Relatos eróticos

La historia de sexo duro de una psicóloga (Parte II): El coche – Relato erótico

No te pierdas el segundo de los cuatro relatos eróticos de la intensa historia de Elsa. Ahora, vuelve a Madrid con cuatro hombres, en un coche.

Si lo deseas, puedes disfrutarla más abajo o empezar por la primera parte aquí: La historia de sexo duro de una psicóloga (parte I): Voyeur

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Relatos eróticos

El coche

Culminando con un enorme orgasmo, acababa de vivir el primer episodio voyerista de mi vida. En ese momento, no podía ni quería auto-analizarme, aunque algo había quedado claro: la excitación que me provocaba exhibir mi cuerpo y, sobre todo, el hecho de haber estado cabalgando encima de Ricardo sin dejar de mirar a mis tres compañeros, era de todo punto la mejor experiencia sexual que había tenido. Sin embargo, mi cuerpo pedía más, mucho más…

Casi no quedaba gente en la fiesta y la situación era un poco tensa. Ricardo se encontraba bajo la escrutadora mirada de su ex y la presión de cumplir con su palabra, y continuar con nuestra sesión de sexo. Pero, ni siquiera estaba pensando lo que le acababa de decir.

–Tierra llamando a Ricardo… ¡Hola! No hay autobuses… –le repetí, con un tono tierno para no provocarle más estrés.

–Lo sé, pero ella sigue mirándonos… –susurró.

De algún modo, tenía que distraerle.

–¿Crees que el comportamiento de Clara podría ser cercano al candaulismo? –le pregunté para exorcizar la hechizante sensación del cruce de miradas con su ex novia.

–Elsa, ¡tía! –reaccionó, con media sonrisa–. No sé. Quizás si se lo preguntas tú… –respondió, recuperando el humor.

–Puede ser. ¿Cómo sacarías el tema?

–Si fuera tú, yo le diría: Mira, Clara… Acabo de echar un polvo impresionante con el tío que rompió contigo hace un par de semanas. Y, te quiero pedir perdón porque no te hemos invitado a observar cómo nos lo montábamos. De cualquier modo, sabemos que te excitas viendo cómo la persona que amas tiene sexo conmigo, así que puedes venir a mi casa porque vamos a seguir haciéndolo como animales.

Me encantaban este tipo de conversaciones a caballo entre el humor negro y el surrealismo. Los hombres con este tipo de ingenio siempre me habían resultado los más sensuales. Y Ricardo, el que más. Ahora, tenía ganas de reposar mi cabeza sobre su pecho y que me abrazara. Pero, de momento, no podía…

–Creo que nuestros tres mirones tienen coche y Clara se está yendo definitivamente –me dijo esperanzado.

–¿Quieres volver a Madrid con los tres tipos que han compartido nuestro primer polvo? –pregunté, ciertamente interesada.

–¿Tenemos otra opción? –replicó encogiendo los hombros, pero con total seguridad.

–Vamos con ellos –le dije, cogiéndole de la mano y esbozando una romántica sonrisa.

Me miró como los enamorados miran en las películas, acariciando mis dedos mientras caminábamos hacia el coche de los tres voyeurs.

Al tiempo que nos acercábamos, notábamos tanto la tensión de los que se sienten culpables de haber hecho algo ofensivo, como el miedo a enfrentarse a un tío de la contundencia física de Ricardo. Él sabe que provoca estas reacciones…

–¡Eh, chicos! ¿Cómo lo lleváis? –les preguntó con una entonación de lo más amistosa–. ¿Os queda alguna birra en el maletero para compartir con nosotros?

En un abrir y cerrar de ojos, los tres se destensaron; los hombros bajaron, los pechos se desinflaron y las caras de letárgicas sonrisas cerveceras se apoderaron del ambiente en el que, al tiempo, se omitía cualquier palabra relativa al sexo… Hasta que Ricardo dijo:

–Bueno, chicos. Espero que lo que habéis visto no se lo contéis a nadie.

–¿Por qué? –pregunté, compulsiva y claramente enojada por el alarde dominante.

