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Ana Bolena: Los verdaderos motivos de su ejecución

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«(…) cuanto más largos los días son, el sol está más lejano y, sin embargo, abrasa más. Así ocurre con nuestro amor, pues la distancia que mantenemos aún aumenta su fervor, al menos por mi parte. Espero que ocurra lo mismo por la vuestra, asegurándoos que el dolor de vuestra ausencia es ya tan demasiado grande para mí, que cuando pienso en que se incremente, se volverá intolerable, aunque tengo la firme esperanza de mantener vuestro afecto imperecedero por mí».
«Suplicándoos con ansiedad que me dejéis conocer vuestro pensamiento al completo sobre el amor que existe entre nosotros. Es vital para mí obtener esta respuesta, he pasado un año entero herido por los dardos del amor y sin saber si voy a encontrar un lugar en vuestro corazón y afecto».
Fragmentos de cartas de Enrique VIII a Ana Bolena

Una prestigiosa inmobiliaria inglesa ha puesto a la venta esta propiedad, ubicada en Sussex, por unos 2,31 millones de euros. El «módico» precio no obedece tanto a la belleza del inmueble, como a su valor histórico: «esta casa excepcional se ha creado a partir de lo que una vez fue la puerta de entrada del antiguo castillo de Bolebrook. Se afirma que el castillo fue utilizado por Enrique VIII como pabellón de caza para sus cacerías a través del bosque de Ashdown, incluidas las que realizó con Ana Bolena desde el castillo de Hever durante su cortejo». Un cortejo que podría equipararse a una caza humana si consideramos que Ana Bolena tuvo el mismo final sangriento que otras presas del monarca.

Ana Bolena

Primer encuentro de los amantes

A pesar de sus logros políticos, Henry o Enrique VIII (1491-1547), rey de Inglaterra y Señor de Irlanda entre 1509 y 1547, siempre será recordado por utilizar a sus seis esposas y condenar a muerte de dos de ellas, Anna Boleyn y Catherine Howard; una historia que tiene tantas semejanzas con La Barbe bleu o Barba azul, que algunos historiadores aventuran que fue el origen del cuento de hadas recopilado y adaptado por Charles Perrault en 1695.

La primera esposa de Enrique VIII fue Catalina de Aragón, viuda de su hermano mayor, Arthur, que falleció seis meses después del enlace, convirtiendo a Enrique en príncipe de Gales y heredero al trono de la familia Tudor. El matrimonio, concertado con los padres de la princesa española, tuvo dos objetivos: fortalecer las alianzas entre ambos países y darle un heredero varón al monarca; por lo que no es de extrañar que este no respetara los votos matrimoniales y tuviera numerosos romances adúlteros, entre los que destacó el mantenido con la hija del diplomático Thomas Boleyn, Mary Boleyn (María Bolena), que también fue amante del rey Francisco I de Francia, durante su breve paso por la corte francesa.

El intenso romance no impidió que Enrique VIII se fijara en la hermana de María, Anne (Ana), dama de honor de la reina Catalina, a la que conoció durante una mascarada celebrada en marzo de 1522, en la que la joven interpretó una complicada danza acompañando a una hermana del monarca, a María Bolena y a Gertrude Courtenay, marquesa de Exeter.

Ana brilló con luz propia y pronto se convirtió en una de las damas más codiciadas de la Corte, por su belleza, exótica para la época (piel aceitunada y cabello negro brillante, del mismo color que sus ojos), el erotismo salvaje que irradiaba y su viva personalidad, que tan bien describió Warnicke:

«Ana era la cortesana perfecta… su porte era grácil y su ropa francesa, agradable y elegante; bailaba con facilidad, tenía una agradable voz para cantar, tocaba bien el laúd y otros instrumentos musicales, y hablaba francés con fluidez… Una joven noble notable, inteligente e ingeniosa… que primero atraía a la gente a conversar con ella y luego los divertía y entretenía. En definitiva, su energía y vitalidad la convertían en el centro de atención de cualquier reunión social».

Su belleza, su carácter y sus gustos, que incluían la cocina francesa, el vino, los juegos de cartas, las apuestas, la caza, la cetrería y el tiro con arco, acabaron conquistando al monarca que le declaró su amor tres años después. La pasión del Enrique VIII era tan evidente, que los rumores comenzaron a circular en la Corte y, para evitar escándalos, la forzó a retirarse a Kent; pero los dardos del amor se habían clavado muy hondo y el monarca, consciente de su error, comenzó a cortejarla en la distancia, implorándole que regresara. Consciente de «lo pronto que se hartaba el rey de las que le habían servido como queridas» (su propia hermana era el ejemplo perfecto de ello), Ana no cedió ni un ápice a los insistentes requerimientos del monarca de yacer con ella, reflejados en las cartas que se enviaban: «Deseo estar en los brazos de mi amada, cuyos bonitos pechos espero besar dentro de poco… Confío gozar de aquello que tanto he anhelado, con satisfacción de ambos». «Suplico a su alteza muy seriamente que desista, y a esta mi respuesta en buena parte. Prefiero perder la vida que la honestidad».

