Querida Paula:
Has escrito muchas cartas de amor. Muchas para declararte. Otras tantas para despedirte. Algunas para pedir perdón. Pero creo que nunca te has escrito una carta de amor a ti misma. Y quizá iba siendo hora.
Esta es una carta para que te perdones. Para que te despidas de tus fantasmas. Para que te recuerdes lo importante que es quererte a ti misma, aunque a veces pienses que no lo merecieras.
Te hacía falta tiempo. Quizá demasiado. Solo con esa perspectiva podemos vernos desde fuera, ver cómo fuimos y qué hicimos mal. Todo lo que en su momento no supimos distinguir con claridad. Eso no quiere decir que verlo no duela. Que no sientas vergüenza de ti misma, por haberte arrastrado tanto por amor. Que no sientas lástima por esa chica que se menospreciaba y dejaba que el resto la infravalorase. Que no te enfades con ella por haber sido tan ingenua. Que te cueste reconocerte en esa persona que, por suerte, ya no eres.
Pero lo fuiste. Fuiste una de esas chicas que hace cualquier cosa para que la quieran. Que siente que nunca es suficiente. Que ofrece sexo a cambio de migajas de cariño. Lo fuiste desde tu primer amor, ese que te rechazó sin miramientos. Lo fuiste con tu primera vez, ese que te usó cuando quiso, pero que quererte, nunca te quiso. Lo fuiste las veces que te convertiste en «la otra», pensando que el hecho de que acudieran a ti era porque te preferían, sin darte cuenta de que en realidad nunca estabas siendo la elegida.
Pero sobre todo lo fuiste con él. Ese que creíste el amor de tu vida. Ese que, con perspectiva, como mucho fue el primero con el que disfrutarse del sexo en tu vida. El sexo y el amor siempre son fáciles de confundir. Lo siguen siendo a los 40 y a los 30. ¿Cómo no lo iban a ser cuándo todo era nuevo a los 20? Deja de fustigarte.
Sí, claro que hiciste cosas mal, claro que pudiste haberlas hecho mejor. Pero nada justifica que él te tratase como lo hizo. No era tu culpa. No era porque valieras poco. Por supuesto, no menos que él. No era porque no merecieras que te quisieran. Lo merecías. Solo que él no lo veía. O él no era la persona que debía verlo.
No has sido la única en rebajarse por amor. Solo tienes que oír un rato esas míticas canciones. ¿Qué narices nos pasa a las mujeres con el amor? ¿Por qué parece que lo valoramos precisamente cuando no lo vale? Es como si necesitásemos pasar por esa experiencia vital de «sufrir por amor» para resurgir de nuestras cenizas. Para, con suerte, volvernos más fuertes.
Por amor merece la pena sufrir, pero solo cuando la otra persona lo vale tanto, que su sufrimiento es el tuyo. No merece la pena sufrir porque tú quieres a una persona y ella a ti no, pero te tiene en un tira y afloja continuo para que vivas en la duda. Ojalá algún día dejemos de pensar que ese juego es divertido. A la larga, nunca lo es.
No vuelvas a enfadarte con él cuando te tropieces con los recuerdos. Quizás no supo hacerlo mejor. Quizás es que ni si quiera daba para más. No era que fuerais unos críos, ni que fuerais diferentes, ni que no fuera vuestro momento. Es que él era simplemente así y tú no quisiste verlo. Tú quisiste montarte tu película romántica, chutada por la oxitocina de los buenos orgasmos. Y él solo quiso quedar contigo en sus ratos libres para tener sexo, porque esa era la parte divertida y sin complicaciones de ti misma. No había nada que hacer, nunca habría salido bien.
Pero entonces no lo sabías. Simplemente no podías saberlo. Siempre había una excusa, algo a lo que agarrarse. Un «pero», un pequeño gesto para sembrar la duda. Eras más débil, eras más ingenua. Y lo fuiste hasta que te quisieron de verdad. Hasta que aprendiste a quererte a ti misma. Aprendiste que valías la pena. Que había cosas por las que nunca ibas a volver a pasar. Que podías querer mucho a alguien, pero tú siempre debías ser tu prioridad.
Puede que sea necesario bajar a los infiernos, para saber lo que es tocar el cielo. Puede que, sin esas experiencias cutres, nunca llegásemos a valorar lo que es realmente bueno. Las habrá afortunadas que lo saben diferenciar a la primera. Tú fuiste de las que antes necesitaste tropezar varias veces con la misma piedra.
Deja de pensar en la persona que fuiste y mírate al espejo viendo la que eres ahora. El amor que has construido. Los buenos momentos que has tenido. En lo que te has convertido. Siéntete orgullosa de ti misma, aun con tus cicatrices. Son marcas de tu propia guerra, la que te hace ser la mujer que hoy eres. Agradece haber elegido, al final, el camino más acertado.
Quiérete ahora por todos los que no te quisieron. No sabes el favor que te hicieron.