Suele ser frecuente que quienes me visitan en la consulta por primera vez no sepan muy bien por dónde empezar. Y eso es lógico, pues si tuvieran conceptualizada con claridad su dificultad, inquietud o problema, posiblemente no tendrían que venir a verme. Y es lógico también porque hablar con una sexóloga de los temas que son de mi competencia no es tampoco, en una primera vista, sencillo. Falta de palabra y pudor suelen ser, por tanto, lo habitual, y cuando esas dificultades se empiezan a disolver y surge el argumentario y la sinceridad, comienza una segunda dificultad; discernir, de entre toda la madeja que se vuelca, qué cabo es el conveniente, cuál es el que hay que seguir. Si es que acaso ese se haya expuesto. Pues bien, el caso de Sara no fue distinto.
N. de la A. Por supuesto, el nombre real de la paciente no era Sara. Una sexóloga se debe a su secreto profesional.
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Sara
Sara era una mujer que rondaba la cuarentena. Era amable, bien educada, cuidada y preocupada por su vestimenta y sus modos, y trabajaba de administrativa en la empresa familiar de sus padres. Su educación había sido estricta y restrictiva en materia sexual por una madre demasiado temerosa y un padre demasiado convencido de lo que está bien y lo que está mal. Estaba casada desde hacía casi veinte años con –llamémosle– Pablo, un chico de dieciséis años que conoció cuando ella apenas contaba quince. No tenían hijos. Pude notar el rubor en su rostro nada más sentarse y cómo sus manos se movían mucho más, como si no consiguiera alcanzar una postura cómoda. En cuanto aclaró su garganta, manifestó, a modo de amable rompehielos, su respeto más profundo por mi trabajo y trayectoria. Había leído casi toda mi obra publicada y un sinfín de artículos de mi autoría y creía que solo yo podía ayudarla. Posteriormente, y tras ese preámbulo, dijo lo primero de verdadero interés sobre el motivo de su visita: amaba a su marido más que a nada en el mundo. Esa afirmación para alguien avezado en atender a personas con dificultades en estos terrenos, nos da una pista casi indiscutible sobre el motivo de su visita; algo pasa con su deseo que, por lo que podríamos llamar su «excentricidad», la intranquiliza.
Miguel
Me contó que las relaciones sexuales con Pablo, su marido, eran ya desde hacía muchos años casi inexistentes, pero que, cuando se producían, seguían la misma pauta que cuando se conocieron, prácticamente sin variación, pero siempre estaban cargadas de ternura y de cariño. Al preguntarle, Sara me indicó que se lo pasaba bien y se sentía emocionalmente satisfecha pero, aunque no le importaba demasiado, nunca había conseguido alcanzar un orgasmo en esos encuentros con Pablo… Pero sí los alcanzaba cuando se masturbaba a solas. Desde hacía aproximadamente un año, y ahí estaba el motivo de la visita, recibía regularmente a través de privados de Facebook (en ocasiones, una vez por semana o cada dos semanas o, a veces, con más frecuencia) comunicaciones obscenas de un tal Miguel, guitarrista vocacional sin actividad. «Un vividor, un crápula, un viva la virgen, sin oficio ni beneficio», fueron sus palabras. Y ella, Sara, esperaba con la excitación pueril de una chiquilla cada una de esas misivas en las que el tal Miguel le describía lo que sexualmente iba a hacer con ella cuando se encontrasen, y que incluían algunas prácticas que ella, ni en sus más ardientes fantasías eróticas, había llegado a imaginar jamás. «Voy a penetrarte por el culo hasta que grites de placer como nunca lo has hecho antes…», «Me beberé los fluidos de tu coño y después esparciré mi leche tibia sobre tus duros pezones…», «Te convertiré en mi esclava, te ataré al cabezal de mi cama, te apartaré violentamente las piernas y te follaré una y otra vez hasta que no puedas más…», y cosas así por el estilo. Al principio, solo al principio, estos mensajes incomodaron a Sara y pensó en bloquear al tal Miguel. Pero una extraña e incontrolable excitación se apoderaba de ella cada vez que los recibía, hasta el punto de que empezó a consultar con más frecuencia la red social, con la esperanza de un nuevo mensaje de aquel extraño tipo que parecía conocer sus más íntimos deseos y sus más oscuras pasiones. Después, se masturbaba apasionadamente con el contenido del mismo. Le pregunté si había establecido contacto real con este sujeto, a lo que me respondió, como era de esperar en su caso, que no, que fantaseaba con ello pero que nunca daría el paso. Cosa que, por cierto, él tampoco le había propuesto. Sobre si Pablo conocía esta circunstancia, me dijo que de ninguna manera; Pablo y Miguel eran personas absolutamente distintas, y a Pablo no se le podría pasar por la cabeza que un energúmeno así la excitara. Además, por ningún motivo del mundo querría hacerle daño a su marido. A Sara, la situación, que ella entendía como una infidelidad, empezaba a causarle una profunda ansiedad; se sentía infiel y «sucia», no entendía qué podía tener que ver ella con un personaje tan poco recomendable y dudaba sobre si debía mantener esa «insana» comunicación o cortarla inmediatamente.
