El pene, que desde siempre había tenido cierto afán de protagonismo, se puso contentísimo cuando le contaron que el mundo y su modelo sexual giraban en torno a él. Falocentrismo, le dijeron que se llamaba. Al principio, ser el centro de atención le pareció ideal. Eso de ser el protagonista de todo encuentro sexual iba a ser un disfrute sin fin. Pero pronto le empezó a resultar molesto. Y es que, aparte de la presión de tener que estar siempre dispuesto, las exigencias llegaban sobre algo que él no podía controlar: su longitud y grosor. Resulta que el modelo reclamaba un cierto tamaño y él, que había nacido más bien chaparrillo, empezó a preocuparse un poco.
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Pero las críticas que más le afectaban eran las que empezaban por dur-: «duración» y «dureza», dos palabras que le generaban dolor de cabeza solo de oírlas. Y así, se sumió en una breve etapa de frustración, tras la que se lió la manta a la cabeza y estableció una máxima: «Lo que dure que sea duro». Así, seguro que cumplo, pensó. Todo eso era consecuencia del falocentrismo, y el pene no se daba cuenta de que ese modelo sexual, a priori ideal, era, en realidad, un regalo envenenado.
El cuento del falocentrismo: El miedo a que «falle» el pene
No solo envenenado, además le habían vendido una milonga: él no era el centro de todo. ¡Había alguien más arriba que intercedía en su funcionamiento!
El cerebro tomó consciencia de todas esas presiones y se volvió temeroso: cogió miedo a no estar a la altura, miedo a fallar, miedo a la imagen que estaba dando, miedo a no ser suficiente… hombre.
El pene se esforzó en decirle que eso era una tontería, que su masculinidad no dependía de él, que él solo era un pequeño órgano, uno más. Pero el cerebro no atendía a la lógica y cada vez se obsesionaba más. Pensaba en ello antes, durante y después de cada encuentro. No dejaba de darle vueltas, y con tanto runrún, el pene no podía concentrarse en lo suyo. Y entonces ocurrió. Su máxima “Lo que dure que sea duro” se vino, en todos los sentidos, abajo y empezó a fallar. No una vez ni dos. Una vez tras otra, y otra, y otra…
¿¡Qué estaba ocurriendo!? ¡Él era el responsable de la satisfacción! El peso del encuentro sexual y el placer de la mujer eran cosa suya. ¡¿Cuántas veces había oído aquello de «No hay mujer frígida, sino hombre inexperto»?!
Y la tristeza y el desánimo se apoderaron de él.
El pene pasó largo tiempo sufriendo en silencio: con el cerebro no podía hablar porque se cerraba en banda y, por otro lado, le daba vergüenza pedir ayuda o comentar el tema con otros cerebros. ¡Qué iban a pensar de él! A veces, la mano le daba algo de consuelo, pero era insuficiente.
Por fin, un día se sinceró con la vagina, su adorada amiga íntima, y esta escuchó atónita sus preocupaciones. Al acabar su letanía, la vagina le soltó a bocajarro: ¡Qué egocéntrico eres! No tuvo mucho tacto, pero tampoco se puede decir que él hubiese sido siempre muy empático con ella, por lo que tampoco le preocupó demasiado. Y continuó:
–¿Cómo que mi placer depende de ti? No puedes estar más equivocado, querido. Nosotras somos responsables de nuestro propio placer y, aunque a algunas nos encanta compartirlo contigo, no eres lo único guay de esta vida –y se cruzó de labios, a la espera de que el pene recapacitase sobre lo que le acababa de decir.
Al pene le costaba asimilarlo. Así que la vagina continuó explicándole y le presentó a un compañero situado un poco más arriba, el clítoris, y le contó cómo este se montaba la fiesta sin necesidad de penetración.
El clítoris, algo tímido porque tradicionalmente no le habían dejado hablar mucho, le explicó que, aunque siempre le habían caído simpáticos los penes, él se sentía muy a gusto con las manos y la boca. Incluso con unos juguetitos específicos que otros cerebros habían inventado para él. Que eran la bomba, le confesó.
Esto supuso otro dur-o golpe para el pene, que cada vez tenía más claro que él no era el centro de nada. Si la penetración no es lo más, ¿qué voy a hacer yo?, se lamentaba. La vagina le sacó de su error y le aclaró que el coito no tenía que desaparecer, que eso también les gustaba, a los dos, incluido al tímido clítoris si se le tenía en cuenta para estos fastos, pero que, en definitiva, la penetración no era, ni mucho menos, la única forma de obtener placer sexual.
El pene, que era más reflexivo de lo que algunos pudieran pensar, comenzó a darse cuenta de que eso, quizá, no fuese tan malo. Que quitarse presiones de encima podría tener su parte positiva… Así que, corriendo, se fue a hablar con el cerebro, que seguía ahí, dale que dale con sus miedos. Le habló del falocentrismo y del coitocentrismo, le habló del clítoris, le recordó que el cuerpo tenía muchas partes divertidas y que el placer se puede conseguir de diferentes maneras. El cerebro escuchó atento y empezó a procesar. Necesitaba un tiempo para cambiar las ideas que tenía ahí arraigadas. En su camino de bajada, el pene trasladó su mensaje a otras partes del cuerpo, para que, en las siguientes ocasiones amorosas, colaboraran por la causa. Estas acogieron la idea con entusiasmo, en realidad –le dijeron– hacía tiempo que queríamos participar en la fiesta.
En los siguientes encuentros eróticos, el cerebro puso en práctica lo que le había contado su amigo. Y cuánto más se fijaba en el clítoris, menos se acordaba del pene. Este empezó a sentirse libre de presiones y, poco a poco, fue desperezándose y volvió a ser el que era. Bueno, no exactamente el que era, ya que había aprendido que no todo giraba alrededor de él. Y, al contrario de lo que nunca pudo haber imaginado, era infinitamente más divertido cuando otras partes del cuerpo también jugaban.
Moraleja: Aunque la vida no es un cuento y las cosas no se arreglan de manera tan sencilla, deconstruir algunas ideas preconcebidas sobre el sexo nos ayudará a que lo podamos vivir de una manera más libre, más sana y más feliz.