Frases de sexo

Citas célebres para entender mejor el sexo: Voltaire

«Es una de las supersticiones de la especie humana el haber imaginado que la virginidad podía ser una virtud».

Voltaire

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Frases de sexo

La historia de una cita

1778. Fallece Voltaire y la emperatriz Catalina II de Rusia realiza el encargo de adquirir su biblioteca privada, así como unos manuscritos hallados en ella. Toda la documentación y los volúmenes son trasladados al Palacio de Invierno de San Petersburgo, la residencia oficial de los zares, que devendría el Museo del Hermitage.

Catalina la Grande anhelaba tener cerca cualquier pertenencia y rendir así un homenaje a Voltaire, a quien consideraba un amigo y por quien sentía una profunda admiración, como demuestra la relación epistolar que mantuvieron. Años más tarde y durante dos viajes en 1847 y 1850, un erudito francés, de nombre Louis-Antoine Léouzon Le Duc, consigue adentrarse en la biblioteca. La tarea no es sencilla; Catalina II ya había fallecido y el emperador Nicolás I, que sentía tanto desprecio por su predecesora como por Voltaire, había prohibido que se visitase el legado. No obstante, Léouzon Le Duc consigue un permiso especial, aunque en condiciones muy restrictivas.

En la descripción que este hace, señala que hay alrededor de 7500 volúmenes de muy diversas disciplinas, casi todos con anotaciones breves manuscritas del propio Voltaire (entre ellas, destaca el erudito un «¡Cerdo! ¡Grandísimo cerdo!», garabateado con indignación en una edición de San Agustín). Pero lo que más llama la atención del estudioso es la ingente cantidad de manuscritos que encuentra de obras no publicadas en aquel momento y, en especial, un pliego de cerca de trescientas páginas in-quarto (plegadas dos veces) que describe como perfectamente conservado.

Al ojearlas, observa que estas obras están escritas sin la voluntad de ser literalmente publicadas y decide darle el nombre al conjunto de Sottisier; algo así como «Bobadas», y que era un nombre común utilizado para referirse a una recopilación de notas diversas, inconexas y no del todo meditadas. Léouzon Le Duc pasa rápido las páginas, pero se detiene en una cita que llama su atención: C’est une superstition de l’espèce humaine d’avoir imaginé que la virginité pouvait être une vertu («Es una de las supersticiones de la especie humana el haber imaginado que la virginidad podía ser una virtud»).

La cita de Voltaire, aunque sin referenciar, servirá de entradilla muchos años más tarde, en diciembre de 1900, al libro de Pierre Louÿs, Liberté pour l’amour et le mariage («Libertad para el amor y el matrimonio»), un auténtico torpedo en la línea de flotación de la moral imperante, conservadora y patriarcal, en el que, además de una defensa encarnizada sobre la liberación de las costumbres sexuales y la protección de las jóvenes madres solteras, propone, nada menos, que grabar el celibato con un impuesto.

La cita de Voltaire, lejos de ser sottise, una bobada, una tontería, es posible (esto es una intuición mía) que le sirviera al propio autor de germen para cuestionar la virginidad de Juana de Arco en su libro poético, La Doncella de Orléans, y la absurda e irracional importancia que este hecho pudiera tener en cualquier sociedad civilizada que se precie.

Un ratito con Voltaire…

En realidad, Voltaire, y esto es conocido, no se llamaba así, sino François-Marie Arouet, siendo el origen del apodo una incógnita: posiblemente, un complicado anagrama de su apellido, una referencia a lo «revoltoso» de su obra y pensamiento o del voulait faire taire (del «quiere hacer callar») a todo el mundo, fustigando sin piedad lo irracional de sus creencias y convenciones morales.

Nacido en París en 1694 y fallecido en 1778 (poco antes de la Revolución que él tanto inspiró), mucho más que su biografía, lo que aquí nos interesa recalcar es a Voltaire como símbolo del anti-convencionalismo, el intelectual engagé («comprometido») e ilustrado, que inaugura con estilo mordaz, inteligente y despiadado un modo único de hacer crítica de su tiempo (y del que vendrá) que no deja piedra sin remover, certeza sin cuestionar ni dogma por revolver. Todo sustentado siempre en La Razón (y en la mala leche) como principios operativos.

No hubo suceso social (como el devastador terremoto de Lisboa, de 1755), uso moral (fue un auténtico «come curas» y crítico devastador de la religión cristiana y el protestantismo calvinista), personaje relevante de su época (a Rousseau le dio más que a una estera, pero tampoco se salvó de la quema Leibniz o Montesquieu, por citar solo algunos) o actitudes discursivas (como el fanatismo y la intolerancia), que no pasen bajo su afilado estilete y su implacable ironía, de tal forma que, si bien se granjeó numerosas enemistades y situaciones de riesgo, también le propició una enorme popularidad entre sus coetáneos.

