perdido a su última hija a causa de la viruela, toma una decisión. Bajar a los infiernos. Emprender un viaje que implica cruzar el continente de oeste a este atravesando nada menos que la Amazonía.

A ella se le unen sus hermanos, Antonio y Juan, su padre Pedro Manuel,  su sobrino, el hijo de Antonio, Martín, su sirviente personal Joachim, tres sirvientas más, treinta y un indígenas conocedores de la zona y tres franceses que anhelan regresar a Francia. En total, 43 personas. De todas ellas, solo una alcanzaría su destino: Isabel.

Nada más partir, constatan que una plaga de viruela asolaba la zona. Su primera parada, tras nueve días de viaje, es la misión de Canelos. Al llegar allí, la inmensa mayoría de sus habitantes han muerto por la epidemia. Intentan embarcarse para navegar a través del rio Bobonaza, pero el trayecto deviene un insufrible tormento. Isabel hace regresar a su padre a Riobamba para que este solicite ayuda. En el siguiente intento por continuar por el cauce fluvial, los naufragios son continuos y deciden seguir a pie. Una tortura que les obliga a improvisar un campamento y a decidir que Joachim se adelante para intentar retomar la ruta que les vuelva a cercar al río. Pasan los días, pasan las semanas, el tiempo deviene interminable. Joachim no regresa, empiezan a deambular y a regresar al campamento y las fiebres, las picaduras de insectos, los ataques de las fieras así como las deserciones de los aterrados acompañantes que siguen en pie, van acabando con todos los viajeros, uno detrás de otro.

Dos días son los que convive Isabel, la única superviviente, en lo más intrincado de la jungla con los cadáveres de su familia y sus allegados. Finalmente, extrae de los fallecidos los enseres que cree pueden serle de alguna utilidad en el inframundo y emprende ella sola un último y desesperado errar a pie.

Cuando, tiempo después, Joachim, que ha logrado mantenerse vivo, logra localizar los restos del campamento, solo encuentra restos de decenas de cadáveres irreconocibles. Regresa al origen y notifica el fallecimiento de todos los miembros de la expedición.

Jean Godin tiene noticias, a través del padre de Isabel, de la terrible situación. Mientras, Isabel deambula, presa de las fiebres, con el cuerpo marcado de por vida por las heridas, las pústulas y las picaduras hasta que, casualmente, vuelve a toparse con la orilla del río Bobonaza. Allí desfallece y, al poco, es descubierta por cuatro indígenas que la trasladan a Cayena.

Juntos, en Francia, hasta que la muerte los separe…

El 22 de Julio de 1770, dos años después de su partida y casi veinte y un años después de haber visto a su esposo, se reencuentran ambos en Saint- Georges-de-L’Oyapock. Tres años después, parten juntos hacia Francia para instalarse en una pequeña población del Valle del Loira de nombre Saint-Amand-Montrond.

La vida les dará más o menos el mismo tiempo para vivir juntos que el que estuvieron separados. Cuando Jean Godin fallece, en marzo de 1792, Isabel tarda apenas unos meses más en dejar este mundo. Quién sabe si esos meses antes de morir fue el tiempo que tardó en decidirse en emprender un nuevo viaje para volver a encontrarse con su amado. En cualquier caso, de ese viaje, no sabemos nada, pues solo en la historia de la humanidad un mortal ha sido capaz de regresar para contarlo: Orfeo, aquel que partió a los infiernos para encontrarse con su adorada Eurídice.