Eran unos restos óseos aparecidos en 1940 en la minúscula isla de Nikumaroro. Un atolón coralino, entre Hawái y las Islas Salomón, de apenas 6 kilómetros de largo por dos de ancho que, por no estar habitado, hizo que cobrara especial relevancia el descubrimiento de dichos restos humanos. Inmediatamente empezaron las especulaciones. No es hasta 2018 que las técnicas forenses permiten intentar determinar algo sobre a quién pudiera pertenecer esos restos. El resultado indica que pueden coincidir con los de una mujer de origen caucásico y de apenas unos cuarenta años, pero no son concluyentes. El estudio es puesto en cuestión por su metodología y la incertidumbre se mantiene. A principios de este mismo año de 2024, una empresa de prospección submarina, Deep Sea Vision, afirma haber localizado, tras tres meses de trabajo, los restos de un Lockheed 10-E Electra a casi cinco mil metros de profundidad en un lugar no revelado del Pacífico suroriental. El propietario de la empresa de investigación acuática ha invertido todo su patrimonio en esta exclusiva misión que le obsesiona desde niño.
Desde la década de los ochenta, más de una veintena de expediciones han intentado sin éxito localizar este aeroplano. En 2012, la mismísima Hillary Clinton apoyó una expedición que tampoco obtuvo el resultado esperado. El hallazgo de Deep Sea Vision sigue todavía en estudio.
Amelia Earhart, la primera mujer piloto de la historia
¿Qué motiva esos esfuerzos? ¿Qué pretenden localizar esas expediciones? ¿De quién se esperaba que fueran los restos óseos o el aeroplano sumergido? De Amelia Earhart, una mujer y un mito que, como Jasón, Ícaro o Ulises, quiso ir más allá de donde estaba establecido el más allá. De la primera mujer piloto de la historia que, tras muchas proezas, intentó, en 1937, dar la vuelta al mundo a los mandos de un frágil aeroplano y de la que nunca, tras unas breves e interrumpidas comunicaciones a las 8 GMT del 2 de julio, se volvió a tener noticias. Earhart fue declarada oficialmente muerta el 5 de enero de 1939.
Amelia nació el 24 de julio de 1897 en la ciudad de Atchison, en el estado de Kansas de los EE.UU. Cuentan las crónicas que, ya desde niña, su condición de mujer no le impidió desarrollarse y divertirse fuera de los estándares de género. Trepadora consumada de árboles, nunca rehusaba una infantil batalla con los chavales del pueblo y primaba la funcionalidad aventurera de su atuendo sobre los encorsetados vestidos que le intentaban imponer.
Vivió su primera infancia mayoritariamente con sus abuelos, una acomodada y tradicional pareja que no le privó de nada, mientras su padre, un abogado que nunca acabó de conseguir una estabilidad económica, acabó naufragando en el alcoholismo.
Fue durante la Primera Guerra Mundial cuando, atendiendo a los pilotos norteamericanos heridos en combate mientras servía como enfermera en Toronto, empezó a fascinarle lo que acabaría conformando su existencia: la aviación. Con veintitrés años asistió a un espectáculo aéreo en Long Beach y consiguió que le permitieran sobrevolar como pasajera, solo durante unos minutos, la ciudad de Los Ángeles. Tras ese breve vuelo se afianzó su determinación a pilotar por ella misma. En apenas unos meses, consiguió tomar sus primeras clases de vuelo en la academia de una pionera de la aviación norteamericana y, en apenas un año, ya alcanzó un primer record: ser la primera mujer en volar a una altitud de 4267 metros. En 1923, consiguió el título homologado de la Federación Aeronáutica Internacional. Solo quince mujeres lo habían conseguido antes que ella.
El arrojo de Amelia
Amelia es hermosa, descarada, arrojada, y sus facciones y sus gestos desprenden determinación y carisma. Su pelo rubio cortado como si fuera un chiquillo de los suburbios no hace más que incrementar el halo de determinación que desprende. El público comienza a enamorarse de ella como el símbolo que refleja los más ansiados valores de una sociedad que acepta y necesita referentes y que acoge con sumo agrado la heroína que empieza a emerger. Es en abril de 1928 cuando se le ofrece la posibilidad de ser la primera mujer en cruzar el Atlántico. En la expedición van, además de Amelia, un piloto masculino y un mecánico. Cuando aterrizan en el sur de Gales (Reino Unido) habiendo partido de Terranova (EEUU), Amelia señala que ella apenas había tomado los mandos de la aeronave, pero eso ya no le importa al mundo.
La prensa internacional se vuelca con ella por su proeza, las comparaciones con Charles Lindbergh (el primer piloto en cruzar el océano Atlántico en 1927) son inevitables. Su fama y sus requerimientos son ya continuos.
El 20 de mayo de 1932 decide volver a realizar la travesía sobre el Atlántico pero ella sola, sin tripulación alguna, algo que solo antes que ella había logrado Lindbergh. Y lo consiguió. Los reconocimientos públicos se multiplican. Amelia es ya una estrella internacional cuya fama no para de crecer en todos los rincones del mundo. La suponemos feliz, realizada, pero la falta de sentido del límite, la osada intención de saber a toda costa hasta dónde puede llegar, así como la necesidad de no caer en el olvido, empiezan a apoderarse de ella. Los «altos vueltos» nunca son suficientemente altos.
En 1934, decide emprender una travesía sobre el Pacífico que solo diez personas antes que ella han intentado. Y todos han perecido en el intento. Amelia vuelve a ser la primera en conseguirlo. Su arriesgadísimo plan de dar la vuelta al mundo con la única ayuda de un tripulante empieza a planteársele en la cabeza. El 1 de junio de 1937 despega de Miami. Ese mismo día se inician los percances, los despistes, las contrariedades y las desgracias. Hasta esa última comunicación señalada en la que apenas se le entiende decir que se está quedando sin combustible en medio del Pacífico.
El cielo que no pudo esperar la llegada de Amelia
Dante, en la Divina Comedia, sitúa a Ulises en el octavo círculo del infierno. Según Dante, cuando Ulises alcanza finalmente su ansiada Ítaca, no tiene bastante. No puede quedarse quieto. Necesita más aventuras. Quiere alcanzar el confín del océano. Cuando llega con su tripulación allí donde el océano se acaba, y al ver que ya no hay sustento donde apoyarse, obliga a sus navegantes a que icen los remos e intenten volar sobre la nada. Pero el mar los engulle tras eso que Dante califica como el folle volo (el «vuelo loco»). Ulises y todos sus acompañantes perecen. Su insensata osadía merece el octavo círculo del infierno, el de los malos consejeros, el de los que anteponen su desmedido capricho frente a la salvaguarda de los demás. Dante, sin duda, fue demasiado duro con el destino final de Ulises. Queremos creer que si hoy tuviera que emplazar a Amelia Earhart, no la situaría en el infierno, ni siquiera en un remoto Atolón cerca de Hawái o en las profundidades abisales del Pacífico. No, la situaría en el cielo. En ese cielo que no puede esperar, que no pudo esperar, la llegada de Amelia.