Cuando hablamos de amor, erróneamente pensamos que siempre involucra a dos personas. Que sea de una forma estable, intermitente o solo sexual supone, de alguna manera, una relación. Pero no siempre es así.
Aunque Charles Baudelaire dijo aquello de «El amor es un crimen que no puede realizarse sin cómplice», la realidad es que hay grandes amores que, por suerte o por desgracia, tendremos que vivir a solas.
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Amor no correspondido
La juventud
El amor no correspondido suele ser, de hecho, una forma de entrar en contacto con la adversidad de la vida en la más tierna juventud: «La persona que yo anhelo no me quiere a mí y hay poco que pueda hacer al respecto, salvo resignarme». Estas primeras decepciones son especialmente dolorosas, porque es la primera vez que nos damos cuenta de que no siempre podemos conseguir lo que queremos.
Además, ese primer amor no correspondido suele dejar bastante huella. Cuesta aceptar que un sentimiento tan fuerte como el que albergamos sea totalmente estéril e inútil y, aunque como todo, se cure con el tiempo, ese primer amor es como el primer granito de la varicela: deja marca para toda la vida.
Sin embargo, pese a que en la juventud los amores son mucho más pasionales, también son más volátiles. Por eso, el amor no correspondido en la madurez conlleva una desazón más profunda.
Tres tipos de final
En la madurez, se trata de un amor más profundo: ya no es «ese chico que me gusta», sino que con los años aprendemos a no estar solo «enamorados de la idea del amor», sino a amar los pequeños detalles que hacen única a una persona. Y es que amar significa conocer, tanto lo bueno, como lo malo, y aceptar el balance que crea ese conjunto.
Ese amor no correspondido se convierte en un amor que nace, pero que no madura. Un amor que es, pero no termina de ser, y que solo tiene tres soluciones: el olvido, la obsesión o el altruismo.
El olvido pasa por aceptar que no todos los amores que nacen están destinados a convertirse en grandes historias, y que algunos simplemente hay que dejarlos ir. La obsesión pasa por la obcecación o la parte más cruel de la esperanza, que es pasarse la vida esperando nada. El altruismo, sin embargo, es convertir ese amor en un sentimiento positivo, que se centra en desear y proveer lo mejor a la persona amada, aunque nunca sea nuestra.
Prohibir es despertar el deseo
Pese a que en ninguna de las tres opciones ese amor llegue a consumarse en el sentido más explícito de la palabra, no implica que el amor no correspondido sea puro y asexual, como suele describirse el «amor platónico». Todo lo contrario.
El deseo por la persona amada puede ser mucho más ardiente cuando no podemos llegar a poseerla. No llega la satisfacción, pero tampoco la rutina, y por lo tanto, esa llama rara vez acaba convertida en cenizas.
De esta forma, aunque no exista una sexualidad física, sí que existe la fantasía casi enfermiza. Imaginar el tacto de su piel, el sabor de sus labios e incluso la forma de sus genitales. Siempre que puede, la mente huye hacia ese anhelo no cumplido y, lejos de acostumbrarse a sesiones de sexo rápido en la cama y el sofá (síntomas de la convivencia en una relación estable), la mente permite una vida sexual imaginaria especialmente activa. Ya se sabe: prohibir es despertar el deseo.
Podemos hacer el amor en cualquier lugar, de cualquier manera. Visualizar su cara, su placer, sus múltiples orgasmos y de hecho, alcanzar siempre que queramos, con esa imagen, los nuestros. Hay pocos comburentes tan potentes como el deseo por una persona que no nos corresponde, para conseguir que alcancemos una verdadera combustión.
Puede que Charles Baudelaire tuviera razón cuando dijo aquello de que el amor es un crimen que no puede realizarse sin cómplice, si se refería al amor que nace, se consuma, y quizás, con el tiempo, fallece.
Pero el amor es un concepto tan complejo y diverso que, aún sin que la persona amada llegue nunca a enterarse, puede sufrirse y disfrutarse casi con la misma intensidad.