Como vimos en este artículo sobre el auge y caída de Anna Boleyn (Ana Bolena), Enrique VIII (1491-1547), Rey de Inglaterra y Señor de Irlanda entre 1509 y 1547, ha pasado a la memoria colectiva como el verdadero Barba Azul, por haber utilizado a sus seis esposas y decapitado a dos de ellas, a las que no supo ni amar ni satisfacer sexualmente.
Las esposas de Enrique VIII
Anne of Cleves: La yegua de Flandes
A pesar de la desolación del monarca por la muerte de Jane Seymour, unos días después de haber dado a luz a un hijo varón, Thomas Cromwel le recomendó volver a contraer matrimonio para reforzar la sucesión con otro heredero. La elegida, Anne of Cleves (Anna von Jülich-Kleve-Berg), una noble alemana de 25 años, a la que Hans Holbein el Joven retrató con excesiva benevolencia, omitiendo su cuerpo corpulento, sus rasgos toscos y las marcas de viruela que afeaban su rostro.
Enrique VIII firmó un tratado de matrimonio con ella y cuando la vio en persona, se sintió engañado, pero no se atrevió a romper el compromiso con la joven (a la que llamaba en privado «la yegua de Flandes»), para no enemistarse con Alemania.
Decidido a terminar con un matrimonio que no le satisfacía, el monarca urdió un plan para conseguir la nulidad y, con el beneplácito de Anne of Cleves, la obtuvo bajo la excusa de que no había sido consumado, porque ella tenía «malos olores» y porque su compromiso anterior con el hijo del duque de Lorena no se había roto adecuadamente.
La decisión de Anne de no poner obstáculos a la nulidad fue muy inteligente, porque además de conservar la vida y ser recompensada con diversas propiedades, obtuvo el reconocimiento de «miembro honorífico de la familia del rey» o «querida hermana del rey» y pudo disfrutar de una vida apacible lejos de las intrigas de la Corte.
Peor fortuna corrió Thomas Cromwel; sus artimañas para que el rey contrajera matrimonio con la dama germánica fueron el principio del fin. Acusado de traición, fue encarcelado en la Torre de Londres y decapitado por un verdugo tan inexperto (elegido a conciencia por el monarca) que necesitó tres golpes de hacha para lograrlo. Una vez más, Enrique VIII no tuvo piedad.
Un rey obeso y detestable
No sé si Anne of Cleves tenía «malos olores», pero los historiadores coinciden en que Enrique VIII apestaba. Un accidente sufrido en 1536 le abrió una herida antigua que, con el paso del tiempo, se convirtió en una úlcera maloliente que rezumaba pus.
El dolor atroz que sufría, sumado a la imposibilidad de seguir con las actividades físicas que tanto le gustaban (como la caza, el tenis o la esgrima), despertaron en él el pecado capital de la gula, al que se entregó con una glotonería insaciable. Carne de caza, lengua de ballena, quesos, mantequilla y postres gelatinosos (regados con abundante cerveza, vino y aguardiente) eran algunas de las exquisiteces que componían los pantaleónicos festines a los que se entregaba con deleite, y que pronto le convirtieron en un obeso mórbido con una cintura de 137 cm.
Al principio, la obesidad, la diabetes, la gota galopante y la herida pestilente no le impidieron disfrutar de otro de sus placeres, el sexo, al que a veces se entregaba sobre la misma mesa en la que todavía quedaban restos de su última comilona. Sin embargo, con el avance de sus enfermedades, empezó a sufrir tales problemas de movilidad que tuvo recurrir a inventos mecánicos para actos cotidianos como montar a caballo.
Seguro que le hubiera venido de perlas la Siège d’Amour, una silla diseñada dos siglos después por el prestigioso ebanista Louis Soubrier, para que Eduardo VII de Inglaterra (cuyo apetito insaciable, caprichos sexuales e innumerables amantes le valieron el sobrenombre de rey Playboy) pudiera mantener relaciones sexuales y sexo oral a pesar de su oronda figura, ya que Enrique VIII tenía, además de un precario estado físico, un pene de poco tamaño y dificultades de erección, tal y como revelan documentos de su médico personal y la confesión de Ana Bolena a su cuñada lady Jane Bolena (Lady Rochford), sobre que al rey le costaba mucho desenvainar y empuñar su espada, que la «esgrima carnal» concluía poco después de empezar y que más que «espada» era un «alfiler».
Catherine Howard: La rosa con espinas
Las desagradables características de Enrique VIII no le impidieron seguir cortejando a mujeres jóvenes y hermosas, consciente en el fondo de que no les quedaba más remedio que aceptarle. Fue el caso de Catherine Howard, prima de Ana Bolena y cortesana, con una vida desgraciada desde la muerte de su madre, ya que su familia adoptiva no dudó en aprovechar la exquisita belleza de la niña en beneficio propio. Su tío, Thomas Howard, consiguió que la aceptaran como dama de compañía de Anne of Cleves y la aleccionaron para que sedujera al rey. La conspiración familiar y los encantos de la adolescente dieron sus frutos: Enrique VIII cayó rendido de amor y se casó con ella apenas unas semanas después de la disolución de su matrimonio con la dama alemana.
