El tiempo en que una semilla puede permanecer en estado latente, pero sin germinar, es sorprendente. El arbolito o la planta desprenden su semilla que es transportada por el viento o en el intestino de algún animal y cae en un sitio en que las condiciones para su conservación en un estado de latencia son propicias para conservar su capacidad de despliegue, aunque no germine. Están vivas aunque no lo manifiesten. Algunos paleobotánicos refieren semillas que datan de hace más de tres mil años y que, pasados esos treinta siglos y ayudadas por un cambio en las condiciones ambientales que les resultan favorables, brotan.
En el mundo de la cultura, la situación es parecida. Hay ideas que se esparcen, que se creen muertas durante mucho tiempo y que, súbitamente, sin que nadie sepa muy bien por qué, encuentran un nuevo territorio fértil, una nueva concepción del mundo que permite su florecimiento. En los últimos cuatro años han aparecido, en diversas lenguas, varias biografías, escritos originales inéditos y estudios académicos diversos sobre una mujer, Aleksandra Kolontái (Alexandra Kollontaï), que portaba en ella misma la semilla de una concepción del papel de la mujer en la sociedad y de la relación entre los sexos que es, ahora, y no antes, cuando pueden de verdad desplegarse.
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¿Quién era Alexandra Kolontái?
La biografía de Aleksandra Kolontái va inexorablemente unida a la de la Unión Soviética. Nacida en una familia aristocrática de origen ucraniano, en San Petersburgo en 1872, de un padre, general zarista, que despertó en ella el interés por lo político, y de una madre adinerada y conservadora de origen finés, Aleksandra Kolontái solía aparecer esporádicamente en las reseñas del mundo occidental por dos proezas biográficas: haber sido en la historia moderna la primera mujer que alcanzaba un puesto de ministra en un gobierno, y también por ser la primera mujer en conseguir, en la historia de la diplomacia, un puesto de embajadora.
Ambas cuestiones no son baladíes y ya reflejan por ellas mismas que no nos encontramos frente a una mujer que careciera de un extraordinario talento, una compleja y estructurada cabeza, además de un habilidoso sentido de movilidad en las jerarquías de un estado en las que, hasta entonces, como en los demás estados nacidos en el siglo XX, la única aspiración de una mujer era ser la consorte de alguien.
Kolontái, no lo olvidemos, se movió además en un campo de minas, en un nido de serpientes, pues no solo vivió la Revolución Rusa, siendo de origen aristocrático, sino que estuvo apoyando los pies en esas arenas movedizas que fueron la transición entre Lenin y las purgas de Stalin (su segundo marido, además, fue uno de los liquidados en ese sangrante periodo).
Afiliada con apenas veinte años al Partido Obrero Socialdemócrata Ruso y militando en él en el ala bolchevique, fue testigo y agente activo de sucesos como la Primera Guerra Mundial, la Revolución de Octubre y la Segunda Guerra Mundial.
Es, en el primer gobierno de Lenin, tras la toma de poder de 1917, donde alcanza el puesto de (lo que hoy podríamos llamar) Ministra de Asuntos Sociales. La llegada al poder de Stalin en 1922 como secretario del Partido Comunista, así como el haberse posicionado anteriormente en una corriente de opinión no especialmente afín a este, la podía haber colocado frente al pelotón de fusilamiento, pero se optó (consiguió ella que se optara) por despojarla de relevancia política directa, aunque inició una carrera diplomática que la convertiría en la primera y única mujer que alcanzaría el puesto máximo de embajadora en la escala diplomática.
Su sólido bagaje intelectual e ideológico, el manejar con soltura además de naturalmente el ruso, el francés, el alemán, el inglés, el finlandés y, más tarde, el noruego o el español, así como su extraordinaria inteligencia y dotes de seducción, consiguieron que, tras ser nombrada ministra plenipotenciaria de la URSS (un puesto inmediatamente inferior al de embajador en la jerarquía diplomática), primero en Noruega, después en México, luego nuevamente en Noruega, en la Sociedad de Naciones y, finalmente, en Suecia donde ya adquirió el rango de embajadora en 1940. Carrera también sostenida, además de por las habilidades mencionadas, por su filiación no cuestionada al régimen de Stalin: pasó de pensar en huir a España o Francia a mostrarse inquebrantable en su apoyo al estalinismo ocultando, incluso, información sobre genocidios y atrocidades que pudieran comprometerlo.
