«Si me reencarno que sea en las yemas de los dedos de Warren Beatty».
Woody Allen.
Se contaba el chiste aquel, viejo, bastante malo y posiblemente poco correcto, del tipo centroafricano que vagaba errante y sediento por el desierto. Cuando sus fuerzas parecen agotarse y su destino resulta inevitable, tropieza súbitamente con un genio dispuesto a concederle inmediatamente tres deseos. El hombre medita esa sorprendente posibilidad con inusitada calma. Agua, lo primero que necesita es agua. Así que. formula en apenas un balbuceo por su reseca lengua su primer deseo: «¡Quiero tener agua, mucha agua y a discreción!». Después, recuerda lo complicada que ha sido su existencia por no gozar de los privilegios de los hombres blancos, así que, sin dudarlo, pronuncia su segundo deseo: «Quiero, oh genio salvador, ser blanco». Sobre su tercer deseo no tiene muchas dudas: «Por último, deseo con vehemencia otra cosa: que todas las mujeres se abran de piernas ante mí». El genio sopesa todo un momento y le anuncia que sus deseos van a ser inmediatamente concedidos. Acto seguido, realiza un conjuro y ¡hurra!, convierte al pobre hombre en un bidet. Y es que pedir un deseo es algo bastante más complejo de lo que nos pueda parecer y, no siempre no solo no nos aporta los beneficios que esperábamos, sino que, además, puede destruir la propiedad de uno mismo: la maldición china de que se cumplan todos tus deseos no deja de tener un fundamento racional en su condición de inapelable condena.
Sigue más abajo…
Warren Beatty, un amante codiciado
Quizá por eso Woody Allen (otro genio aunque no habite en ninguna lámpara) afina muy agudo al formular su libidinosa apetencia. La persona a que Allen menciona en su anhelo, siempre que se diera aquello no del todo constatado del reencarnarse y de, además, poder elegir destino después de beber en las aguas del río Leteo, no es un cualquiera: se trata nada más y nada menos que de Warren Beatty. A las que ya peinamos canas y en algún momento nos hemos sentido atraídas por el irresistible atractivo y la simpatía de este actor estadounidense, quizá no haga falta recordarnos algunas cosas de su biografía, pero por si hubiera alguien a quien su nombre apenas le suena, recordarles dos o tres datos. Warren Beatty, hermano de la también actriz Shirley McLaine, fue durante décadas y sin discusión alguna el amante más codiciado, prolífico y valorado de Hollywood. De él dijo, por ejemplo, la actriz Sonia Braga que ir a Hollywood y no acostarse con Warren Beatty era como visitar el Vaticano y no saludar al Papa.
Su número de amantes, para esos que necesitan cuantificar para poner en valor, se le calcula en unas trece mil (13 000 por si alguien lo ve más claro escrito en números), y entre ellas se cuentan nombres como Brigitte Bardot, Barbra Streisand, Cher, Elle MacPherson, Maria Callas, Madonna, Joan Collins, Vivien Leight, Daryl Hannah, Natalie Wood y, por no alargar la lista, unas 12.990 mujeres más, lo que viene a ser, en números romanos, unas dos legiones completas incluidas la infantería pesada, la ligera y los jinetes. Es decir, que a poco que se sepa contar con los dedos, no había noche que no se hubiera metido en el buche varias partners. Y aquí empieza lo interesante de la aguda afirmación de Woody Allen. Él no dice que, en caso de reencarnarse, quisiera ser Warren Beatty, no, él dice que quiere ser las yemas de sus dedos.
Análisis de la cita de Woody Allen
Sin duda, Woody Allen imagina el trasiego, la dependencia, la falta de libertad y hasta el hartazgo que le ha debido suponer a Beatty tan titánica tarea (si se lo hubieran encargado a Hércules como decimotercer trabajo, no sé yo si hubiera podido concluirlo). Así que no, Woody Allen no quiere semejante lío, tan tiránica esclavitud ni tan insufrible trajín, él no quiere ser Beatty, él quiere ser otra cosa o, al menos, tan solo una parte de Beatty.
Bien, puestos a ser «parcialistas», podría haber elegido, por ejemplo, ser el pene de Beatty o su atractivo físico o sus ojos o su hipófisis… pero no, él quiere ser las yemas de sus dedos. Allen quiere tocar como ha tocado Beatty. Con su elección, demuestra su astucia, su maestría, su profundo conocimiento de lo que es el erotismo. Y, además, evita acabar convertido en un bidet…
La piel, nuestro órgano receptor del tacto, es por un lado el límite fronterizo (el limes que diría el romano de las legiones), pero precisamente por serlo, es el territorio de mayor riqueza en cuanto a establecer comunicación con el otro que está en el «más allá».
Su increíble receptividad, su inusitada sensibilidad convierten esos dos metros cuadrados aproximados de piel que somos en nuestro mayor capital erótico y en nuestra mayor y más efectiva zona erógena. Los antiguos griegos, y no solo tratando de cuestiones libidinales, solían emplear un curioso apelativo para designar a aquellas personas toscas, de poca sensibilidad, cortas de luces y un tanto burdas: los llamaban paquidermos, es decir, «los de piel gruesa».
A estos, poco dotados para cualquier contacto erótico, les faltaba tacto. No sabían tratar a los demás, no tenían dotes diplomáticas. Woody Allen ansia «tener el tacto» de Beatty. No ansía el tocar tantas tetas como Beatty (unas 26.000 al cambio), no, es algo mucho más profundo, más sutil e infinitamente más admirable. Es el saber estar en relación con los demás, el hacer del erotismo un arte que engrandece nuestra humanidad. Es saber «poner la piel de gallina» a nuestro interlocutor, saber guiarse por ese territorio fascinante, a veces hostil a veces hospitalario, de ese otro que no soy yo pero que va a ser conmigo interactuando sexualmente.
Sabemos de Allen su afición por el clarinete. Por «saber tocar» el clarinete. Quizá, si la cita hubiera sido más musical y menos erótica, podría haber dicho que, de reencarnarse, le gustaría ser los labios de Benny Goodman.
Conclusión: La lluvia y sus pequeñas manos
Creo recordar que es en su película, Hannah y sus hermanas, cuando Woody Allen hace que se escuche uno de los poemas más hermosos de la literatura norteamericana, concretamente un poema de E.E. Cummings que lleva por título: Nadie, ni siquiera la lluvia. Tras enunciar en una estrofa: «Con una ligera mirada me liberas. / Aunque me haya cerrado como un puño, /
siempre abres, pétalo a pétalo, mi ser, / como la primavera abre con misteriosa destreza su primera rosa», concluye con un precioso verso: «Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene las manos tan pequeñas».
Nadie es capaz, como el tacto de la lluvia y sus pequeñas yemas de los dedos, de sobrecogernos tanto, de abrirnos tanto y de abarcar tanto. Y eso, Allen y la lluvia, lo saben.
Si te ha gustado, también puedes leer esta reseña de otra cita de Woody Allen: «El sexo solo es sucio cuando se hace bien».