Valérie Tasso te descubre la secreta oscuridad del erotismo a través de la caja de regalo Dare Me, y un juego erótico más que sensual.
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La llegada del paquete despertó sus sospechas. Nada en el envoltorio reflejaba su contenido. Solo figuraba mi nombre y mi dirección.
Jorge lo agitó con cuidado. Lo miró al trasluz. Nada. Él no tenía por qué haberlo recogido. A esa hora, tendría que estar en su propia casa pues, aunque llevábamos unos cuantos años de relación, seguíamos viviendo separados. Tampoco yo le había indicado que esperara nada y ni siquiera sabía que él, en aquel preciso momento, estaba en mi casa…. De hecho, él tampoco tenía la más mínima idea del por qué estaba allí.
Todo empezó aquella misma mañana, muy pronto. Un email desde una cuenta de correo desconocida, le pedía, más bien le exigía, que él se encontrara allí justo en aquel momento. Las indicaciones eran tan precisas como desconcertantes. Tras indicar la hora y el lugar, había una sola instrucción más; «Si ella llega, escóndase». Nadie firmaba. Demasiado masculino y determinante como para tratarse de una broma… Eso pensó Jorge. Así que optó por hacerle caso. Y allí estaba. Y ahora este paquete…
De repente, oyó cómo alguien desde fuera introducía las llaves en la cerradura del apartamento y abría la puerta. Pensó que, a mí, me debían quedar aún dos horas para regresar del trabajo. Desconcertado y recordando las inquietantes instrucciones, se escondió tras la puerta del vestidor. Ridículo. Es ridículo que sencillamente no salga y me identifique, pensó. Una gota de sudor le cayó por el rostro cuando pudo ver por el quicio de la puerta que yo entraba en el salón. Sabiendo perfectamente lo que hacía, me dirigí directamente hacia el paquete que estaba depositado sobre la mesa del comedor. Jorge me vio meditar un instante. Ella sabe algo de lo que está sucediendo, debió pensar. Y, en aquel momento, creyó empezar a atar cabos. Sin duda, el email debía ser de algún amante que quería ser descubierto por él o debía ser de alguien que quería que Jorge me descubriera in fraganti con un amante. Apretó los puños en un acto reflejo y agudizó el oído, esperando el timbre en cualquier momento. Ahora mismo. Ya… Pero la llegada de un tercero no se produjo.
Mi rostro pasó, en décimas de segundo, de estar pensativa a dibujar la feliz sonrisa de una chiquilla la mañana del día de Reyes. Dejé la chaqueta y el bolso sobre el sofá y, como quien se dispone a abrir la carta de un enamorado, me recreé retrasando el momento de abrir el paquete. La tensión en Jorge crecía. Su ritmo cardíaco se aceleraba. Cuando, finalmente, retiré el envoltorio como si hubiera desnudado el paquete, doblé el papel con cuidado. Sobre la mesa del comedor, apareció una elegante caja negra. Murmuré algo entre dientes y Jorge pudo oírme; Dare me.
¿Qué diablos significaba eso?, pensó él, al que el sudor ya empezaba a recorrerle con frialdad la espalda.
Dare me, volví a repetir. Después, me quedé quieta contemplando la caja. A continuación, desabroché con una enorme sensualidad los botones de mi camisa blanca de ejecutiva, de forma que mis pechos quedaron simplemente insinuados a través de la rendija de la puerta. Luego, sin quitarme la falda negra, hice descender mi mano por debajo de ella y de las braguitas hasta acariciarme el pubis.
No hay duda, pensó Jorge, a quien la cabeza amenazaba con empezar a darle vueltas, embriagada de miedo, celos y excitación: se va a encontrar con alguien…
Me tomé todo el tiempo del mundo para abrir la caja. Tiré, con delicadeza, de una suave pestaña de seda y la tapa se abrió. Mis ojos se desplegaron como bandadas de pájaros al descubrir el contenido.
¿Pero qué coño hay en esa caja? Esta frase retumbó en la cabeza de Jorge, que no alcanzaba a ver lo que había dentro.
Retiré suavemente la mano derecha de mi pubis y, en un escorzo de mi cuerpo que realzó mis redondos glúteos, la pasé por debajo de la falda hasta retirar las braguitas.
Las Luna Beads Noir, murmuré con satisfacción, mientras retiraba con cuidado una bolsita.
Jorge no entendió lo que acababa de pronunciar, pero pudo ver cómo de la caja salía una especie de pequeño contenedor de terciopelo negro que tenía, en su interior, dos relucientes y pequeñas bolas del mismo color. Intentó tragar saliva. Con la naturalidad de quien lleva haciendo eso toda la vida, extraje una de las bolas chinas y sin ninguna dificultad me la introduje, con un suave jadeo, en la vagina. Después, hice lo mismo con la otra. Jorge pudo intuir cómo movía mis músculos del abdomen y hasta le pareció oír el dulce tintineo de las esferas en mi interior. Al instante, notó cómo se iniciaba una involuntaria erección.
Invadida por las caricias de esas pequeñas bolas, me quité la camisa y volví a inclinarme sobre la caja para extraer una especie de cinta negra de seda y ante, bastante ancha, que me coloqué a modo de esposas.
¡Quiere que él la ate!, pensó Jorge, para quien la situación empezaba a estar fuera de control, dinamitada por el placer y la ansiedad de que, en cualquier momento, pudiera sonar el timbre. Solté un jadeo. No había lugar a dudas; mi excitación también se estaba disparando. Con las dos manos unidas por la cinta, saqué el último elemento de la misteriosa caja.
Y ahora el que faltaba; el látigo de ante Sensua, manifesté, orgullosa, mientras lo sostenía entre mis manos a modo de plegaria, sin dejar de observarlo. La visión del látigo resonó como un trueno en la cabeza de Jorge. Ahora, sólo me falta un animal obediente que sepa manejarme, susurré, sensualmente.
En ese preciso momento, Jorge se vio obligado a intervenir. Sin duda estaba a punto de llegar mi maldita compañía y él tenía que impedir a toda costa que yo siguiera con mis intenciones. Jorge tenía que decirme que me quería más que a nada en el mundo, que le encendía cada gesto que yo hacía, cada aliento que, de mí, emanaba. Cuando sujetó con su mano la puerta con intención de salir de detrás, una frase detuvo a Jorge en seco.
–Jorge, amor, ¿quieres salir ya de una vez de detrás de la puerta y venir a follar conmigo? Si es que hay que explicártelo todo… –dije, con la más sensual y pícara de las sonrisas y dirigiéndome, con la mirada, hacia la puerta.
Y entonces, Jorge lo comprendió todo.
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