En 1945, regresa a Moscú como alta funcionaria del Ministerio de Asuntos exteriores. Donde fallecería siete años después, enterrada con honores de Estado.
La semilla de Aleksandra Kolontái…
Pero hablábamos de la simiente. De las ideas que no cuajan o cuajan a medias hasta que se concretizan y se respaldan socialmente. Por ejemplo, y por empezar por algo: el igualar salarialmente a hombres y mujeres en los mismos puestos laborales. ¿Les suena de algo, verdad? Pues, si ahora suena como tarea pendiente, imagínense cómo debió sonar en la primera década del siglo XX.
Pero este planteamiento era tan solo un apunte de una concepción de enorme amplitud intelectual y política de la relación entre los sexos, las autonomías individuales e igualitarias entre hombres y mujeres, la libertad sexual y la gestión de la promiscuidad, la prostitución, la conciliación familiar y, resumiendo, la síntesis de la libertad afectivo-sexual, sin por ello abandonar la implicación en las estructuras sociales y las responsabilidades personales y colectivas.
Fue también su objetivo el desarticular la propiedad privada y privativa en cuestiones de amor, propia de una sociedad burguesa, para establecer un nuevo tipo de Eros que, lejos de ser apresado en las convenciones sociales, no hiciera olvidar los compromisos afectivos y sociales que exigían los afectos por el otro, por la ciudadanía, por la patria y la revolución.
Todo ello a través de un «Eros alado» («Hagan sitio al Eros alado» fue uno de sus artículos más comprometidos, datado en 1923) no sujeto, pero tampoco caprichosa y egoístamente desbridado, que equipara el deseo femenino con el masculino y no prioriza a ninguno por encima del otro, en que todos los amores son comprendidos, pero en el que, quizá, el amor entre camaradas es el más valorado.
Todo ello para reivindicar «una atracción sana, libre y natural de los sexos (sin perversión ni excesos)». Una auténtica revolución desde la revolución que iba, sin duda, demasiado lejos. Una semilla que no encontraba, tampoco aquí, pese al arado revolucionario, terreno fértil.
Pero Kolontái no se detuvo. Sus escritos en formas de artículos, novelas, relatos, biografías, ensayos y críticas culturales fueron ingentes. Y lo fue también su libertad para abordar, en sus escritos (y, de alguna manera, en su propia sexualidad), relaciones no del todo convencionales: tríos, madres e hijas que comparten amantes, diferencias de edad entre los amantes, etcétera, etcétera.
No fue de extrañar que lo poco propicio del suelo le generara, en ciertos ambientes de poder, fama de libertina aristocrática, de abandono de sus obligaciones materno filiales (cosa más probada), de montarse sus propias y privilegiadas orgías, de solo pretender destruir la familia proletaria, incitando a que sexualmente no haya otro propósito que ir de flor en flor (en referencia irónica a su obra de 1923, El amor de las abejas obreras) y hasta de tener la fama de estar detrás de una teoría que, por aquel entonces, corría por los mentideros y que, al parecer, llevaba por nombre «Teoría del vaso de agua».
Una teoría según la cual se pretendía equiparar el mantener relaciones sexuales con el ingerir un vaso de agua. El hecho de que su preocupación fuera cada vez más claramente la lucha de sexos, más que la lucha de clases, no acababa tampoco de agradar a algunos, si bien Kolontái, con la ligereza de pies de un boxeador dotado, sale indemne de los golpes.
La semilla ya ha sido liberada. Y ahora, ¿qué?
Es tras la Segunda Guerra Mundial, y ya en su carrera diplomática, cuando sus implicaciones en temas como la libertad sexual dejan poco a poco de centrar su tarea. La semilla ya ha sido liberada. El resto, su eclosión, deberá hacerse en las generaciones por venir. Así que, si hoy vemos brotar un hermoso roble que nos gratifica con lo oportuno, justo y necesario de su existencia, no debemos nunca olvidar que fue posiblemente mucho tiempo atrás cuando se engendró su simiente, y que nuestra tarea, ahora, no es tanto vanagloriarnos de que haya un roble, como de cuidarlo, permitir que crezca (y engendre semillas) y honrar a aquel viejo árbol del que, un día, salió el origen de lo que, hoy, con esperanza, contemplamos.