Sara
A lo largo de las siguientes dos o tres consultas, conseguimos que su ansiedad descendiera notablemente, cosa que logramos sin demasiado esfuerzo, a poco que Sara comprendió con más claridad conceptos de sexología sustantiva como los de infidelidad, deseo o fantasía. No es mi papel, nunca, ni en los casos más evidentes, tomar decisiones en nombre del paciente, pese a que en la gran mayoría de ocasiones, es lo que esperan de mí; una especie de «placet» o de indicación moral que le señalara taxativamente qué era lo que debía hacer y lo que no, lo que está bien y lo que está mal. Mi tarea era facilitarle los recursos cognitivos y las herramientas afectivas para que ella pudiera llegar a una conclusión por sí misma. Sara, a poco que su ansiedad se amortiguó hasta desaparecer, decidió mantener su particular vinculación erótica con Miguel. Y a mí, aquello me pareció sencillamente estupendo. En la quinta o sexta consulta, con una Sara mucho más desinhibida y deseosa de profundizar en lo que emergía de nuestras conversaciones, me indicó que le gustaría que sus relaciones sexuales con su marido mejoraran, pues en los demás aspectos de su relación, eran una «pareja ideal». Le pregunté si tendría algún inconveniente en que yo viera a Pablo y a ella juntos. Pese a una cierta desazón de inicio (su marido no sabía que venía a verme), y que duró solo lo que tardó en encontrar una excusa para traerlo, le pareció una idea estupenda. Desde la primera vez que Sara manifestó lo que le sucedía, una extraña intuición y sospecha habían empezado a martillarme en la cabeza…
Pablo
Pablo era, en verdad, un tipo excelente; discreto, inteligente y que parecía conocer a Sara con una amplitud como solo lo puede hacer alguien que la ama profundamente. En el rato que compartimos, me facilitó mucha información, sin pretender facilitármela de modo voluntario. E insistió, quizá en exceso, que para esos asuntos del sexo, él se veía como un tipo anodino y con muy poca imaginación, y que siempre se sentía un poco culpable al pensar que Sara merecería algo «más atrevido» de lo que él podía proporcionarle «directamente». Ese término concreto y específico que empleó, «directamente», fue el que acabó de confirmar mis sospechas. Cuando, al despedirse, le di un apretón de manos, le dije: «Gracias por venir y buena suerte… Miguel». Siempre podría haberle dicho que disculpara mi error, que si le había llamado Miguel era porque mi casero se llamaba así y que hoy me había dado mucho la lata o cualquier bobada por el estilo. Sin embargo, Pablo me miró con una extraña sonrisa, entre sorprendida y cómplice, y tras bajar un poco los ojos se despidió; «Muchas gracias a ti, de verdad, y buena suerte, Valérie…».
La distancia más corta no siempre es la línea recta
Todavía hoy, como suele suceder con la mayoría de mis pacientes, mantengo una cordial relación epistolar con Sara. Ella y Pablo se han consolidado y han profundizado aún más en su amor. Las interacciones entre ellos han aumentado un poquito en la frecuencia y siguen siendo fundamentalmente tiernas y cariñosas. Sara incluso ha conseguido alcanzar el orgasmo en un par de ocasiones. Sigue recibiendo libidinosas misivas de forma regular de ese tal Miguel del que sigue sin saber gran cosa, pero que ella sabe ya entender, disfrutar y revertirlas en la pareja. Y yo me alegro extraordinariamente por ellos y por mí… Y es que, a veces, una que cree saber algo del amor y de la forma en que los humanos tenemos de vincularnos, aprende más de lo que ya creía saber. Tratar con los que se aman te enseña muchas cosas que nutren más que mil tratados sobre la materia. Por ejemplo, el que, en ocasiones, en el amor y cuando se sabe amar, la distancia más corta no es siempre la línea recta sino la triangular.