Serendipia es uno de esos términos de los que, hace una década, nadie había oído hablar ni por asomo y que ahora nos podemos encontrar en una conversación tabernaria mientras se discute de fútbol. Pero, por si a alguien todavía no hubiera llegado a sus oídos (a mi procesador de textos, por ejemplo, le sigue sonando a error o a chino), aclararemos lo que significa. Una serendipia es un descubrimiento remarcable y casual que se produce cuando alguien está buscando otra cosa. Que buscas un antidepresivo y descubres que el varón que lo toma no mejora de su melancolía, pero que el miembro se le pone como un estandarte, ahí tienes una serendipia, en este caso con el principio activo del sildenafilo (la pastillita azul comercializada después como Viagra). O que estás con un cultivo de bacterias y se te contamina con un hongo que las mata a todas, pues ahí tienes el descubrimiento de la penicilina por parte de Fleming, que sí, fue una serendipia. O que sales a buscar trabajo y te encuentras en la parada del metro al que será el amor de tu vida, pues ahí tienes otra bendita serendipia. Hallazgos de chiripa que engrandecen nuestra condición personal y colectiva y nos reafirman en la existencia de esos estrechísimos huecos con los que puede aún operar la esperanza. Pues bien, Alma Mahler es en sí misma una serendipia; una mujer que venía para músico y que acabó siendo uno de los personajes femeninos más influyentes en nuestra cultura, en uno de los periodos más sorprendentes e inquietantes de nuestra historia reciente. Hablamos de la Viena de fin de siglo XIX, aquella en la que las artes y la cultura alcanzan un punto de máximo fulgor, pero también donde se fragua el desastre de un imperio que se desvanece, y que dará lugar a la Primera Guerra Mundial y, posteriormente, a la incubación del huevo de la serpiente; aquel espacio y aquel tiempo donde, por ejemplo, Egon Schiele y Adolf Hitler solicitan su admisión a la Academia de Bellas Artes de Viena el mismo año… De haber aceptado al segundo, posiblemente el mundo hubiera tenido un pintor mediocre, pero habría evitado la entronización de un psicópata: eso es, por cierto, lo contrario de una serendipia.
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Alma Mahler y sus amores
Alma Mahler no nació con el apellido de Mahler. De hecho, lo hizo el 31 de agosto de 1879 en Viena con el apellido de su padre, Schindler, un afamado pintor de la burguesía. Su madre, una cantante de ópera de recorrido, Anna von Bergen, le dio a los dos años una hermana, hija de un amante suyo y se casó al enviudar con un discípulo del padre de Alma, el inconformista pintor Carl Moll, cuando Alma contaba trece años. La profunda admiración que Alma sentía por su padre combinada con la «volatilidad» de su madre hizo, a buen seguro, que Alma se replanteara muchas cuestiones. Y es que madre solo hay una y, en muchas ocasiones, menos mal que es así. De este modo, la jovencita virtuosa de ojos azules que, en su más tierna adolescencia ya manejaba el piano como quería y había compuesto unas cuantas pequeñas piezas musicales, empieza a componer otras historias de muchísima más hondura y repercusión social. Con diecisiete años, ya había entablado relaciones amorosas con Alexander von Zemlinsky, el compositor que, además de ser su profesor de piano, quiso ser su novio formal cuando Alma cumpliera los 21 años pero al que le dio calabazas, también con el arquitecto y diseñador industrial Joseph María Olbrich que rondaba la treintena, y hasta el mismísimo Thomas Mann, veinteañero por aquella época. Pero si de alguno de esas figuras que solían frecuentar los innovadores círculos de la Sezession quedó la jovencísima Alma intrigada, fue de otro “vejete” que le doblaba la edad; Gustav Klimt, con quien la cosa, cuanto menos, se concretó en un jugoso beso. El mito de la mujer fascinante y despótica, seductora e incendiaria, implacable y contradictoria se empieza a consolidar con lo que ella llama sus «Mannkind» (sus «hombres-niños»)… Y a todo esto Alma no había cumplido aún la mayoría de edad. El esplendor y la tragedia, la crueldad y la fascinación, la contradicción y la imposibilidad de reconocerla de la decadente y rencorosa Viena se encarnan en ella. Contradicción como la de una Viena profunda e irracionalmente antisemita, la propia Alma y la burguesía «elevada» a la que pertenece, pero cuyos mayores intelectuales y artistas por los que siente devoción son judíos. Eso hace que sea precisamente un judío frágil