Entrevistas

Un café con Valérie (y un test de sexo para Tasso)

Llevaba tiempo pensando en hacer una entrevista a Valérie Tasso. Pero le han hecho tantas que me parecía casi imposible sacar algo novedoso. Recordé mis charlas con otras personas ilustradas y caí en la cuenta de que las conversaciones más ricas y estimulantes se habían dado con café, cigarrillo y cierto desvarío. Así que, en la primera parte, me pongo a filosofar (seducir) en blanco y negro con Valérie, como en el Coffee and Cigarettes de Jarmusch (aunque café y cigarrillo sean virtuales. O sea, lo que son, una excusa), sin perder la mundanidad pero sin caer en el trantrán de la doximata. Y en la segunda parte, le hago un test de sexo a Tasso porque no hay café que se precie si no hay risas.

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Un café con Valérie (y un test de sexo para Tasso)

P. […] Me viene a la cabeza aquello de tu paisano Lyotard, «La economía libidinal», y pienso en los orificios y flujos… del mercado, y de cómo las emociones lo han arrasado todo. Pero bueno, eso son temas distintos… o quizá no tanto. La cuestión es que antes me quejaba de que los franceses racionalizaban el amor hasta límites insospechados y, ahora, echo en falta aquello. Será que me estoy haciendo viejo… Clínicamente, ¿qué es más castrante? ¿Obligarse a ser empático o la factura de la luz?

R. El tema de la racionalización, sobre todo si es esa que Adorno y Horkheimer llamaban «instrumental», es enormemente inquietante. El mismo Adorno anunciaba ya que esto que nos sucede podría ocurrir; la existencia convertida en una mera y racional sucesión de propósitos; un procedimentalismo que nos convierte a todos en «casos», algorítmicamente formulables, y en cuanto tales no singulares, allanados, homogeneizados en su diferenciación, sustituibles en su máxima expresión… o, como anteriormente apuntó Heidegger; las existencias, la tuya o la mía, devienen meras «existencias» (como latas de refrescos que se pueden contabilizar, almacenar o sustituir en un estante). Con ese exceso de racionalización se pretende evitar, fundamentalmente, todas las inseguridades, dificultades y esfuerzos que comporta el establecer relación con el otro, controlar el «erotismo»…. Esa falta de apertura del lenguaje que se pretende ahora solo sucede en lenguaje binario, el de una máquina; entre humanos, una palabra es una palabra y cien mil cosas más, dependiendo del contexto. No me extraña que en los planteamientos posthumanistas, la supresión del lenguaje sea uno de sus mayores propósitos. Pero el erotismo necesita de lo sagrado y de lo, por tanto, oculto, lo interpretable, lo que no es transparente ni racionalmente comprensible.

Sin embargo, y como tú muy bien apuntas, el otro exceso, el que podríamos llamar de la prevalencia de la comunicación emocional, no es menos inquietante. La continua apelación para proporcionarnos una euforia que aumente nuestro rendimiento (laboral, estético, sexual…) y para «facilitarnos» la comprensión de lo que se nos dice, es una clara voluntad de infantilizar nuestros recursos cognitivos y simbólicos. El «¡Mi niño es el más bonito del mundo!» puede ser de utilidad en un momento dado para un infante (un «infans», etimológicamente el que aún no tiene palabra), pero para un adulto es menospreciarlo, tratarlo de incapaz para el razonamiento y el sentido crítico. Y, como bien has apuntado, así se nos dirigen continuamente, con euforias emocionales, todos los dispositivos ideológicos actuales; «Si quieres, puedes», «Porque tú lo vales», «Cumple tus sueños (pues hasta el universo entero confabula a tu favor)»… A todos le puedes añadir «mi niño» detrás y no  pierde sentido la proposición. Esa puerilización emocional es también un envite, una manera de desarticular el erotismo, pues este es, fundamentalmente, un proceso de estar en relación con el otro que solo se alcanza en la madurez y abreva en la interdicción por el previo conocimiento de la ley.