Pagado de sí mismo, el monarca inglés no se percató de que la bellísima chica rubia de 17 años, a la que apodó su «rosa sin espina», sentía asco por él, hasta el punto de escribir que su cuerpo seboso y el hedor que emanaba le causaban repulsión, y que su miembro viril no la hacía gozar.
No era de extrañar que el rey cincuentón causara tal rechazo en la adolescente; en palabras del historiador francés Georges Minois: «Enrique nunca fue un hombre refinado y galante; como en todo lo demás, sus maneras amorosas eran brutales y directas, los preámbulos muy cortos, los desarrollos restringidos y la conclusión abrupta; el amor físico fue siempre reducido por él a lo esencial, un rito biológico sin fantasía, con el solo objetivo de procrear. La galante Catherine había conocido algo mucho mejor antes de casar con el rey, cuya apariencia carecía de todo atractivo».
Sin duda, Catherine Howard había conocido algo mejor antes de casarse; su nombre, Sir Thomas Culpeper, un caballero al que describían como «un bellísimo joven», que ostentaba el cargo de Mayordomo de la Cámara Privada del Rey, una prestigiosa posición que implicaba una íntima cercanía con este, hasta el punto de vestirlo, desvestirlo y velar por su sueño. Durante su etapa como dama de compañía de Ana of Cléveris, los jóvenes se hicieron amantes, y el matrimonio con Enrique VIII, en vez de terminar el romance, lo afianzó aún más, gracias en parte a lady Jane Bolena (Lady Rochford), su confidente y celestina, que organizaba sus encuentros sexuales aprovechando las salidas del monarca.
Por desgracia, en otoño de 1541, la infidelidad de la reina con el Mayordomo de la Cámara Privada del Rey llegó a oídos del arzobispo de Canterbury quien, tras investigar a fondo, descubrió tanto el romance actual con Thomas Culpeper como uno anterior con Francis Dereham, con quien había llegado a acordar un precontrato matrimonial que se había frustrado por su partida a la Corte como dama de honor.
Tanto Culpeper como Dereham fueron acusados de alta traición y ejecutados el 10 de diciembre de ese mismo año: Culpeper, decapitado, como gracia del rey por su pasado como su mayordomo personal; Dereham, colgado, destripado, castrado, descuartizado y decapitado.
Catherine Howard fue arrestada y confinada en la Abadía de Syon, mientras el Parlamento de Inglaterra decidía su destino en un bill of attainder (acto legislativo de condena sin juicio previo) fechado en febrero de 1942. Los cargos probados, traición por no haber revelado su pasado sexual y por adulterio; la condena, decapitación en la Torre. Cuando, rumbo a su destino final, la joven vio las cabezas de Culpeper y Dereham empaladas en picas bajo el Puente de Londres, supo que el monarca no tendría piedad con ella.
Enrique VIII tampoco la tuvo con Jane Rochford; a pesar de que su testimonio había sido determinante para la condena previa de su propio esposo (Jorge Bolena) y Ana Bolena, y la posterior a Catherine Howard, fue decapitada en la misma ejecución que esta, y su cuerpo enterrado junto al de la joven germana, en una tumba sin nombre, al lado de los restos de su esposo y su cuñada.
El final de Barba Azul
Enrique VIII no perdió el tiempo y apenas un año después de la decapitación de su esposa contrajo matrimonio con Catherine Parr, una viuda adinerada de 31 años, que había sido dama de honor de Catalina de Aragón, su primera esposa. Aunque Lady Parr estaba comprometida con Thomas Seymour, no se atrevió a rechazar al monarca (después del destino de sus antecesoras, ¡¿quién podría?!) y en julio de 1543 se convirtió en reina consorte.
El matrimonio, plácido y discreto, satisfizo al caprichoso rey solo durante un tiempo; en 1546, ordenó su detención bajo la sospecha de mostrar simpatía por el protestantismo. Aunque Catherine Parr consiguió aplacarle afirmando que sus opiniones religiosas no tenían más motivo que distraerle del dolor de su herida con pus, el verdadero motivo del rey era que se había encaprichado de Katherine Willoughby, una cortesana de apenas 27 años, así que ¿durante cuánto tiempo conseguiría proteger su cabeza?
Por fortuna para ella, el monarca falleció el 28 de enero de 1547 y, con su cuello intacto, Catherine Parr no solo se convirtió en la reina en funciones, sino que se casó con su amado Thomas Seymour apenas dos meses después del entierro de Enrique VIII.
Cuentan los historiadores que cuando trasladaban el cuerpo de este desde Whitehall hasta Windsor, su féretro se partió en dos debido a su enorme peso; un final grotesco para un monarca indigno que, a pesar de sus logros como rey de Inglaterra, también será recordado como el asesino de sus esposas y el promulgador de la primera legislación inglesa contra la sodomía y de la primera contra la brujería, que condenaban a inocentes a la pena de muerte, que tanto le gustaba.
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