Rápidamente y para evitar cualquier conflicto, Raúl sacó una botella de ron y sirvió unos chupitos, como si nada malo hubiera ocurrido. Pasamos una hora hablando sentados sobre el capot del coche, contando chismes sexuales que habían ocurrido durante los cinco años de carrera. Cada chupito me ponía más a tono y cada una de las historias elevaba mi libido a niveles insospechados.

Ángel contó que hacía un año se había enterado de que un grupo de la facultad había organizado una orgía por todo lo alto…

–Y tú, ¿no asististe? –le pregunté con cadencia y melodía viciosa. Las orgías son buenas para la salud –proseguí increpando.

Se hizo un breve silencio y todos estallaron en risitas nerviosas, sofocadas, y mirándose entre ellos.

Si durante cinco años me había masturbado después de las conversaciones pseudo-intelectuales con Ricardo, ahora estaba multiplicando por cuatro aquellos mismos estímulos. Esta vez, sin embargo, no iba a volver a casa sola.

–Ya no queda más ron. No sé si tenéis alguna propuesta para salir, pero yo quiero que me llevéis de vuelta a Madrid –les exhorté.

–Tenemos unos amigos de los colegios mayores que hay al lado del Parque del oeste. Podríamos hacer un botellón allí…

–O podríamos hacer una orgía… –repliqué de inmediato.

Todos callaron. Las caras se volvieron serias. Los cuerpos se encogieron. Y es que no hay nada como cuando una mujer detalla su voluntad sexual sin pelos en la lengua, para que los hombres se conviertan en pequeñas, dóciles y acobardadas criaturas.

–¿Qué os pasa? Os habéis quedado helados. No podéis ejercer como psicólogos con esas respuestas corpóreas. Lo sabéis, ¿verdad?

–Bueno, tiene toda la razón del mundo… –expresó Raúl, con fingida frustración.

Todos se rieron pero, al tiempo, había conseguido mi propósito de ponerles en predisposición a la aventura sexual en grupo…

Nos subimos al coche. José al volante y Ángel de copiloto; yo me senté detrás entre Raúl y Ricardo. Nada más arrancar, deslicé mi mano sobre el miembro de Ricardo, por encima del pantalón. Ángel seguía contando cotilleos sobre los estudiantes que habían montado aquella orgía, mientras el resto reía. Llevé mi otra mano sobre el muslo de Raúl. No puso ninguna resistencia. Creo que se miraron de reojo, pero ninguno dijo nada. Ángel proseguía, y ellos fingían escuchar…

Ricardo no se ponía duro. En contraste, Raúl iba a romper el pantalón, por lo que decidí jugar más; me alcé el vestido y le susurré al oído que me masturbara por encima del tanga. Me giré de lado para dejar mi vulva a su merced, mientras desabrochaba a Ricardo. Acaricié su pene fláccido, agarrándole desde el escroto y subiendo y bajando su piel para reposarlo sobre mi lengua. Absorbiendo, comiéndole con toda la pasión del mundo, empecé a notar los dedos de Raúl. Y comencé a gemir…

Habíamos salido de Somosaguas. La oscuridad de la carretera del pueblecito de Humera delataba, tal y como mis ruiditos alertaban a José y a Ángel de lo que estaba sucediendo a sus espaldas. El silencio se hizo por unos minutos. Sólo se oían nuestras fricciones y las respiraciones forzadas.

De repente, noté cómo una mano me sujetaba torpemente un pecho. Ricardo, ya estaba completamente férreo y Raúl palpaba el interior de mi vagina magistralmente. Quien acariciaba mi areola no era otro que Ángel. Sentí cómo me ardía el cuerpo. Incluso más que antes. Estaba completamente desatada…

–¡Más dentro, Raúl! –grité, mientras agarraba fuertemente el miembro de Ricardo.

Cada uno siguió en su deleite personal durante un buen rato. Todos menos José que, al tiempo, extinguió el lujurioso frenesí en el que nos habíamos embarcado, cuando tímidamente dijo:

–Estamos llegando al Parque del oeste.

Ya puedes continuar con la tercera parte aquí: La historia de sexo duro de una psicóloga (parte III): Mamadas – Relato erótico