«El sexo es una puerta a algo poderoso y místico, pero el cine generalmente lo representa de una manera completamente plana».
David Lynch.
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Friedrich Schelling, el filósofo alemán a caballo entre el XVIII y el XIX y uno de los máximos exponentes del idealismo alemán de raíz romántica, definió el concepto de lo «siniestro» (Unheimlich) como «Aquello que debiendo permanecer oculto se ha revelado»; la manifestación fenoménica de lo que no debe, de lo que no está preparado para mostrarse y aquella que no estamos preparados para contemplar. Pero el concepto va un poco más allá, y esto lo sabe Schelling y lo profundiza Freud.
Unheimlich es el significante que emplea Schelling y no otro y en él se contiene lo familiar (Heimlich), lo habitable que súbitamente deviene inhóspito, extraño, incomprensible. Lo siniestro tiene, por tanto, un fundamento de familiaridad, de algo cotidiano y cercano, que se trastoca y se revierte en algo que cortocircuita precisamente esa familiaridad, pero sin perder el vínculo con ella. Lo siniestro colapsa nuestro sentido, nos enloquece en cuanto que aquello que creíamos comprender perfectamente por sernos familiar deviene extraño a nosotros mismos.
David Lynch es un maestro de lo siniestro. Un carrito de bebé es algo enormemente familiar. Un bosque es también algo sumamente familiar. Pero la imagen de un carrito de bebé abandonado en un bosque es algo siniestro. Una máquina de coser, un paraguas y una mesa de disección son comunes, pero el encuentro «fortuito» de los mismos, por usar el ejemplo de lo que debe ser la poesía para Lautréamont, es sumamente inquietante: deviene, pues así acogieron los surrealistas esa asociación, una perfecta definición del «surrealismo». De esas incomprensibles asociaciones que procura un ya de por sí incomprensible, por insondable y siniestro, inconsciente.
David Lynch es un maestro del surrealismo. En las películas de este polifacético director norteamericano, a mi parecer unos de los artistas más brillantes y conmovedores contemporáneos, siempre acecha la real fractura en el entendimiento del espectador. Su narrativa, mucho más emparejada con la pesadilla que con la secuencialidad del relato, cortocircuita indefectiblemente, en un momento u otro, a quien se atreve a aventurarse en sus propuestas.
Y es que David Lynch no es un cuentista, es un ambiente. Un paisaje imposible de evitar que te captura con la fascinación del abismo y te hace habitar en él sabiendo que es inhabitable, inhóspito, poético e insoportablemente siniestro. A los espectadores que siempre intentan encontrar una razón argumental en sus propuestas, decirles lo siguiente: a Lynch no se le sigue, se naufraga en él. Como naufraga uno en el sexo…
Origen de la cita
La sentencia de Lynch que abordamos pertenece a una declaración en una entrevista y es más larga que la frase que la enuncia. Tras la primera aproximación, incide en dos cuestiones: que el sexo es la vía de entrada a lo insondable y que su representación cinematográfica es normalmente inocua y le falta la profundidad que el propio sexo contiene. Le siguen unas líneas más:
Being explicit doesn’t tap into the mystical aspect of it either in fact, that usually kills it because people don’t want to see sex so much as they want to experience the emotions that go along with it. These things are hard to convey in film because sex is such a mystery.
«Ser explícito tampoco resuelve el aspecto místico, de hecho, normalmente lo mata ya que la gente no quiere ver tanto el sexo como experimentar las emociones que se obtienen con el acto sexual. Y estas son difíciles de trasmitir en una película porque el sexo es todo un misterio».
Con ellas remarca cuestiones interesantísimas, sólidas y estrictamente ciertas que sabemos bien los que intentamos representar el darse al ser sexuado de un humano: lo explícito mata lo sagrado, trascendente e inabarcable que contiene nuestra condición sexuada porque el sexo no es presentación de actos sino experiencia de emociones y saber reflejar esto está al alcance de muy pocos. Porque el sexo es un misterio. Porque debe ser, para seguir siendo sexo, misterio.
