Mujer en la Historia

Mujeres libres: George Sand, la mujer que supo llevar los pantalones (y quitárselos también)

Hay personajes tan poderosos que son capaces de hacerle sombra hasta a su propia obra. Al Dalí escritor, por ejemplo, le pasó por encima el Dalí pintor junto al personaje público, locuaz, excéntrico… Y, sin embargo, aunque este sea un juicio arriesgado, posiblemente fue todavía mejor escritor que pintor (de eso él no tenía muchas dudas). El pintor Victor Hugo fue completamente ninguneado por el escritor de justificado éxito Victor Hugo, pero como pintores, pocos son en el romanticismo más poderosos y anticipativos que él. A George Sand también le sucedió un poco lo mismo; su poderosísima personalidad y su arrojo social hacen que la inmensa mayoría sepamos que fue escritora, que se vestía de hombre, que adoptó un pseudónimo literario masculino y que fue amante de Chopin… Pero de su producción literaria, que fue ingente aunque de calidad cuestionada (cerca de 100 novelas, 25 obras de teatro, 40.000 cartas y un sinfín de artículos de opinión), quizá recordemos por estas tierras, si acaso y por eso de la cercanía, una propuesta menor como fue “Un hiver à Majorque” (“Un invierno en Mallorca”) en la que relata su vivir y su sinvivir con Chopin.

George Sand, la reapropriación de una misma

Su nombre de bautismo fue Aurore Lucile Dupin, cuando nació allá por 1804 en París. Huérfana de padre a los cuatro años, un apuesto oficial aristocrático de las tropas napoleónicas, su educación pasa a manos fundamentalmente de su abuela; «la soberana de las tierras de Nohant». Y con dieciocho años, esta belleza morena, racial y tempestuosa hace lo que se espera de ella: se casa con un barón, Casimir Dudevant, con el que tendría sus dos únicos hijos, Maurice y, cinco años después una hija, Solange, reconocida por Dudevant pero posiblemente hija de uno de los amoríos de Aurore. En eso es en lo que se ocupaba Aurore, pero no es lo que sería George Sand.

Es curioso como la vida nos empuja hacia aquello que Heidegger llamaría la «impropiedad», lo que no es propio de la particularidad de darse al ser de una persona concreta, y cómo ello deriva en ocasiones, en muy pocas ocasiones, la tarea titánica de recuperarse para uno mismo, para su «propiedad», arrancándose de lo establecido. Ese proceso de reapropiación de lo que es uno mismo, ese ejercicio traumático y fogoso de la libertad individual,  posiblemente empieza para Sand cuando, en 1831, se separa de su marido y marcha con sus dos hijos a París. En el espíritu de un romanticismo tardío, con su vértigo y su exceso, es en donde George Sand encuentra su espacio, se reconoce a ella misma. De su encuentro con el joven Jules Sandeau, a quien acaba agotando física, intelectual y sexualmente, surge una novela a cuatro manos y su apodo; Sand.

George Sand adopta ya la vestimenta masculina, los modos varoniles y hasta el fumar, pero sin renunciar nunca, ni durante un instante, a una femineidad desbordante y a una heterosexualidad erótica que ejerce siempre que algún varón se acerca a su dominio. Una mujer vale tanto como un hombre y si se nos considera menos y se limitan sus aspiraciones es, simplemente, por una cuestión cultural, estética, cosmética; la mujer como concepto minusvalorado no nace, se hace (¿suena hoy ese argumento?). Un argumento no excesivamente escrito por ella (y quizá mejor así porque sus ideas sobre el feminismo si bien valientes no fueron tan arrojadas ni incisivas como su vida) pero que fue ampliamente respaldado su propia valentía existencial.

L’amour fou con Musset y otros amantes…

Y llega, otros amantes mediante, Musset. Es el verano de 1833 y los dos personajes, febriles, furiosos, infieles, se trasladan a Venecia para protagonizar una de las historias de «amour fou» más célebres de la literatura francesa. Entre fervores pasionales, ella enferma de disentería y él intenta, mientras, no dejar veneciana sin tocar. Luego, él entra en una crisis nerviosa y ella se acuesta con el médico que lo trata. Cuando Sand propone arreglar la cosa a tres, Musset se desquicia, se descoloca, de forma que las pasiones y la desesperación, los grandes y únicos valedores de la relación, desbordan cualquier tipo de entendimiento. Un abogado de clase alta sirve a George Sand como consuelo, el mismo que le ayudará años más tarde a mantener la propiedad sobre sus tierras de Nohant que pertenecieran a su abuela.

Su relación con Chopin

1837. Chopin, seis años menor que ella (como también Musset), es embestido como una hoja seca por un mercancías por la pasión arrolladora de Sand. Se conocieron en un concierto de Lizst en 1836. Al verlo, Sand pensó que Chopin parecía una jovencita y él que ella no parecía precisamente una mujer. El invierno de 1838 lo pasan juntos en compañía de los hijos de Sand en Mallorca, primero en Son Vent y luego en dependencias del monasterio cartujo abandonado de Valldemosa. La frágil salud de Chopin, su temperamento melancólico y su afición por meter las manos más en las teclas del piano que en el trasero de Sand debilitan hasta la imposibilidad la relación. Chopin muere en 1849 y Musset ocho años más tarde, pero a George Sand le queda mucha vida… Por ejemplo, el artista de grabado, Alexander Manceau, amigo de su hijo al que acabará nombrándolo su secretario.

Los finales de una mujer arrolladora: la bonne dame de Nohant

Son tiempos ya en los que en las corrientes literarias, el realismo costumbrista va arrinconando el furor del romanticismo. Y Sand, que siempre ha pivotado en el eje, se amolda. Pierre Leroux, el filósofo y político figura clave en la emergencia europea del socialismo, aparece en su vida como una particular forma de amistad, aportándole compromiso social, serenidad y la sensatez afectiva que hasta ahora le resultaba ajena. El 8 de junio de 1876, George Sand muere en sus dominios de Nohant. Durante sus últimos días, ha vivido dedicada al campo, cultivar sus amistades y ayudar a los campesinos de sus tierras con parte de sus derechos de autor, lo que le valió por aquellas tierras el apodo de  «La bonne dame de Nohant» (La buena señora de Nohant). Un ejemplo más de que los humanos no estamos fijados en nada ni somos inequívocamente a lo largo de toda nuestra existencia de una sola manera: que nuestra identidad, nuestros deseos y nuestra sexualidad son plásticos, dinámicos y solo exige la valentía de no dejarse arrastrar por lo que de nosotros se espera. George Sand fue otra lección sobre esto pindárico de «atreverse a ser una misma»; una mujer que supo llevar los pantalones (y también supo cuándo quitárselos…).

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