«¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué tuve que vivir? ¿Por qué no apagué en ese instante la llama de vida que tú tan inconscientemente habías encendido?». Así reniega la criatura de su creador y del destino que le ha otorgado, al principio del capítulo octavo en la obra Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Y hay dos cuestiones particularmente inquietantes en eso: por un lado, el que un ser humano pueda ser creado siguiendo un diseño completamente predeterminado por otro (algo que debería sobrecogernos en estos tiempos en los que las tecnologías convergentes nos colocan a las puertas de esa posibilidad) y, por otro lado, el que el sujeto creado tenga «demasiado cerca» a su creador, de forma que pueda pedirle cuentas por haberlo entregado a su capricho a la existencia. La ambivalencia entre el «Gracias por darme a la vida» y «¿Por qué has tenido que lanzarme a esta miserable existencia?» es una tragedia con la que todos, en algún momento puntual, hemos lidiado. Por ejemplo, a la hora de mirar a los ojos a nuestros padres. Aunque el cariño, los afectos, la buena voluntad que se les supone suelen solventarla. Pero ¿qué sucedería si nos consideráramos no el fruto más o menos azaroso y autónomo del amor de dos personas, sino un proyecto meticulosamente calculado, un producto creado y diseñado en sus más mínimos detalles, sin posibilidad por tanto de libertad individual o albedrío? Muy posiblemente reaccionaríamos con la furia de la criatura, con la del monstruo de Frankenstein que se rebela contra su caprichosa y programada gestación. Sostienen los teólogos que quizá, para evitar eso, los dioses, los aparentes responsables últimos de nuestra existencia, siempre se deben encontrar a una «media distancia», pues si su distancia de nosotros fuera excesivamente lejana, simplemente no los consideraríamos, no existirían en cuanto a ninguna forma de presencia. Pero si su distancia fuera muy corta, muy cercana y su manifestación constante, entonces serían pura presencia de la que no podríamos nunca desembarazarnos, de la que no podríamos arrancarles un mínimo de libertad y autonomía… y que podríamos, además, exigirles rendir cuentas. Con las madres puede pasar lo mismo que con los dioses; demasiado lejos, desarticulan nuestro proceso de subjetivación, pero demasiado cerca, nos lo imposibilitan. El propósito de generar un ser humano nuevo, superior, mejorado, no es algo que se haya iniciado ahora con el post y transhumanismo, ha sido un propósito que nos ha acompañado siempre y que se acrecentó a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX con el apoyo a una política social que vino en llamarse «eugenesia» y que propugnaba la mejora, como intentamos hacer con una lechuga iceberg o una oveja merina, de la especie humana, por una planificada y optimizada selección de los factores genéticos, biológicos y del medio que conforman a un ser humano. La historia que viene a continuación es, como la de Pigmalión o la de Víctor Frankenstein, una historia de terror pero también épica: la de la construcción programada de una de las criaturas más sorprendentes que conoció nuestra cultura a principios del siglo XX.
El plan de una madre: La «aurora» de un nuevo amanecer
Todo en Hildegart comienza no con ella sino con Aurora, su madre. Más que posiblemente aquejada de delirios megalomaníacos y de rasgos psicopáticos, esta señora, de muy acomodada posición en la sociedad de Ferrol y contrastada solvencia intelectual, solo encuentra un sentido a su existencia: la creación de un ser humano, una mujer en concreto, que habrá venido al mundo para redimir a todas las mujeres de la opresión social. Un nuevo Mesías encarnado en mujer que lavará para siempre los estigmas que han pesado sobre las mujeres. Ni más ni menos. Aurora inicia su asombroso programa eugenésico planificando meticulosamente la elección del factor que menos puede controlar: el genético. Tarda años en escoger al que será el padre de Hildegart hasta que, finalmente, encuentra al donante oportuno: un sacerdote militar de Lérida, apuesto, inteligente y sano. Su condición de sacerdote no es casual; no se atreverá a ejercer derecho alguno de paternidad sobre el recién nacido. La maquinaria de Aurora se ha puesto en marcha, se anuncia la «aurora» de un nuevo amanecer. Hildegart nace el 9 de diciembre de 1914 en Madrid y es, como había sido previsto, una niña. Todo lo planificado durante décadas para ella, en cuanto al medio y la cultura, va a ser ejecutado milimétricamente y aplicado de manera quirúrgica y racional hasta en los más nimios detalles. Con dos años, Hildegart ya lee con soltura gracias a la férrea disciplina de su creadora; con tres, escribe sin ninguna dificultad; a los ocho, maneja fluidamente entre cuatro y seis idiomas; y con diecisiete, se ha licenciado con honores en Derecho y se matricula en Filosofía y Letras y en Medicina. Afiliada desde los catorce al Partido Socialista, deviene un miembro extraordinariamente activo hasta que, pocos meses después, cuando su ideología anticipatoriamente progresista le desencanta, pasa a militar en el Partido Federal. Pero ella no es política de vocación; entiende la política como el territorio de servicio público desde el que ejercer la redentora función que le encomienda su madre, aunque fija ya, desde muy