Día del Patriota de 1966 en la ciudad de Boston. Ese 19 de abril el día amanece soleado y todo parece propicio para celebrar una competición atlética que, en aquel momento, empieza a obtener repercusión internacional: la maratón de Boston.
Bobbi Gibb
La salida se da a la hora convenida y, sin que apenas nadie lo perciba, un corredor, con una sudadera azul con capucha que le cubre la cabeza y bermudas beige, surge desde los arbustos que rodean la línea de salida y se incorpora hacia la mitad del grupo de corredores. No lleva dorsal.
Llega a meta en tres horas, veintiún minutos y cuarenta segundos, alrededor del puesto 125 de los 415 participantes que habían tomado la salida. Nada remarcable, salvo que en esas aproximadas tres horas y media la historia ha cambiado. Durante el largo trayecto, el esfuerzo y la temperatura ambiental le han obligado a quitarse la sudadera. Esa persona nunca debería haber estado allí…
La maratón de Boston y la ciencia
La maratón de Boston era una prueba exclusivamente reservada, entre 1966 y 1972, para los hombres. Las pruebas científicas (tantas veces usadas como excusa) avalaban la discriminación: una mujer no podía físicamente correr esa distancia. Sus cuerpos estaban preparados para resistir un máximo de dos kilómetros y medio y, de superar esa distancia, sus organismos colapsarían: las piernas le crecerían, la musculatura deformaría sus cuerpos, la testosterona asociada al esfuerzo les haría crecer pelo en el pecho y en el bigote y el útero caería de su posición natural para hacerlas irremediablemente infértiles.
Una maratón no era, definitivamente, asunto femenino. No pintaban nada las mujeres en esa demostración de virilidad masculina. Su función social era otra. Cuando Bobbi Gibb se quitó la sudadera y alcanzó la meta, todo ese paradigma sexista se fue al garete. Un cronista la describió así: «Una rubia de 23 años, bonita y de aspecto impecable, llamada Roberta Gibb Bingay». Guapa, rubia, joven, casada (de ahí que el cronista se cuide mucho de mencionar el apellido de su marido, Bingay) e «impecable» (no debía tener vello en las tetas) soportando ese extraordinario esfuerzo y superando a cerca de trescientos hombres en él.
Algo colapsaba la puritana misoginia que servía de fundamento a la discriminación de las mujeres, la que diseñaba una falsa escala jerárquica coronada por un varón del que se hacían subsidiarias todas las demás criaturas existentes, la que marcaba en nombre del servicio al patrón la norma moral de conducta.
¿Quién era Bobbi Gibb?
Roberta Gibb, a la que pronto apodaron Bobbi, había nacido en Cambridge el 2 de noviembre de 1942 y se había criado en los suburbios de Boston. Unas zapatillas donadas por la caridad le servían para recorrer, siempre corriendo, los seis kilómetros de ida y otros tanto de vuelta que separaban su casa de la escuela.
Estudió un curso en medicina en la Universidad de California, pero no la dejaron matricularse a causa de su sexo, por lo que lo hizo en Derecho y, en 1978, conseguiría su doctorado que le permitió ejercer. Paralelamente a todo ello cursó también estudios sobre Bellas Artes e inició una labor como escultora que se mantiene hasta la actualidad.
Para correr la maratón de Boston, había emprendido un viaje en autobús de cuatro días y tres noches, había llegado a casa de su madre, se había calzado unas zapatillas y se había ocultado tras los arbustos. Si soportar cuarenta y dos kilómetros de carrera era duro, hacerlo en esas condiciones era épico.
Cuando Bobbi cruzó la meta
Pronto las radios que transmitían la carrera aquel 19 de abril de 1966 se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. También lo hicieron algunos de sus masculinos rivales que en su gran mayoría empezaron a respaldar su hazaña corriendo a su lado e intentando impedir que cualquier miembro del jurado la expulsara de la carrera. Al cruzar la meta, el mismísimo gobernador de Massachusetts se acercó a darle la mano y felicitarla. Los buenos políticos nunca se pierden una buena foto.
Las cosas parecían haber cambiado sin que nadie, hasta la hazaña de Bobby, hubiera tenido noticas de ello. Faltaba el gesto, la sorpresiva encarnación del cambio que aquella chiquilla de larga melena rubia tuvo el coraje de realizar.
El año siguiente, otra mujer, Kathrine Switzer, participó en la carrera, que siguió prohibida para las mujeres cinco años más, pese a haber demostrado Bobbi que no se les caía por tierra el útero a los tres kilómetros.
Kathrine lo hizo con dorsal, al firmar la inscripción con su iniciales K.S. ocultando su sexo, pero mostrando su rostro desde el principio. Lo tuvo más difícil: los jueces intentaron expulsarla, el público se mostró dividido y solo el respaldo de sus varones compañeros de fatiga le permitió acabar la carrera. Es hasta lógica su mayor dificultad: nada alienta más en su fanatismo a un reaccionario que consolidar el progreso que otra inició, nada le perturba más que aceptar que las cosas ya han cambiado.
El evangelio de Bobbi
Filípides fue el nombre del soldado griego que corrió desde Maratón hasta Atenas en el año 490 antes de nuestra era para anunciar la victoria sobre los persas. Sabido es que, nada más entregar su correo, falleció por el agotamiento que le supuso el esfuerzo. El suyo, su sacrificio, fue de alguna manera un evangelio: una buena nueva. El evangelio de Bobbi, la buena nueva que portó tras cruzar la meta, fue el de la igualdad entre los sexos desde la diferencia entre los sexos. Y lo hizo deprisa, corriendo, como debe hacerse todo lo que de puro estúpido urge cambiar.
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