La ruptura con Roma

Esta férrea negativa no alejó al rey, sino que lo acercó aún más, hasta el punto de aceptar la condición impuesta por Ana Bolena: convertirla en su esposa. Mas había un obstáculo que parecía insorteable: el Papa Clemente VII se negaba a disolver y anular el matrimonio con Catalina de Aragón, a pesar de que el monarca esgrimía la excusa de que no le daba un heredero. La amenaza de excomunión proferida por el Papa no amilanó a Enrique VIII, que, en 1531, desafió a Clemente VII y al pueblo (fiel a la española), desterró a la reina de la Corte y cedió las habitaciones de esta a su amante.

Desde ese momento, la joven adquirió un protagonismo determinante en los asuntos de Estado. Por un lado, convenció al monarca de seguir las ideas de radicales religiosos que negaban la autoridad papal y defendían la idea de que debía ser el rey quien condujera a la Iglesia; por otro, estrechó los vínculos con Francia, gracias a su relación con Gilles de la Pommeraye, embajador francés, con el que organizó la Conferencia de Calais, celebrada en 1532, cuyos frutos fueron una alianza renovada entre los dos países y el apoyo del rey Francisco I al matrimonio con Ana.

Este respaldo real, sumado al de los radicales religiosos, les dio alas y los amantes se casaron en noviembre de ese mismo año, en una ceremonia secreta, tras la que el rey consiguió lo que tanto anhelaba: acostarse con ella y dejarla embarazada.

El culmen del enfrentamiento entre la Iglesia Católica y el monarca tuvo lugar en 1533. En enero, se repitió el enlace; en mayo, un tribunal especial convocado en el Priorato de Dunstable declaró nulo el matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón; y cinco días después, el recién nombrado arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, declaró válido el contraído con Ana Bolena.

Como era de esperar, el Papa Clemente cumplió sus amenazas y excomulgó (provisionalmente) tanto a Cranmer como al rey, declaró nulo su matrimonio con Ana y revalidó el de Catalina. Pero si pensó que eso les haría retroceder, se equivocó: el rey tomó el control de la Iglesia de Inglaterra, rompió los lazos con la católica y Ana fue coronada reina el 1 de junio de 1533.

¿La más feliz?

El 7 de septiembre, Ana Bolena tuvo al bebé, una niña a la que llamaron Elizabeth (Isabel). El nacimiento fue agridulce, ya que Enrique VIII necesitaba un varón como heredero, pero siguió con su matrimonio en la confianza de que Ana le diera un hijo, concediéndole todos los caprichos materiales que se le antojaban, por muy extravagantes que fueran, por lo que ella adoptó el lema de «la más feliz».

Sin embargo, su felicidad era aparente: no contaba con el amor de todos sus súbditos (algunos la llamaban «la puta del rey» o «la prostituta traviesa», porque la culpaban de la tiranía y los excesos del monarca), sus enemigos políticos crecían (como Thomas Cromwell, primer ministro y brazo derecho del rey) y, a pesar de su entrega a su esposo, este no abandonaba su hábito de acostarse con otras mujeres.

Ana no toleraba sus infidelidades, y las discusiones entre ellos eran tan apasionadas que, en apenas unos meses, el monarca estaba «fatigado hasta la saciedad de su nueva reina». En la Navidad de 1534, un aborto espontáneo puso a Ana contra las cuerdas y Enrique comenzó a conspirar con Cranner y Cromwell para divorciarse de ella.

Consciente de su fragilidad (Enrique VIII ya le había advertido de que podía hundirla), Ana Bolena centró sus esfuerzos en reconciliarse con el monarca y darle el hijo que tanto ansiaba. Lo consiguió en parte, ya que a finales de 1535 estaba embarazada de nuevo, pero la reconciliación era imposible; el amor eterno que le prometió en sus cartas fue efímero y ahora su lujuria tenía un nuevo objetivo: Jane (Juana) Seymour, una de las damas de honor de la reina.

A este ambiente enrarecido se sumó el fallecimiento de Catalina de Aragón, en enero de 1536. Su muerte le daba vía libre a Enrique VIII y Ana era un lastre del que el monarca quería desprenderse. Solo un hijo varón podría salvarla y la presión pudo con ella. El mismo día del entierro de Catalina de Aragón, Ana tuvo un aborto. A pesar de que parecía ser un varón y eso abría la puerta a la esperanza de que gestara otro en el futuro, Bolena no tuvo otra oportunidad. «Ha abortado a su salvador», dijo Eustaquio Chapuys, embajador del Sacro Imperio Romano en Inglaterra.

La caída de Ana Bolena

Chapuys tenía razón, la pérdida del bebé fue el principio del fin. Con la ayuda de Thomas Cromwell, Enrique VIII trazó una conspiración para armar pruebas falsas contra la reina, que justificaran la nulidad del matrimonio y su condena a muerte, así como la de sus amigos más fieles, y, el 2 de mayo de 1536, ordenó la detención de Ana Bolena bajo cargos de brujería («hechizarlo con sortileges para que se casara con ella»), injurias, adulterio con varios hombres (a los que había detenido unos días antes), incesto (con su hermano George, vizconde de Rochford) y conspiración para asesinarlo.