Si te fijas, hasta el mismo amor se encuentra hoy en día entre los dos polos; el de la emocionalidad del llamado «amor romántico», irracional e indiscutible, que apenas se distingue de un calambrazo por meter los dedos y el del amor regularizado, racional y estipulado hasta en la más mínima de sus cláusulas y que apenas se distingue de un contrato mercantil.

Y siguiendo en relación a lo de la castración, yo todavía añadiría un tercer elemento;  lo de la tapa de un piano…

P. Parece que en (esta) sociedad siempre quieren que te pille el toro antes de tiempo, so pena de que a uno le acabe pillando simplemente por el tiempo o, más bien, la vejez. Para ti es imposible hacerte vieja, entre otras cosas porque eres eterna con esas maravillosas historias que escribes. Son relatos revolucionarios […] Ya no sé si fue Skopcol, Hobsbawm, otro, los tres o cientos de ellos –definitivamente, me hago viejísimo– los que decían que las revoluciones se producen en situaciones de asincronía entre los deseos y las necesidades sociales, es decir, si lo que se (cree que se) desea y lo que se (cree que se) necesita van de la mano, la gente permanece mansa; si, por el contrario, se distancian, se genera una «sincronía» contra el statu quo. Aquellas obras (decían que) trataban sobre revoluciones, pero yo creo que estaban proyectando sus relaciones sexuales de pareja. ¿Cuánto de verdad habría en ello? ¿Cuánto proyectamos al día? ¿Cuánto proyectamos en la alcoba?

R. Qué gran otro tema, ese de si todavía podemos ser los agentes activos de una revolución, y qué listo eres… además de un seductor «pata negra» (vaya pata negra por lo de escaso no por lo de cochino) ¿Y qué decir del deseo?  ¡Ah! Vaya otra problemática, pues racionalmente, y siguiendo con el hilo anterior, es inasible, inconmensurable e incompresible. Los del Big Data en su afán de «mathesis universales» podrán decir un día «qué desea el editor de Volonté», a qué «objeto a» que diría Lacan pone proa el deseo del editor (libros, ajedrez, camisas…), pero nunca podrán decir por qué el editor desea lo que desea. Esa es nuestra última esperanza, que nos puedan manipular ofreciéndonos «intereses» pero nunca sepan el qué nos lleva a esos intereses. El deseo profundo, como decía Bloch, es siempre el que permanece como deseo, como deseo de desear, el que nunca se puede ni siquiera en un simulacro (como comprar unos zapatos) satisfacer. Y el deseo, cosa que tú sabes muy bien, es siempre algo «especular», forjado en la mirada de los otros, del que nunca nos podemos apropiar. «Mi deseo es el deseo del otro», sintetiza muy bien esa particularidad trascendente (en cuanto que nos sobrepasa a todos nosotros) y nada tiene que ver con las necesidades, como bien supieron ver los antiguos y verdaderos hedonistas del periodo helenista como Epicuro.

En esa necesidad de que mi deseo es ser deseado por el otro, por cualquier otro, es donde la alcoba juega un papel fundamental, pero igualmente inasible y misterioso. ¿Por qué me pone lo que me pone?, ¿por qué puedo construir el ilusorio relato deseante? El que, permitiendo no ver un culo que excreta sino unas nalgas sensuales, sostiene siempre una interacción sexual (no follamos sobre una cama, sino sobre un relato deseante) y ¿por qué con ese o esa y no con ese o esa otra?

P. No soy psicólogo, pero supongo que desde la psicología no se entiende que la proyección sea un fenómeno nuevo. Quizá, lo que ocurre es que ha pasado de ser un desliz analítico a un criterio moral con el que se puede justificar cualquier argumento. Como aludía antes, usar las palabras como arma emocional, en vez de dotar de sentido un discurso para que los demás interpreten… ¡y escuchar! ¿Hay otra «salvación» que no sea escuchar? ¿Las redes sociales nos dejan sordos o somos nosotros los que ensordecemos voluntariamente y la tecnología nos lo facilita?