Análisis de la cita
En las dos apreciaciones que mencionábamos contenidas en su sentencia, no existe la menor duda. El sexo es un adentrarse en el «más allá». Por eso, la mística está preñada de correspondencias sexuales que se presentan como religiosas en su extatismo o por eso, cuando encontramos en consulta a una mujer (normalmente una mujer por lo intrincado de su psique libidinal) que no alcanza el orgasmo, sabemos que, en la mayoría de casos, estamos frente a alguien que no quiere permitirse, que inconscientemente no consigue adentrarse en esa «familiar» experiencia por miedo a que de ella pudiera surgir lo «in-familiar», lo siniestro.
Con relación a su segunda apreciación, la forma «plana» de representar el sexo en el cine es absolutamente indiscutible para aquellos que han visto más de dos películas cualesquiera. Lo procedimental con lo que la mayoría de directores cinematográfico resuelven la condición sexual de sus personas y, dentro de su sexualidad, las interacciones sexuales parece un trámite a lo que obliga el guion y que, en lugar de darle la verdadera profundidad al personaje, lo que suele producir es su «aplanamiento». Besitos, elipsis del coito u otras prácticas, orgasmo conjunto y más besitos después (si pretenden ser sórdidos, será el mismo esquema pero abordado de manera sórdida). Y si antes se llevaba el misionero, que permitía prácticamente no apreciar nada, ahora optan mayoritariamente, tiempos de empoderamiento femenino mandan, por la postura de Andrómaca, esa también llamada del «caballo hectóreo» (Andrómaca era la legendaria esposa de Héctor, príncipe de los troyanos, y su nombre significa algo como «la que domina a los hombres») en la que fémina «cabalga» sobre un pasivo varón que está ahí para verlas venir. Del misionero a Andrómaca, poca más evolución en los estándares cinematográficos…
En Lynch, sin embargo, la cosa cambia. Es curioso (y consecuente) que Lynch remarque esa condición de «umbral» del sexo o, lo diremos con más claridad, de la interacción sexual. Para el espectador avezado en el análisis y las propuestas de Lynch, le resultará familiar cómo este director suele utilizar la interacción como entrada o «vía de traspaso» para que irrumpa la «dimensión desconocida» del caos, el precipicio y lo irracional, para trastocar lo que hasta ahora resultaba familiar, para sumergirlo no tanto en la beatitud celestial a la que aspira el místico sino en lo terrorífico del alma humana. Basta recordar, por ejemplo, cómo tras la primera interacción tierna y fusionada entre Betty y Rita en Mulholland Drive, todo deviene lo otro, todo deja de tener el sentido que hasta ahora el espectador le hubiera dado a la historia, todo bajo la aparente familiaridad sobreviene lo siniestro. La segunda vez que Betty y Rita (o Rita y Betty) interaccionan sexualmente ya es la brutalidad y no la ternura la que guía sus afectos. Lo mismo sucede en Island Empire: tras una interacción sexual, Nikki/Sue tiene acceso a algo parecido a aquella madriguera (¿vaginal?) en el que Alicia entró en una dimensión paralela. Una interacción sexual como rito chamánico, como viaje iniciático o «iluminación» que desarticula lo familiar.
Conclusión
El sexo es el dintel a lo desconocido que somos, el misterio familiar que en ocasiones nos instala directamente en nuestro verdadero hogar y otras descompone cualquier familiaridad, aquello que nos remite a lo oculto y por lo tanto preñado de sentido, de ambigüedad e interpretación. El sexo es aquello que muy raramente el cine (y la literatura y el arte en general) es capaz de hacer explícito, pues su fundamento se escapa de nuestro alcance. Sí, Sr. Lynch, tiene usted toda la razón. Mis respetos.