Hola Cristina,
He visto que no tienes ningún relato sobre dominación. Por eso te mando esta historia de sexo que narra mi primera experiencia sumisa. Mi primer contacto con el BDSM light, fue también la primera vez que hice un trío. Mi pandilla de chicas me ha dicho que es una de las mejores historias lésbicas han oído. Nos encantaría leerla en vuestro blog. Así que, espero que te guste.
PD- Por favor, corrige los pasajes que consideres oportunos.
Besos,
Elena
Una noche sado con las Hermanas Tijera
Era el año 2009. La crisis empezaba a sentirse en la médula de la fiesta madrileña. Las típicas caras de los bares en Lavapiés ya no sonreían porque no se daban cita. Laura siempre me decía que yo era una afortunada por el trabajo que tenía, y yo siempre respondía que mi dicha era tener sus senos en mi lecho, para que amamantaran los sueños que secábamos al despertar.
-¡Así no habla una bollera! –me regañaba, cada vez que dejaba aflorar la lírica.
-No sabía que hubiera un diccionario de obligado uso para lesbianas…
Había programado esa respuesta como autodefensa, pero también como elemento pacificador. Su activismo no le permitía rebatir moralmente, aunque la rabia estuviera devorando su alma.
Era la primera persona con la que había conseguido tener una relación durante más de 365 días. Ninguna pareja había sido tan duradera; ni antes de salir del armario, cuando era una teenager y los niños se armaban de valor –ingiriendo licores baratos– para tocarme las tetas.
Siempre he tenido esa extraña sensación de llegar tarde a todas partes: confesé que era lesbiana 3 años después de sentir el frescor, y ahora notaba que el mundo se acababa si Laura se apartaba de mi lado.
Pasados los 30, resulta que lo único que quiero es contar mis batallitas sexuales. Quizás porque me pone cachonda hacerlo… Quizás porque mi relación amorosa con Laura distaba de ser sexualmente satisfactoria. Ya no juego a ser moralmente perfecta, ni respetuosamente suave en la cama porque sé qué juegos me excitan… y, sobre todo, sé con quién quiero jugarlos.
Laura era exactamente lo opuesto a lo que soy ahora. Tan discreta en la vida social como en la cama; nunca hablaba de más en público, así como era todo consideración en la alcoba. Desde luego, no me enamoré de ella porque su lengua recorriera suavemente mi clítoris, ni mucho menos porque (sieeempre) me preguntara si me molestaba la posición del vibrador. Y, como son las cosas en la vida, me derrumbé cuando –sin sentido aparente– me abandonó en un abrir y cerrar de ojos, el mismo día en que cumplía 25 años. El Whatsapp simplemente decía: NO PUEDO SEGUIR CON ESTA RELACIÓN.
Aunque no parecía una buena idea, me dejé recomponer por Lidia, nuestra mejor amiga y ex de Laura. Habría sido más ridículo no coger la llamada o no aceptar las cañas. Al fin y al cabo era mi cumpleaños y siempre me lo había pasado bien con ella…
Las cervezas ya se habían convertido en rones con coca cola cuando Lidia, mordiendo levemente sus labios, confesó que tenía el regalo perfecto para una ‘inocente dama’ como yo. En ese momento, ya notaba el mareo propiciado por las copas y la consecuente levedad con la que se juzgan –las que ya eran– trasnochadas ideas.
-Hay un club… –me dijo en voz baja, mientras removía la copa con la pajita.
-Soy todo oídos, Lidia –interrumpí.
-Shhh… Hay un club exclusivo para damas inocentes y delicadas que necesitan un correctivo por ser tan bellas… –su mirada de soslayo reafirmaba el sentido que ya tenían sus palabras.
-¿Esa dama soy yo? –seguí jugando.
-Lo más importante no eres tú, la cuestión es quiénes regentan ese club, pues son las mismas que van a decorar tu piel –aseveró.
-¿Quién regenta el club?
-Su apodo es tan conocido como extrañamente nombrado. Y la confidencialidad de las Hermanas Tijera es, de hecho, la moneda de cambio… para entrar en un nuevo mundo de placeres que, al parecer, no has explorado.
Me bebí la copa de un trago y la miré fijamente esperando a que me guiara. Se puso la chaqueta con tranquilidad y decisión, y me dijo que antes debíamos hacer una breve parada en su casa. Así lo hicimos. Pasamos a su salón. Allí había una caja negra…
-Venga, no pierdas tiempo. Nos están esperando en el club. Ponte eso, es tu regalo de cumpleaños.
Me enfundé en cuero negro y cogimos el taxi que nos esperaba en el portal de su edificio.
-¿Qué me voy a encontrar, Lidia?
-Mucho amor, cariño –susurró, regalándome una perversa sonrisa.
Bajé del taxi mientras Lidia recibía el cambio. Era un pub normal. Fachada blanca y puerta negra de dos hojas metálicas. Nada del otro mundo.
–Entra libremente y por tu propia voluntad y deja parte de la felicidad que traes contigo… -dijo, imitando la voz de un hombre.
-Tía, no te pongas en plan Drácula. Ahora sí que me está dando miedo… –le dije con cierto temblor en el cuerpo.
Sonrió y me empujó levemente hacia el bar. Otra vez, nada sorprendente. La gente era la misma que me había encontrado en cientos de pubs. Es más, creo que había estado en sitios mucho más extraños en mi vida…
-Vale, ¿de qué va esto? ¿Es una fiesta sorpresa o algo así?
