Frases de sexo

Citas célebres para entender mejor el sexo: Michel de Montaigne

«El hombre es el único animal cuya desnudez ofende a sus propios compañeros, y el único que, en sus acciones naturales, se aparta y se esconde de sus propios hijos».

Michel de Montaigne

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Frases de sexo

Es difícil establecer lo que pudiera haber sido un primer signo de eso tan extraño que conocemos como civilización entre esas tan extrañísimas criaturas que conocemos como humanos. Quizá no fuera un solo signo sino que el signo sería la multiplicidad de signos. Reproducir el fuego, tallar instrumentales precisos, estampar las propias manos en las paredes de las cavernas o representar elementos del mundo, la ley de la exogamia, el rito de enterrar a un semejante… A mí, hay una propuesta de signo principiante de civilización, enunciado por la antropóloga Margaret Mead, que me parece especialmente acertada, aguda  y elegante: el primer signo de civilización es un fémur que ha sufrido una factura en el esqueleto de un individuo que sobrevivió a esa fractura. Un sujeto que, gracias al amparo de los demás como él, a la interdependencia con ellos, a la solidaridad del colectivo, al erotismo del «tener que ver» unos con los otros, pudo sobrevivir y llegar a sanar ese hueso de su pierna rota.

Somos los únicos animales que hacemos eso. Los únicos que lo hacen sin que haya un instinto o un beneficio directo. Pero quizá haya otro primer signo más: el pudor. Sin pudor, sin respeto por la sacralidad del espacio público, del territorio de acuerdo que nos posibilita civilizarnos, no hay civilización.

Lo primero que sienten Adán y Eva, al ser expulsados del paraíso, es pudor: tomar conciencia de una desnudez que exhiben en el sacrosanto espacio público que, hasta ahora, desconocían como antes desconocían su animal desnudez. Pudor como respeto y veneración no tanto por el Dios que los expulsa sino por lo común a todos a lo que ahora se enfrentan. Y dolor, no tanto por haber defraudado a Dios sino por poder defraudar a lo público. Algo determinantemente humano. Capacidad simbólica emanada de una conciencia que recuerda y se proyecta, interdependencia y pudor son los pilares que sostienen lo humano, los pilares que posibilitan el que sigan emergiendo humanos. Pilares que, hoy en día, se tambalean.

¿Quién era Michel de Montaigne?

Michel de Montaigne es el humanismo en sí mismo. No es que antes no hubiera habido grandes humanistas ni los hubiera después, pero Montaigne  tiene un no sé qué de especial.

El humanismo es esa tarea que, colocando lo humano en el centro de su reflexión y de la concepción del mundo, lo caracteriza primero (tradicionalmente en contraposición con lo animal) e intenta con sus reflexiones, después, que esas caracterizaciones se maticen, desplieguen o potencien para incrementar el bien común. Un humanista es el que se preocupa por lo humano, lo conoce e intenta que cada vez seamos mejores personas. En su biblioteca en lo alto de la torre de su castillo de Périgord, en el departamento francés de la Dordoña, en el sorprendente siglo XVI, con un montón de resmas de papel bajo sus ojos y las vigas del techo repletas de las inscripciones de sus aforismos preferidos, de forma que cada vez que alza la vista de la escritura se topa con alguna, Montaigne redacta, en un nuevo género literario (el «ensayo»), sus tres tomos de los Ensayos y, entre las múltiples, inteligentes y sutiles reflexiones que hace, una: la que encabeza este artículo.

Personaje cosmopolita, adinerado, cultísimo, con importantes cargos públicos, admirador de los clásicos griegos y latinos, respetado mediador entre reyes por conflictos dentro del cristianismo entre católicos y protestantes, este francés de origen (y fortuna) sefardí por parte paterna, se consagra a partir de sus «provectos» treinta y ocho años  a redactar un ingente, sutil, inteligente y mordaz compendio de reflexiones en estilo franco y directo sin perder la erudición sobre usos, costumbres, razones y sinrazones, calificaciones, determinantes y significaciones de lo que es darse al ser en cuanto humano. Se toma a él mismo como ejemplo, no por megalomanía sino por honestidad, de forma que «Es a mí a quien pinto» (algo que ya anuncia siglos antes San Agustín y le reprocharía años después Pascal como un «necio intento»), pues no en vano el «Conócete a ti mismo» era una de sus máximas referencias externas y su «todo hombre lleva la forma entera de la condición humana» su propio principio de acción.

