Albert Edward (nacido en Londres, el 9 de noviembre de 1841), rey del Reino Unido y de los Dominios Británicos de Ultramar, emperador de la India, príncipe de Gales, príncipe de Sajonia-Coburgo-Gotha, duque de Cornualles, duque de Rothesay, duque de Sajonia, conde de Chester, conde de Dublín, Caballero de la Orden de la Jarretera, Caballero de la Orden del Cardo, Caballero de la Orden de San Patricio, Caballero de la Suprema Orden de la Santísima Anunciación… Bernie para sus amigos y familiares, Dirty Bertie para el pueblo, Edward the Caresser (Eduardo el Acariciador) para sus amantes, se ganó a pulso el sobrenombre del rey Playboy, gracias a su apetito insaciable (tanto sexual como carnal), sus caprichos sexuales y sus innumerables amantes, que ya quisiera Alfonso XIII para sus películas pornográficas. Esta es su historia.
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Los inicios de una pasión irrefrenable
A pesar de la férrea educación que recibió en su infancia por parte de sus padres, la reina Victoria del Reino Unido y el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, la pasión desenfrenada por las mujeres de Eduardo VII se manifestó muy pronto. Aunque algunos autores afirman que existen testimonios de la época sobre su inicio en los burdeles a la tierna edad de 13 años, el primer escándalo cierto (y que parece más acorde al estricto control al que estaba sometido) ocurrió en 1960, cuando Eduardo contaba con 19 años. El joven príncipe se encontraba en Curraugh Camp, Irlanda, realizando unas maniobras militares con la Guardia de Granaderos, y sus compañeros oficiales, sabedores de que era novato en temas sexuales, introdujeron a escondidas en su tienda de campaña a la bellísima actriz irlandesa Nellie Clifden, para que le iniciara en el arte del amor.
Cuando su padre tuvo noticia de ello, le escribió una larga carta en la que le recriminaba tal conducta: «Sabía que eras irreflexivo y débil, pero no podía pensar que eras un depravado», Enfadado, tanto por el hecho deshonroso en sí dada la condición real de Eduardo, como por estar ennoviado con la princesa Alejandra de Dinamarca (mas por imposición de sus padres que por deseo propio), el príncipe Alberto se presentó en Cambridge para tirarle de las orejas en persona a su hijo y recordarle sus deberes reales, durante una larga charla bajo la lluvia. Lamentablemente, Alberto de Sajonia, enfermo de fiebre tifoidea, falleció apenas dos semanas después de la visita. Este trágico suceso marcó a su esposa, la reina Victoria, que no solo vistió de luto el resto de su vida, sino que también culpó a su hijo del trágico deceso, y no pudo mirarle nunca más a la cara con afecto. «No puedo, ni podré, mirarlo sin estremecerme», le confesó a una de sus hijas, por carta.
Acrobacias sexuales y baños lujuriosos en champagne
La reina Victoria se retiró de la vida pública durante unos meses para asimilar el duelo, envió a su hijo a una larga gira por Oriente y formalizó su compromiso con la princesa Alejandra de Dinamarca, que se materializó en una boda en 1863, cuando tenían 21 y 18 años, respectivamente. Pero la semilla de la lujuria ya había arraigado, y la boda no impidió que el príncipe disfrutara de los placeres de la carne con meretrices en los burdeles. Su favorito era Le Chabanais, uno de los más importantes de París, ubicado relativamente cerca del Museo del Louvre, en donde tenía asignada su propia habitación.
El apetito del príncipe de Gales no se limitaba al carnal, por lo que uno de sus grandes problemas era el sobrepeso (el contorno de su cintura era de 122 cm en aquella época). Para que la gula no entorpeciera a la lujuria, el prestigioso ebanista Louis Soubrier diseñó para él, en 1890, la Chaise de volupté, Siège d’Amour o La silla del amor, una idem con la que podía mantener relaciones sexuales hasta con dos mujeres y recibir un delicioso sexo oral con sus reales posaderas cómodamente asentadas.
Además de este ingenioso invento, Eduardo VII también disfrutaba de una bañera de cobre adornada con una bella esfinge egipcia, ubicada en la habitación hindú del burdel Le Chabanais, en la que chapoteaba en el mejor champagne francés, mientras las prostitutas satisfacían sus fantasías sexuales. Un fetichismo que le causó un gran disgusto años después, en el Hotel Ritz de París (del que también era asiduo) cuando (viejo ya y considerablemente más gordo) se quedó encajado en la bañera de su habitación con una acompañante femenina, y tuvo que recurrir a la fuerza y pericia de los camareros, que sudaron la gota gorda para rescatarle.
Ya puedes leer la segunda parte en este enlace.