El máximo exponente del absolutismo monárquico español, el rey más deficiente que ha gobernado su país, un personaje falaz, traicionero, cobarde, traidor, astuto, cruel, vulgar, soez, con un carácter repleto de dobleces y carente de escrúpulos son algunos de los calificativos que recibió Fernando VII, uno de los monarcas más despreciados de la historia. No es de extrañar, si consideramos que pasó de ser El Deseado por su resistencia al invasor francés a El felón, por traicionar al pueblo español al derogar la Constitución de 1812, reinstaurar el absolutismo y perseguir a los liberales, mientras disfrutaba de placeres mundanos como el billar, los toros… y las prostitutas.
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Sí, el rey conocido por tener un pene que el escritor Prosper Merimeé describió como «fino como una barra de lacre en la base, tan gordo como el puño en su extremidad y largo como un taco de billar» que provocó que María Josefa Amalia de Sajonia, su tercera esposa, se cagara de miedo, literalmente, durante la noche de bodas, tenía una extremada afición por los burdeles de Madrid a los que asistía con asiduidad, acompañado, además de con el cojín con un agujero que le confeccionaron para que no lastimara a sus amantes durante el coito, de su séquito, que incluía personajes tan variopintos como Paquito de Córdoba, Jefe de la Guardia de Corps de Fernando VII, además de su consejero y amigo íntimo (hasta el punto de concederle el título de duque de Alagón) y Pepe Chamorro, antiguo aguador de la Fuente del Berro al que el monarca había conocido en un prostíbulo, chivato de este (espiaba a los sirvientes para informar de sus andanzas) y encargado de conseguir cualquier capricho que se le antojara, ya fuera vino, viandas o rameras.
El burdel de Pepa la Malagueña
Uno de los burdeles favoritos de Fernando VII era el de Pepa la Malagueña, en donde hacía competiciones con los asiduos para ver «quién la tenía más grande», presumía de sus dotes de amante y mostraba a sus amigotes los paños manchados de sangre (muestra de la pérdida de la virginidad de las doncellas) que coleccionaba, aunque a diferencia de Byron, que atesoraba los vellos púbicos de sus amantes, las de este eran voluntarias, y las del rey felón, probablemente no. ¿Quién podía permitirse el lujo de rechazarle? Que se lo digan a Lola, la naranjera del barrio de Avapiés, enamorada de Luis Candelas (sí, el famoso bandolero madrileño), que tuvo que ceder a los requerimientos sexuales del monarca contra su voluntad.
En el burdel de Pepa la Malagueña, ubicado en la calle Ave María, cerca de la puerta de Alcalá, Fernando VII disfrutaba del ambiente, el «buen vino a palo seco que tanto le complace tomar en la laxitud posterior a su jaraneo y lascivo rebullir con la Malagueña o sus opulentas pupilas» como la viuda de Aranjuez o la moza de Sacedón, aunque la mayoría de los historiadores coinciden en que tenía debilidad por Pepa, de la que acabo enamorándose.
Buena prueba de ello fue que el monarca le otorgó protección, la instaló en una casa cercana al Palacio y la casó con un militar, Francisco Marzo Sánchez, para guardar las formas. Considerando que nunca llegó a vivir con su marido y que este siempre estaba destinado fuera de la capital del reino, las malas lenguas atribuyen la paternidad de sus hijos (Manuela y Francisco) al rey, aunque nunca llegó a reconocerlos.
La conspiración del Triángulo
En febrero de 1816, los detractores del rey absolutista vieron en sus escapadas nocturnas una oportunidad de oro para secuestrarle y obligarle a proclamar la Constitución de 1812. La conjura, planeada por una sociedad secreta masónica, recibió el nombre de Conspiración del Triángulo, pues siguió un modelo creado por Adam Weishaupt, profesor, filósofo, exjesuita y fundador de la sociedad secreta Los Iluminados de Baviera o Iluminati, de estructura triangular, en la que cada conspirador solo sabía la identidad de dos miembros de la intriga, cuyo organigrama total estaba reservado a los jefes superiores.
La cabeza de la conspiración fue Vicente Richart, jurista y militar liberal, que desistió del plan inicial de secuestrar a Fernando VII y optó por el de asesinarlo, bien en el interior del lupanar de Pepa la Malagueña, bien en la calle, cuando se acercara a su carruaje.
A pesar del sigilo, la conjura fue descubierta por el chivatazo de dos sargentos de marina implicados en la trama y el capitán Rafael Morales detuvo a Vicente Richart, junto con cincuenta sospechosos liberales, para su enjuiciamiento. No obstante, debido a la falta de pruebas (gracias a la estructura triangular), solo se juzgó y condenó a los cabecillas principales: Richart y el barbero Baltasar Gutiérrez, que no solo fueron ahorcados y desmembrados en la Plaza de la Cebada de Madrid, sino también sometidos al escarnio público, pues sus cabezas decapitadas fueron expuestas en un lugar frecuentado por la aristocracia madrileña: el camino de Vicálvaro.
En cuanto a Fernando VII, sobrevivió a este complot y a los posteriores, haciendo lo que más le gustaba: aplastar liberales, jugar al billar, comer (en 1821 pesaba 103 kilos, aunque a diferencia de Eduardo VII de Inglaterra, no necesitó una «silla del amor»), gozar de prostitutas y fornicar con su nueva esposa, María Cristina de las Dos Sicilias, para que le diera un heredero varón al trono; esto último no lo consiguió, pero sí gestar a Isabel II, que se convertiría en reina de España (1833-1868), con un apetito sexual digno de su lujurioso padre.
Pero, como diría Michael Ende, esa es otra historia que será contada en otra ocasión.