«Los hombres temen más al sexo que las mujeres».
Arthur Miller
Ovidio centra el capítulo VII del libro III de Amores en un encuentro sexual. La voz del narrador es la del varón. La mujer, su amante, aparece descrita por dicha voz plena de gracias estéticas y arrojados propósitos libidinales. Sin embargo, en una lectura un poco más cuidadosa, una se da cuenta de que los verdaderos protagonistas del relato no son él y ella, sino otros dos siniestros personajes: el pene y el horror.
Un pene que no alcanza en ningún momento su estado de erección y el pavoroso espanto que siente el hombre ante esta circunstancia. Él y ella se desean ardientemente, pero… «No obstante mi miembro, como untado por helada cicuta, / muy perezoso han mi intención frustrado. / Yací, tronco inerte, fantasma y fardo inservible / y sin concluir si era cuerpo o alguna sombra».
«Fantasma» y «fardo inservible»: a partir de ahí, la locura obsesiva del que no encuentra sentido o explicación alguna a lo que está sucediendo, a la insondable angustia que produce el que, en traducción del escritor francés Pascal Quignard: «Había soñado los gestos. Había imaginado las posiciones», para obtener como esperpéntico resultado: «Y todo para mi miembro, lamentable, como muerto por anticipado, más languideciente que una rosa cortada la víspera».
Ella lo intenta, prueba a evitar el temible espanto: «Dulcemente ella acercó su mano, lo tomó, lo movió». El resultado solo refuerza el pavor, la incomprensión y la culpa: «Pero cuando todo su arte resultó sin efecto, exclamó: ¿Te burlas de mí? ¿Quién te forzaba, insensato, a venir a extender tus miembros en mi cama si no tenías deseos?». El final del relato es temible: «Y sin demora saltó cubierta por su túnica suelta: / y bien le sentó sacar con fuerzas sus pies desnudos. / Y porque sus sirvientas no pudieran saberla intocada, / tomando un baño, disimuló esta afrenta».
Quignard es menos lírico y más directo en su traducción de ese final: «En seguida saltó de la cama, cubierta simplemente con su túnica, sin tomarse el trabajo de atar sus sandalias. Luego, para disimular que estaba intacta de mi semen, fingió que se lavaba la ingle».
Hasta fingir lavarse la entrepierna se legitima ante tamaño e incomprensible fracaso. Fingir para que nadie sepa, para que nadie suponga el gatillazo, el horror de que ese caprichoso cuerpo cavernoso no alcanzó su posición erecta. Tremendo, ¿no? Pues ese espanto que sintió el varón, posiblemente el propio Ovidio, en el relato, es un pavor que todavía hoy, veintiún siglos más tarde, los (y nos) persigue: el no poder rendir cómo se le exige, el no satisfacer a su deseada dama, el poner en cuestión su identitaria y exigida virilidad, el traicionar la expectativa, el ser un «fardo inservible» cuando todo se espera de él.
No es de extrañar que Arthur Miller, el genial dramaturgo y guionista norteamericano, confirmase con esa declaración realizada a un periódico español, destacada en su obituario del 11 de febrero de 2005, lo siguiente: «Los hombres temen más al sexo que las mujeres».
Sobre Arthur Miller
Quien conoce un poco la biografía de Miller sabe al menos algunas cosas. Era un gran intelectual, serio, sólido, sereno y hasta un poco envarado pero con gran sentido del humor. Fue el autor de obras tan críticas e inteligentes como Muerte de un viajante o Las brujas de Salem, y se casó en segundas nupcias con Marilyn Monroe. Esto último permite deducir sin muchas dificultades que la actriz debió ver en él un baluarte de estabilidad que le proporcionase un poco de tranquilidad a su limítrofe estructura psíquica (función que Miller asumió con cierto compromiso) y que, con ella, debió experimentar profundamente, sin género de dudas, el horror.
