Se dice que El Renacimiento debería recibir el sobrenombre de «La edad de oro de la depilación femenina». A lo largo de dicho período, la práctica de la eliminación del vello fue un must requerido por la mayoría de sus artistas, que querían a mujeres casi o del todo lampiñas, dícese que por aquello de tipificar el ideal clásico de la belleza femenina. Véase, por ejemplo, la Venus de Urbino, de Tiziano, o el Nacimiento de Venus, de Botticelli. Como es obvio, no solo las musas o modelos deseaban lucir hirsutas, sino que también se trató de un movimiento generalizado, aunque ciertos estudiosos ratifican que la cosa iba más allá de una mera cuestión estética y, para comprenderlo, remitámonos pues a determinada corriente antropológica que aseveraba, de acuerdo con el sistema humoral, que las féminas eran frías y húmedas, en contrapartida a los varones, calientes y secos, y aducía, por tanto, que dicha sequedad y calor eran la fuente del vello corporal. En consecuencia, si una mujer poseía mucho vello, sería la representación visual del desequilibrio humoral y, por ende, una candidata que descartar, escudándose en que no sería una esposa ideal. Tanto era así que incluso achacaron la infertilidad en el caso de no ser, más bien, inusualmente lampiñas. Con algo de desazón, se afirma que tal inestabilidad podría paliarse suprimiendo la vellosidad, borrando de esa forma la apariencia «masculinizada». A colación, cabe destacar un relato que corrió por entonces, fechado en 1626, de autoría dudosa, que achacaba el desarrollo de alimañas y suciedad a una abundancia vellosa; sin embargo, como es obvio, eso condicionaría tanto a hombres como a mujeres, pero consta muy poca evidencia en relación a la eliminación del vello por parte de los varones.
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El Renacimiento supuso un antes y un después en la historia, predisponiendo una prolífica sucesión de avances, en especial intelectuales en los que, por descontado, figuraron registros escritos sobre el asunto «peludo» que nos atañe. Andrea Calmo (1509 o 1510- 23 de febrero de 1571), un dramaturgo, actor y poeta italiano, plasmó en papel un particular sueño en el que las heroínas de la antigüedad le brindaron un polvo depilatorio para su amada. La famosa Trotula de Salerno (considerada la primera ginecóloga) recopiló dispares metodologías para zafarse del vello; por su parte, y basándose en algunas de esas recetas, Caterina Sforza en sus «Experimentos» (libro compilado a principios del siglo XVI), también brindó instrucciones.
Si bien, y como ya he mencionado, existieron distintos métodos depilatorios (y a cuál más rocambolesco), a salvaguarda de las pinzas o navajas, el ingrediente estrella de la gran mayoría de ellos era el arsénico. De hecho, hay una receta en particular que se repite en varios de estos recopilatorios, que consistía en llevar a ebullición una pinta de arsénico y un octavo de pinta de cal viva/barro para componer una pasta alcalina; tras la misma, Trotula aconsejaba trasladarse a una habitación cálida/baño y untarse el potingue. La química deshacía el vello y, una vez se sentía calor en la piel, tenía que retirarse con premura y agua tibia para evitar que «la carne se desprenda». Sforza, por su parte, recomendaba no esperar a ese calor y, en su lugar, dejar la mezcla sobre la piel «lo que se tarda en decir dos padrenuestros». El origen de tan agradable mejunje radicaría en la península de Anatolia, unos 3000 años atrás, bautizado como rhusma.
Con el tiempo fueron surgiendo nuevas recetas con ingredientes más asequibles para las clases pudientes: polvo de enebro, manteca de cerdo, mostaza, estiércol de gato o golondrinas y vinagres… Por supuesto, las posibilidades de envenenamiento o quemaduras eran una realidad y, en este último caso, se aplicaba mantequilla o aceite para «rehabilitar» la piel. En el libro de corte bribón publicado de forma anónima (se cree que la autoría era la del clérigo y editor español Francisco Delicado), publicado en Venecia en 1528 y titulado La lozana andaluza, la protagonista llamada, valga la redundancia, Lozana, ejercía de cortesana en los bajos fondos de Roma durante el primer tercio del siglo XVI y, a la par, ofrecía tratamientos de belleza en burdeles, y cuenta cómo, por error, quemaron el pubis de una señora de Bolonia y, para asombro de cualquier sujeto, le pusieron mantequilla y la doña creyó «que seguía teniéndolo».
Seguro que más de uno acabaría este artículo con: «Ya se sabe, para estar bella hay que sufrir». No obstante, no esperéis semejante majadería de mis partes, no especialmente velludas.