A finales del siglo XIX, en lo que podríamos llamar el Occidente «civilizado», las actividades que una mujer podía realizar eran sumamente escasas. Eso es conocido.
Las mujeres no podían, por ejemplo, participar en un sufragio electoral (a partir de 1893 en Nueva Zelanda; 1920, Estados Unidos [y solo mujeres blancas]; 1931, España), no podían actuar en las fuerzas armadas (hasta mediados del siglo XX), no podían, salvo extrañísimas y muy probadas circunstancias, divorciarse, y si lo conseguían, el peso del desprecio social recaía sobre ellas; no podían ejercer una autonomía económica ni administrativa de sus bienes sin la supervisión de un varón ni, por supuesto, solicitar un crédito; no podían aplicar de manera legal ni explícita ningún método de control sobre su propia capacidad de gestación ni, por supuesto, abortar sin jugarse la vida; no podían elegir un atuendo o vestimenta, fuera de labores profesionales como la agricultura, que no se considerara decoroso (ello impedía, por ejemplo, el uso de pantalones); no podían formar parte de un jurado ni acceder a la carrera judicial; no podían acceder, por regla general, a ningún estudio universitario; no podían tener pasaporte propio o, lo que es lo mismo, su libertad para viajar de manera autónoma estaba sumamente restringida, etcétera, etcétera.
Pero tampoco tenían la posibilidad de realizar, en condiciones de normalidad o de seguridad, actividades mucho más banales: por ejemplo, no podían montar a caballo como un hombre, sino que debían adoptar una posición distinta en una silla de montar especial, que implicaba mucho más riesgo de caída, y lo mismo era aplicable a las bicicletas (lo de tener algo entre las piernas no era muy aconsejable moralmente).
Tampoco podían nadar (por ello, la inmensa mayoría de las mujeres no tenía conocimiento alguno de natación). No es que no pudieran introducir su cuerpo en el agua, es que, si lo hacían públicamente, debían llevar unos vestidos tan estrafalarios y pesados, que dar una brazada hubiera comprometido seriamente su integridad.
Victor Hugo, por citar un caso, tenía una hija que era su debilidad, Léopoldine. Con apenas 19 años, en 1845, y embarazada de su primer hijo, se embarcó en un pequeño paseo fluvial en el Sena junto a su joven esposo, en la localidad de Villequier donde veraneaba la familia. Un golpe de viento hizo zozobrar la pequeña embarcación y el peso de las enaguas empapadas de su obligado traje de baño hizo que Léopoldine se precipitara al fondo del canal sin que nadie pudiera evitar su ahogo. Victor Hugo nunca volvió a ser el mismo y su poema À Villequier marca una cima de la desesperación hecha poesía, del dolor por la pérdida de una chiquilla a la que la estupidez moral le impidió algo tan simple como nadar en las aguas de un arroyo. Y es aquí donde aparece Annette Kellermann.
¿Quién era Annette?
Annette Kellermann nación en Sídney en 1887. Una malformación en las piernas, o posiblemente la poliomielitis, le generó una severa debilidad en el tren inferior que le impedía prácticamente mantenerse en pie. Sus padres, un violinista australiano y una pianista francesa, tuvieron una brillante idea: que su hija fortaleciera la musculatura de sus piernas moviéndolas y ejercitándose en el agua.
En apenas siete años, Annette consiguió el objetivo de tener una fortaleza normal para una mujer de su época y, en un par de años más, devenir en campeona de natación. Además encontró algo todavía más importante: el elemento que a lo largo de su existencia le daría sentido: el agua.
Y lo primero que tuvo que hacer para ello, a poco que tuvo autonomía suficiente, en 1907, fue mandar a tomar por saco el traje de domador de focas con el que le obligaban a bañarse e inventar el primer bañador de una pieza para mujeres, que contravenía las estrictas reglas del «medidor de bañadores femeninos», aquel que prohibía que una mujer pudiera enseñar más de quince centímetros de pierna por encima de sus tobillos. Eso, naturalmente, le supuso una denuncia por alteración del orden público, que la buena de Annette acabó mandando allí donde había colgado las enaguas.
Su astucia, su extraordinaria belleza (en 1908 fue designada la encarnación antropométrica de la Venus de Milo), su sentido empresarial, su altruismo y su descarada libertad harían el resto y, pronto, el mundo se daría cuenta de que se encontraba ante una persona muy singular.
Sus proezas atléticas y sus espectáculos acuáticos (a ella se le atribuye también ser la inventora de la modalidad deportiva y gimnástica que hoy conocemos como natación sincronizada) que congregaban un número ingente de personas entre la admiración y el estupor, hacen que, pronto, el cine reclame su presencia. Y entre la decena de películas en las que interviene, y que siempre tienen el agua como elemento recurrente, hay una a destacar: A Daughter of the Gods, de 1916 (o quizá fuera en Queen of the Sea, de 1918, no hay unanimidad en esto al haberse perdido o destruido todas las copias) donde Annette consigue nuevamente ser la primera en algo: La primera que rompe el infranqueable tabú del desnudo femenino integral en el cine.
Es la primera mujer que aparece, por primera vez, completamente desnuda en una película de índole comercial que alcanzó como film, por primera vez también, un presupuesto de un millón de dólares para su realización.
La primera sirena
Pero su infatigable vitalidad no se limitó al cine y Annette fue también pionera en la industria de la moda (especialmente, y como es lógico, en relación a bañadores femeninos), escribió múltiples obras sobre salud y belleza, así como cuentos infantiles y una autobiografía. Fue en 1952 cuando la celebérrima Ester Williams, deudora de todo lo que Annette inició, la representó en una película, Million Dollar Mermaid (traducida en España como La primera sirena) que por poco deja a Williams parapléjica al fracturarse el cuello en una escena de alto riesgo.
El 6 de noviembre de 1975, Annette Kellermann, de 88 años de edad, fallece en un hospital australiano y sus restos incinerados fueron esparcidos por el que fue su compañero durante toda su vida en la Gran Barrera de Coral. No sin que con ello olvidemos como la libertad no es solo asunto de grandes conceptos y causas, sino que puede empezar por algo tan sencillo como rebajar unos centímetros la cantidad de pierna que una mujer podía enseñar, cuando ni ella misma podía enseñarse. Y es que las sirenas son criaturas prodigiosas e imprevisibles, que lo mismo varían el rumbo de una nave como lo hacen con el resto del mundo entero.