Su carácter implacable, su agudeza analítica, su estilo irónico y directo (y, ¿por qué no?, su inmensa fortuna personal) hicieron de Voltaire un antes y un después; una referencia ineludible que sigue vigente como modelo para infinidad de intelectuales.

Análisis de la cita

Dos términos centrarán nuestra crítica: «superstición» y «virtud».

Cuando alguien como Voltaire emplea «superstición», se está refiriendo muy a las claras a la religión. A un pensamiento basado en una creencia que no tiene más fundamento, en cualquier caso, que la tradición y el dictado dogmático de una institución religiosa y que no soportaría un mínimo análisis crítico, es decir, que la conclusión que del planteamiento se deriva («la virginidad es una virtud») no tiene ninguna otra manera de sujetarse que a través de la superstición, la superchería, el fetichismo o, en su caso, de lo que hoy llamamos «pensamiento mágico». Y todo coincide (la propia etimología de «superstición» remite a ello) en un modo de enjuiciar propio de las religiones y, en ningún caso, de un pensamiento racional propio de la Ilustración, en ninguna deducción científica, en nada fehaciente o verídico que pueda corroborar lo que afirma.

En nuestras latitudes, y en las de Voltaire, es la concepción inmaculada de María (de la Virgen María) la que solidifica una creencia que, aún hoy, sigue operando, pese a que contradiga el sentido común aplicado a la biología de la concepción y hasta a la propia y parca biografía de María que se pueda conocer.

En el origen de este mito central del cristianismo, el de la virginidad de María, se encuentra posiblemente un simple error de interpretación, como postulan autores y estudiosos, como Almond; los evangelistas utilizaron como base de referencia la Septuaginta, que era la traducción al griego que se había realizado de los textos originales en hebreo y arameo y, en ella, el término griego que califica a María es el de parthenos (virgen o «mujer intacta»),  mientras que en el texto original figura el término hebreo, almah, que hace referencia simplemente a una «mujer joven».

En el origen del mito inmaculado y virginal de María, así como en todas las infinitas e intrincadas consecuencias que ha supuesto, cabe, racionalmente, un mal intencionado error de traducción sobre el que la «superstición» hizo el resto.

El segundo término es «virtud». Partiendo de donde partíamos, es decir, de la creencia (que Voltaire calificaría como superstición) de que la madre del Mesías y del mismísimo Dios tiene esa peculiar manera de engendrar, solo cabe inferir que esa manera de hacer las cosas (o, mejor dicho, de no hacerlas) es la mayor de las virtudes.

Si María es el paradigma y el modelo de lo que una mujer debe representar, no en vano o por sorteo es elegida para encarnar a Dios, también su actitud, la de concebir sin mantener relaciones sexuales o, simplemente, y al menos la de no mantener relaciones sexuales y conservar permanentemente su virginidad debe ser la aspiración que toda mujer debe intentar alcanzar. De ahí, que la virginidad de una mujer no casada (que debe entregar hijos a su futuro esposo y a la causa), aun no siendo una elegida, lo haga desde la «sacrificada» interacción sexual y pariendo con dolor, de antiguo visto como un valor o como una virtud.

La virtud por excelencia de un modelo que hace de la comprensión de nuestra condición sexuada una losa, un pecado, una mancha en sí misma que debe ser confinada, enclaustrada, reprimida y condenada como el más bajo instinto animal de cada uno de nosotros. Aún hoy, y de manera más extendida de lo que pudiésemos pensar, la carencia de virginidad es el sinónimo de pérdida: de pérdida de la «inocencia», de pérdida del himen…de pérdida de la virtud. En ningún caso es concebida como una ganancia, que se inicia a poco que se pueda, en forma de conocimiento, de habilidad social, de capacidad erótica, de madurez…

Es un poco como si, por el hecho de leer una primera palabra, concibiésemos que lo que nos ocurre no es que empecemos a formarnos, sino que empecemos a perder la vista. Como si aprender a leer y adquirir conocimientos no fuera una virtud, sino que la virtud fuera no mancillar nuestros ojos con esas máculas negras en páginas blancas y preservar para siempre nuestra ignorancia. A todo eso, creo que se refería Voltaire, cuando, un día, posiblemente a la luz de unas velas, escribió en un cuaderno que se conserva hoy en la Biblioteca Nacional Rusa: «Es una de las supersticiones de la especie humana el haber imaginado que la virginidad podía ser una virtud».