e irascible el que intente domeñar la furia de la pequeña cuando Alma cumple la mayoría de edad. Gustav Mahler, Dios para cualquiera que, como Alma, se entregue a la iglesia de la música, una figura de máxima autoridad (algo que siempre anhela la histeria) y veinte años mayor que ella, es subyugado por el irresistible canto de la sirenita. Se casan el 9 de marzo de 1902 bajo estrictas condiciones; él intentará abandonar las enseñanzas talmúdicas y ella dejará sus veleidades carnales y aspiraciones musicales para convertirse en una persona entregada a la carrera de su marido. Del matrimonio nacen dos hijas; María, de la que Alma ya estaba embarazada cuando contrae nupcias y Anna, que nace dos años después. María muere de escarlatina con apenas cinco años y Mahler que, posiblemente empezó a naufragar cuando decidió desposar a Alma, empieza a caer física y psíquicamente en picado, de manera que ni el mismo Freud, su terapeuta, consigue sujetarlo. Muere en 1911, exhausto y agostado por una endocarditis. Un año antes, había encontrado sobre su escritorio una carta en cuyo membrete figuraba «Mahler» como destinatario y que Gustav consecuentemente entendió que era para él pero que, en realidad, era para otra Mahler: Alma. Una ardorosa carta de amor de Walter Gropius, el celebérrimo arquitecto que sería fundador de la Bauhaus, en la que le pide que deje a Mahler y se case con él. Alma ya mantenía ese mismo año una borrascosa relación con un científico vienés, Paul Kammerer, y a finales de ese año, posaba, en el sentido más amplio, para Oskar Kokoschka, un amante feroz de los del amor y la guerra. Al ser abandonado por Alma, Kokoschka compró una muñeca de tamaño natural que imitaba fielmente a Alma y tras pasearla por todos los salones y salas de conciertos de Viena, la acabó decapitando y tirando al jardín. Este hecho hizo que, en 1915, Alma optara, entre sus múltiples pretendientes, por desposarse con Gropius. La hija de ambos, Manon, no llegaría a cumplir los diecinueve, su matrimonio apenas cumpliría los cinco. El joven poeta expresionista Franz Werfel, también judío, sería su tercer marido a partir de 1929, pero ya mantenía un idilio con él mientras estaba casada con Gropius. Tampoco Werfel impidió que Alma subyugara a un apuesto sacerdote, Johannes Hollnsteiner, que apuntaba a arzobispo de Viena… Si Don Juan tuvo su novicia Doña Inés, Alma no iba a ser menos.
La huida de Alma
El huevo de la serpiente eclosiona por segunda vez y la «serendipia inversa» del que, yendo para pintor, acabó encontrándose de Führer trajo la mayor de las desgracias. En 1938 con la anexión de Austria por la Alemania nazi, Alma, que tiene ya 59 años y está casada con un judío y madre de una medio judía (su hija Anna, de Gustav Mahler) huye hacia Francia y España para, desde Portugal, partir hacia Nueva York. En la peripecia todavía seduce al hijo de Thomas Mann, treinta años menor que ella (los anteriores «vejetes» de cuando ella era una adolescente son ahora los pimpollos que prefiere como amantes). Se instala con Werfel en Los Ángeles donde él alcanza el éxito literario, mientras ella se dedica, es de suponer que entre otros menesteres, a los negocios. Su tránsito existencial y sexual por entre los más importantes artistas de Europa le ha dejado un considerable patrimonio de obras de arte. Alma fallece casi veinte años después que Werfel, en 1964, en la ciudad de Nueva York y convertida en el fastuoso, sorprendente y temido personaje que siempre fue. En su funeral, no se interpretó, por indicación suya, ninguna obra de Mahler.
Los rastros de Alma
Cuando escuchen ustedes la Quinta Sinfonía de Mahler, si se detienen un momento en el «Adagietto», estarán escuchando una carta de amor dedicada a Alma. Cuando vean ustedes «La novia del viento» de Oskar Kokoschka, verán ustedes la pasión frenética de Alma. Cuando observen «El beso» de Klimt, posiblemente estarán observando la honda impresión que le produjo ese primer beso de una Alma adolescente. Si escuchan el concierto para violín y orquesta «A la memoria de un ángel» de Alban Berg, escucharán el dolor por la muerte de Manon, la hija de Alma y Gropius… Y así hasta el infinito, los rastros del alma, furiosa, incendiaria, omnipresente, de Alma se deshilacharon aún candentes sobre la cultura europea hasta fundirse con ella. Todavía se escuchan y se han reeditado recientemente los «lieds» (lieder) que ella compuso siendo una jovencita… Pero eso, créanme, es lo que menos se escucha de ella.