R. En Esperando a Godot escribía Beckett; «el aire está lleno de nuestros gritos pero la costumbre ensordece». Un poco la misma tesis de los pitagóricos y la música que necesariamente debían producir los astros (la música de las esferas) que no oíamos, no porque no existiera sino porque ya nos habíamos acostumbrado a oírla y no nos deteníamos en ella, no la escuchábamos, nos habíamos ensordecido.

Hoy en día, el ruido en sus múltiples acepciones de flujos informativos continuos de repeticiones siniestras de lo mismo, presentado como novedades o llamamientos imperativos a obedecer por nuestro bien, es el gran mecanismo ideológico que nos sumerge en la inmediatez. Ese continuo e histérico grito que reclama atención nos enfrenta con la imposibilidad de «mediar», de crear acontecimiento y de generar sentido crítico. Y eso nos precariza enormemente como ciudadanos y como humanos, pues si no podemos posar una mirada reflexiva o un oído que atiende, nuestra capacidad simbólica, aquella que nos permite «conjugar» y proyectarnos en el pasado y el futuro, se derrumba. Y sin eso no somos nada o menos que nada.  En ese sentido, la tecnología actúa como un dispositivo y nuestra pereza como un estímulo… Bailamos al son de la música sin escuchar la música que nos envuelve.

Hay un diálogo de los Hermanos Marx que sintetiza muy bien ese sentimiento de avanzar continuamente sin progresar para nada:

«–Vamos, Ravelli, vayamos más deprisa.

–¿Pero ¿para qué, jefe, si no vamos a ninguna parte?

–Pues entonces corramos y acabemos de una vez con esto.»

Tremendo.

Los tiempos del deseo, y por ello mismo del erotismo, requieren detención y sus dosis de hastío… Y esa imposibilidad nos devuelve al estado pre-racional de las pulsiones, el del niño que lo quiere todo y lo quiere ya.

P. La inteligencia artificial ya está aquí y, con ello, me temo que se abre un campo de precisa manipulación de las opiniones. Por resumir, esos acontecimientos que nos resultan tan extraños puede que solo sean los primeros de una inmensa cascada de eventos que van a generar más incertidumbre (por decirlo de una forma laxa). ¿Qué te gustaría que hiciera la inteligencia artificial por el sexo y qué te asusta de la misma?

R. Me gustaría que hiciera por el sexo lo que por él hace nuestra propia inteligencia… Pero, en ese caso, ¿para qué generarla sintéticamente? No creo que vayan a ir por ahí los tiros de la I.A. ni del resto de tecnologías convergentes, sino que apuntan en la dirección de la optimización, del rendimiento y de la deshumanización o, dicho de otro modo, no en la dirección transhumanista de mejorar nuestras condiciones, sino en la posthumanista de asemejar lo poco que quede de nosotros a las máquinas. Y eso, para el sexo y nuestra condición sexuada, posiblemente el mayor valor que tenemos en cuanto humanos, es una catástrofe en la acepción griega del término; un giro súbito e inesperado en el guion, que ríete tú del último capítulo de Juego de Tronos.

Test de sexo para Tasso

  • Polla

Le Coq Sportif

  • RAE

¿A ver cuándo me invitas ya a cenar de una puñetera vez?

  • Miau

Mis cuatro gatos (cabrones, evidentemente…)

  • El jardín de las delicias

El Bosco (cruel, sórdido y desconcertante como pocos)

  • Un coño abierto

Una mente que piensa

  • Amor

Tragedia con farolillos de colores

  • Angustia

Rabia, rebelión y váyase Vd. a tomar por culo

  • Polla

La leche

  • Georges

Bataille… y el otro (el mío)

  • Ventolín

Ahogo, estercolero

Interpretación de los resultados: está claro que la paciente Valérie Tasso tiene más que paciencia conmigo. Por lo demás, no tengo ni puñetera idea de cómo interpretar las respuestas al supuesto test. Pero lo que sí tengo clarísimo es que ella es una persona excepcional, de esas que al leerlas o hablar con ellas provocan ganas de seguir aprendiendo, de seguir hablando, de seguir entendiendo el mundo donde vivimos. Por eso, solo puedo finalizar recomendándote que leas y degustes lo que escribe: Artículos y relatos de Valérie en el blog.