El espanto erótico ante una sex symbol a la que las cosas no le rodaban con normalidad en la cabeza, el espanto de su definitiva incapacidad por aplacar su exceso, furia, adicciones y continuos reclamos. El espanto, también, por no poder satisfacerla sexualmente (en la condición de Marilyn estaba el estar perpetuamente insatisfecha). En definitiva, la más absoluta impotencia en toda la extensión que pueda tener este término, el temor constante al sexo en toda la amplitud que contiene el significante «sexo». Pero el problema, el que le hace decir a Miller en referencia al temor, «los hombres» y no, por ejemplo, «Yo sentía más temor que Marilyn», es que lo que le pasaba no era algo exclusivo de él o del particular perfil psicológico de Marilyn. ¿Por qué?
Análisis de la cita
El poeta, Marcial, casi coetáneo de Ovidio (nació unos treinta años después de la muerte de este), dejó escrito un epigrama: «Carior est ipsa mentula» («Mi pene es más precioso que mi vida») que complementaba otro de Ovidio en la obra mencionada, Militat omnis amans («Cada amante es un soldado»). Algo que más de uno lleva tatuado (con tinta indeleble y aun sin saber latín), no en el hombro, sino en la misma frente.
Esa conclusión axiológica que colocaba el pene en lo más alto de la jerarquía de los valores no solo era propia de Marcial. Recogía de antaño y difundía hasta nuestros tiempos la convicción cruel y estúpida que abocaba a los hombres al abismo del terror de que un hombre es fundamentalmente su pene: de que su capacidad, su talento, su habilidad, su tamaño y su «potencia» residen estrictamente en ese pequeño colgajo que se aloja al final de sus ingles.
Y eso era algo, es algo, que no solo afectó a la sexualidad masculina sino que condicionó todo un paradigma del sexo. Algo que hizo del sexo la noción del follar. Algo que hizo de la noción de follar un asunto de coito y falocéntrico. No nos extenderemos aquí sobre las infinitas repercusiones y problemáticas que ese modelo generó y que sigue generando en los sexos, pero sí señalaremos, a fin de reafirmar la valoración de Miller, lo que esa losa supone en primera instancia para un hombre.
El pene, por ejemplo y al contrario que una vagina, no puede ni siquiera fingir. O está lánguido o está erecto, o está vencido o se cree invencible. Así que si nos encontramos con que ese órgano y su funcionamiento marcan el verdadero valor de un hombre, que no hay forma de enmascarar, disimular o distraer su visible estado y que las exigencias de rendimiento en la cama no solo se centran en él o se reducen, sino que, además, son cada vez más crecientes, tenemos el conflicto asegurado.
El conflicto y el permanente temor generan la ansiedad propia del miedo anticipativo (el «no voy a dar la talla» o «no se me va a levantar») y eso es garantía infalible de que lo temido va a suceder. La obsesión, la logorrea interna, el darle mil vueltas al pilón que manifiesta el varón del relato de Ovidio cuando entra, ya temeroso, y percibe, al instante, que aquello empieza a no funcionar, provoca inevitablemente que acabe por no funcionar.
El peligro añadido es que el miedo es primo carnal de la violencia. Cuando de uno se espera algo y uno no consigue ese algo a los ojos de los demás y, encima, se le recrimina por ello (recuérdese en el relato lo del «¿Te burlas de mí?» o lo del si no se te empina es porque no me deseas), la furia crece y no todos se lamentan líricamente como Ovidio, sino que entran en procesos violentos y delirantes de proyección en el que el culpable puede ser cualquiera. Cualquiera salvo la propia estupidez de haberse creído que uno vale lo que vale su polla o que esta es la que dice siempre la verdad sobre los afectos.
Conclusión
Sí. Pese a lo que pueda parecer, yo también creo, como Miller, que, aunque generalizando en exceso, los hombres temen más al sexo que las mujeres. Y hombres y mujeres pagan las consecuencias. Luego que me digan que no es necesaria la educación sexual. Aquella que, por ejemplo, pone al pene en su sitio, en ese sitio donde el hombre se puede reconciliar con él.