Análisis de la cita

Entre las millones de cuestiones que detecta Montaigne de lo que es lo propio de nosotros y nos diferencia de nuestros parientes, los animales (no en vano son varias sus sentencias que empiezan por un «El hombre es el único animal…»), destaco una en concreto: «nuestra desnudez puede ofender al prójimo». Nadie sabe a ciencia cierta por qué los humanos nos vestimos.

Lo que todo el mundo sabe es que eso es algo particular que nos caracteriza. Las tesis sobre el porqué cubrimos con capas nuestra desnudez, evitando mostrarla a lo público, son múltiples: desde que, al haber primado evolutivamente en zonas cálidas como mecanismo regulador de nuestra temperatura el sudor, tuvimos que perder de manera ostensible el pelaje para que este sudor se disipe (lo que nos obliga, además de tener que hidratarnos mediante bebida, a proteger la piel, por ejemplo del frío, con variados elementos  como los tejidos, el pelaje o el cuero de otros animales), a la tesis de que si esa falta de pelaje que nos obligó a cubrirnos derivó de una acción evolutiva destinada a evitar los parásitos exógenos (si en casa convivís tú, un gato y una pulga, es difícil que esta última se quede contigo…), que si, como opinaba Darwin, era simplemente porque los humanos menos peludos tenían más sex appeal

Pero la hipótesis que creo más sensata sobre el porqué surgiera y se conservara el hábito no solo funcional sino moralmente obligatorio de vestirnos, radica en nuestra condición simbólica. Nos vestimos para enmascararnos, para informar simbólicamente al otro, para mostrarnos ocultando, para exigirle éticamente al otro que desentrañe el misterio que somos, para que desentrame, y así se preocupe por mí, la cantidad de estímulos simbólicos que llevo encima, para que descifre el enigma de todas esas simbólicas correspondencias que le ofrezco. Y para establecer una distancia con él, una necesaria distancia con él a base de interponer entre él y yo el signo de mi madurez: la escritura velada llena de símbolos que me recubre.

Luego, está lo del estatus y la posición en la pirámide social: que si el peluco de miles de euros, que si el vestidito exclusivo de no sé qué diseñador italiano, que si la corona de San Eduardo…  pero esto es subsidiario de lo anterior: queremos que se nos desee, que se nos mire, a base de obligar al otro a que nos desvele simbólicamente. Queremos erotizarlo con nuestra veladura. Quizá Darwin estaba en lo cierto: siempre es más atractiva una persona que nos exige el esfuerzo de ser descubierta que un tipo evidente, transparente que te lo lees en la primera página o en el primer polvo.

Lo segundo que resalta Montaigne es que nuestras «acciones naturales», que incluirían el defecar pero también el interactuar sexualmente, se realizan de forma apartada y, sobre todo, a escondidas de nuestros hijos. Aquí, me dirá cualquiera, está el que lo hacemos para evitar el impacto moral traumático que tendría en nuestro pequeño el vernos cagar o el vernos follarnos a su papá, pero yo creo que la cosa, aun siendo cierta pues llevamos millares de generaciones ocultando eso, es algo más compleja.

Lo hacemos a espaldas de ellos para que aprendan ellos mismos a enmascararse, a hacer cosas a nuestras espaldas. Les enseñamos el sublime arte de enmascararse. A velarse frente a los demás, a saber taponar sus pulsiones, caprichos o antojos, sus debilidades y flaquezas, a saber elaborar un discurso (en el más amplio sentido de «discurso») antes de tener el arrojo de entregarse a lo público y no presentarse en él con la primera bobada (o cagada) que se les pase por la cabeza. En definitiva, para hacerles entender que son algo que exige ser interpretado, ser atendido, devenir un sujeto afecto para la mirada ética del otro. Un ser humano que ha conseguido serlo en cuanto a que ha aprendido a estar en relación, ocultándose, con los demás.

Conclusión

Y todo lo dicho, a partir de lo expuesto por el bueno de Michel, se comenta aquí porque, tanto el estar vestidos como el dejar caer el vestido que llevamos, son cuestiones fundamentales en el proceso dinámico e infinitamente complejo en lo simbólico de nuestra sexualidad y de nuestro erotismo. Porque, además de posibilitar el vínculo y la relación, nos posibilita discernir la posición del otro con relación a mí, porque una vez entregados al amante, a aquel al que le mostramos la desnudez, seguimos siendo un misterio para él, porque seguimos tapados. Ocultarnos, y eso lo sabía el bueno de Montaigne, es una característica y una propiedad de lo humano. Del humano que, por serlo, sabe que quien nada tiene que ocultar nada de interés puede mostrar.