temprano, un campo de lucha mucho más específico y que entiende más liberador para la mujer y para toda la humanidad: el hecho sexual humano. La Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas fue un movimiento surgido en 1928, cuando Hildegart contaba con catorce años, y liderado por los más reconocidos y expertos mundiales en el estudio de nuestra condición sexuada: el sexólogo y médico alemán, Magnus Hirschfeld, el también sexólogo y médico británico, Henry Havelock Ellis, y el psiquiatra y entomólogo suizo, Auguste Forel. Entre los objetivos de esta asociación: la igualdad de libertades de hombres y mujeres en materia económica y sexual; reformas tendentes a eliminar la iglesia de los acuerdos de matrimonio y convivencia en pareja; acceso a los controles de natalidad; protección de las madres solteras o de los hijos considerados ilegítimos; educación y salud sexual universal y gratuita; consideración de las minorías sexuales (no como rasgos exclusivamente patológicos o pecaminosos sino opcionales); o la consideración de que lo que sucede en materia sexual entre dos adultos que consienten y acuerdan es un acto privado en el que nada tienen que interferir los sistemas públicos de control y represión. En España, la Liga Mundial para la Reforma tuvo su propia delegación nacional dirigida por el prestigioso científico y humanista, el doctor Gregorio Marañón. El emplazamiento de la revolución Hildegart estaba construido. Hildegart escribe en perfecto alemán e inglés a Hirschfeld y Ellis exponiéndoles sus ideas y estos quedan fascinados tanto por lo avanzado y liberador de sus planteamientos como por la propia personalidad de la chiquilla a la que, desde entonces y por su doble condición de inmaculada y progresista, Ellis le da el sobrenombre de la «virgen roja». Es nombrada secretaria de Gregorio Marañón y deviene en meses uno de los miembros más comprometidos y afilados de la Liga. Publica dieciséis monografías sobre temas de sexología y, una de ellas, Profilaxis anticoncepcional se convierte en un insólito bestseller. Entre sus catorce y dieciocho años, publica una veintena de libros exponiendo sus sorprendentes tesis que han maravillado a medio mundo, incluida por supuesto a la sociedad española o a personajes como el escritor británico H. G. Wells, que le propone, en un intento baldío de alejarla de la tiránica presencia de su madre, ser su secretaria personal y que le acompañe a Inglaterra. Hildegart, esta niña genial y rompedora, tiene el mundo rendido a sus pies. Pero Aurora se revuelve: cree que pierde influencia y control sobre su creación. Cuando la jovencita cumple dieciocho años, su actividad es frenética; no cesa de escribir y dar conferencias por medio mundo y su mensaje de redención está calando. La gente se vuelve loca por estar a su lado, por oírla hablar, por estrecharle la mano. Pero la chiquilla, construida por una diabólica psicópata para ser una mujer libre, no puede alcanzar ni el desarrollo de su feminidad ni la libertad; la opresión, la vigilancia y el control enfermizo de Aurora se acrecientan de manera que Hildegart empieza a comprenderse como una simple muñeca, un títere a la merced de una mano que solo supo imprimirle exigencias sin el menor cariño o respeto. Y se rebela modestamente fijando su mirada en un joven escritor socialista o, quizá, en un desconocido y emergente escultor. Algo todavía peor que la autonomía de Hildegart se instala en el delirio de Aurora; la posibilidad de que ame a alguien que no sea ella. Aurora recluye forzosamente a su hija en su casa y arranca el teléfono. La situación entre las dos deviene insostenible.
El epitafio de una mujer que quiso liberar sexualmente a todas las mujeres
Hacia principios de mayo de 1933, Aurora compra una pistola en el Rastro. Sube a la azotea del edificio y se oye un disparo. Después confesaría que tenía previsto suicidarse, pero es más que probable que solo pretendiera probar el arma. El 26 de mayo de 1933, cuando Hildegart no ha cumplido aún 19 años, y según consta en su declaración, Aurora envía a la criada a pasear a los perros y se dirige al dormitorio donde duerme su hija. Tras abrir la puerta con la llave, se aproxima a la cama y dispara tres tiros sobre el rostro de Hildegart y uno sobre el pecho, a la altura del corazón. Poco después, se entrega a la policía. El cuerpo sin vida de la chiquilla es expuesto en la capilla ardiente del Partido Federal y pasan a rendirle un último adiós miles de ciudadanos. Los embalsamadores no han podido disimular los efectos de los disparos en su rostro, lo que acrecienta el horror de los asistentes. Aurora es condenada a veintiséis años de reclusión en el psiquiátrico de Ciempozuelos, de los que cumplirá veinticuatro; fallece a finales de 1955 con setenta y siete años y es enterrada en la fosa común del Centro. Cuando, antes de morir, un periodista le preguntó por el motivo de su crimen, cuentan que ella respondió con total tranquilidad: «El escultor, tras descubrir la más mínima imperfección en su obra, la destruye». Ese podría ser el epitafio de Hildegart, esta maravillosa criatura, que como Prometeo, quiso liberar sexualmente a todas las mujeres entregándoles su propio fuego, pero que nunca pudo llegar a desplegar su propia sexualidad ni a alcanzar su propia libertad ni tan siquiera maldecir a su creador.