-Algo así, cari.
Nos dirigimos al fondo de la barra. El último camarero parecía conocerla. Se giró, sonrió y nos hizo una seña para que le esperásemos al lado de una puerta, que podía ser el acceso a la misma barra, o quizás a la cocina del bar.
Sin embargo, pasados unos minutos el barman apareció por nuestra espalda, haciéndose hueco entre nosotras para abrir aquella enigmática entrada. Sin duda lo era, una luz roja acompañaba la bajada por unas estrechas escaleras, vestidas por paredes de ladrillo visto. Nuestros tacones ponían ritmo a un descenso que comenzaba a sonar a conversaciones y copas. Así era, otro pub nos aguardaba en esa planta subterránea. Allí, la clientela vestía cuero negro, cadenas, piercings, gorras y, a diferencia de los ‘normales’, no nos miraban ni cuchicheaban a nuestro paso. Estaban a lo suyo…
-Vale Lidia, ahora sí me has sorprendido –le dije en señal de agradecimiento.
-Aún no has visto nada, niña.
Mis ojos recorrían ese ‘bar clandestino’, mientras ella pedía nuestras bebidas. Una barra de madera se alargaba en forma de ele, por delante de tres arcos ciegos de medio punto, que almacenaban bebidas e imágenes de sumisión en blanco y negro. Las paredes recubiertas en madera, sujetaban candiles que dejaban ver los taburetes y mesas altas, en una especie de pasillo antes de un pórtico, cuyo friso rezaba:
-¿Es ella? –le oí preguntar al barman.
-Sí, Calvito. ¿Tenemos la habitación lista?
-Por supuesto. ¡Felicidades! –exclamó con una sonrisa abiertamente sincera.
Poniéndose al frente, nos abrió paso hacia otras escaleras que quedaban justo al lado de La Mazmorra. Como si estuviera preparado, comenzó a sonar Do I wanna know de Artic Monkeys.
¡Estábamos subiendo a otra habitación! Ahora sentía algo muy parecido al miedo, pero mucho más intenso. En algún sitio recóndito de mi mente, albergaba la esperanza –al tiempo, indeseada– de oír la estúpida canción del ‘cumpleaños feliz’ al cruzar la puerta que –en ese instante– abría Calvito…
-Que pases una feliz noche de cumpleaños –me deseó.
-Gracias, lo intentaré –le respondí, mientras regresaba por las escaleras con la misma alegre discreción.
-Venga, déjate de cumplidos y entra –me ordenó una Lidia impaciente por ver mi cara de sorpresa.
¿Sorpresa? ¡Conmoción! Las sorpresas se hacen con globos de colores y confeti… Esto eran dos dominatrices que llevaban pinzas con mariposas colgando de los pezones y una fusta en la mano, que sacudían esporádicamente contra sus Catsuits de látex.
-¿Sabes lo que es una cruz de San Andrés? –me preguntó la primera Hermana Tijera.
-No…
-¡No, ama! –me gritó la segunda Hermana.
-No, ama –respondí temblorosa.
Coreográficamente se apartaron, dejándome ver una cruz en forma de X con cadenas y otros amarres.
-No pongas esa cara –me dijo compasivamente una Hermana. No vamos a atarte con cadenas…
Cada una me cogió de un brazo para conducirme hacia mi penitencia. No podía ver las esquinas de la habitación, estaban demasiado oscuras. Tuve la fugaz paranoia de que alguien estaba observándonos, pero esa ilusión se disipó cuando las Hermanas empezaron a desnudarme y mostraron un pequeño látigo de ante, con el que –aseguraron– me iban a azotar.
Me ataron a la cruz, me masturbaron, me pellizcaron los pezones y me sacudieron en el culo con sus fustas. Más tarde, hicieron lo propio con el –anunciado– látigo. Mientras una hermana flagelaba mis nalgas, la otra me acariciaba el clítoris. Los cambios de temperatura en el cuerpo me sumían en un placer absolutamente sumiso cuando, de repente, escuché una voz familiar desde uno de esos oscuros rincones…
-¡Basta, ella es mía!
-¿Laura?
-¿Qué pensabas? ¿No creerías que iba a dejar a un bombón como tú? –me dijo, con los labios pegados a mi oído. Pero, no podía seguir viéndote sufrir en silencio nuestra penosa relación sexual…
Escuché cómo las Hermanas se iban tras los agudos pisares de los taconazos de aguja que las erguían, mientras Laura y Lidia me desataban de la cruz. Estaban elegantemente vestidas con ligueros y botas negras, dejando al descubierto sus depiladas y preciosas vulvas. La puerta se cerró y las tres liberamos nuestros anhelos más atávicos, a lo largo de una noche repleta de orgasmos, gemidos… y sendos chillidos y azotes.
Nunca más lo hemos hecho con Lidia, aunque he de reconocer que muchas veces pienso en repetir.
Desde hace 5 años tengo una relación con otra persona: ella es Laura. Una Laura que ya no pregunta si me molesta el vibrador, sino que me ordena cómo ponerme en la cama… Ahora, mi lírica se acompasa al ritmo de la disciplina del látigo. Y es que el amor no tiene que ser suave para ser respetuoso.
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