De nada sirvió que, desde su celda en la Torre de Londres, la reina le escribiera una carta suplicando un juicio justo y clemencia para todos los acusados; los veredictos, dictados unos días después, fueron unánimes: decapitación, salvo en el caso de Ana, a la que se condenó a morir en la hoguera. A pesar de ello, Enrique VIII fue magnánimo, ya que no solo decidió conmutar la pena por la decapitación, también decidió que en vez de un hacha, el verdugo utilizara una espada.

¿Realmente le motivó el altruismo? Algunos historiadores como Sean Cunningham, director de registros medievales de los Archivos Nacionales y especialista de la dinastía Tudor, no lo creen; unos documentos descubiertos recientemente revelan que el monarca dictó instrucciones precisas «para que la decapitación se llevara a cabo en el momento justo, en el lugar indicado, donde cada persona supiera qué trabajo tenía que hacer», con el objetivo de evitar la reacción del pueblo, escandalizado por la condena a muerte de la reina.

El tipo de ejecución escogido garantizaba la rapidez y un cierto anonimato: por un lado, y a diferencia de la muerte en la hoguera, que se realizaba al aire libre (donde el pueblo podía acudir a presenciar el espectáculo), la decapitación tendría lugar en la Torre de Londres, a puerta cerrada; por otro, la decapitación con una espada era más rápida y precisa que con un hacha, ya que solo requería un golpe certero.

El 19 de mayo, en un patíbulo erigido en el lado norte de la Torre Blanca, se ejecutó la sentencia de muerte. Ana Bolena, ataviada con un vestido de damasco gris oscuro y una capa de armiño, pronunció un emotivo discurso con entereza, dignidad y «tan alegre como si no fuera a morir». Cuando el verdugo, un espadachín traído expresamente desde Calais, segó su cabeza y su vida, sus damas lloraron; Cranmer, desde el Palacio de Lambeth, también; «Ella, que ha sido la reina de Inglaterra en la tierra, hoy se convertirá en una reina en el cielo», le susurró, al teólogo Alexander Ales.

Los verdaderos motivos de la ejecución

Aunque las dos teorías más defendidas sobre los verdaderos motivos de las ejecuciones son la necesidad de dar un heredero a la Dinastía Tudor y el deseo de retomar las alianzas políticas con España, también tiene un gran peso la que defiende que Enrique VIII se deshizo de Ana Bolena porque era un obstáculo para gozar de su nueva amante, Juana Seymour.

Los datos que corroboran esta hipótesis son varios: mientras Ana sufría su encarcelamiento en la Torre de Londres, Seymour ya estaba instalada en los aposentos reales; durante las jornadas previas al juicio de la reina, el monarca no tuvo ningún reparo en pasear públicamente con su querida, despertando la indignación popular; apenas dos días antes de la ejecución, el matrimonio con Bolena fue anulado; y solo 10 días después de esta, Enrique VIII se casó con Seymur, convirtiéndola en la reina consorte.

Puede que al rey también le motivaran el odio y el despecho, puesto que intentó borrar a Ana Bolena de la faz de la tierra, al ordenar que sus restos fueran enterrados en una tumba sin nombre, en la Capilla de San Pedro ad Vincula, y que todos los retratos que había de ella fueran destruidos.

A pesar de todos los esfuerzos del monarca, la Historia ha devuelto a Ana Bolena al sitio de honor que le corresponde: no solo es considerada mártir y heroína de la Reforma inglesa y «la reina consorte más influyente e importante que ha tenido Inglaterra», también gestó al heredero al trono de los Tudor: Isabel I.

Aunque Juana Seymour dio a luz a un varón, el príncipe Edward (Eduardo), la delicada salud del futuro heredero obligó a Enrique VIII a restaurar a María (hija de Catalina de Aragón) y a Isabel (a la que había declarado ilegítima tras ejecutar a su madre) en la línea de sucesión, detrás de su hermanastro. Enrique VIII no viviría para verlo, pero la hija de Ana Bolena sobrevivió a sus dos hermanastros y reinó durante más de 40 años como Isabel I, la Reina Virgen, la Buena Reina Bess, la última monarca de la casa Tudor y una de las más relevantes del Imperio Británico.

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Fuentes
Anne Boleyn.
Ives, E. W. (2004). The Life and Death of Anne Boleyn: The Most Happy.
Warnicke, R. M. (1989). The Rise and Fall of Anne Boleyn: Family politics at the court of Henry VIII
Arnau. Vicios, locuras, manías & enfermedades regias 17. Retratos de la Historia .
He pasado un año entero herido por los dardos del amor. La Razón .
Laura Plitt. Las implacables y detalladas instrucciones que dejó Enrique VIII de Inglaterra para la decapitación de Ana Bolena. BBC.