Esta es una intensa historia de sexo que se sitúa entre el dolor y el placer, entre la distancia y la cercanía, entre la rebeldía y la obediencia, entre la fantasía y la realidad. Justo en el punto donde los relatos eróticos se diferencian del resto de escritos; donde la pluma sacude como un látigo, y este escribe deseos y orgasmos.
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La sexóloga y su editor: Una lección de sexo
Si por cada corrección recibiera un latigazo, mi cuerpo sería más feliz. Entre el soñar y el sentir, mi mente juega con el dolor y el placer de estar tan cerca y lejos a la vez…
–¡Ven y corrige mi cuerpo! –le grito desnuda, desde la cama, clavando mis rodillas, suplicante.
Puedo predecir su respuesta: Lo que usted me pide no puedo hacerlo porque mi ética profesional no me lo permite. La sempiterna vieja, pero útil política para los perfectos como él.
Ética profesional. ¡¿Quién dice que la ética pueda frenar el deseo erótico o la entrega física?! Si no lo quiere vivir, que sea valiente y me dé un simple y vacío no. O mejor, no.
–No. No diga eso Sr. editor, en mi mente también ha pasado la excitante idea de corregir con mi propia lengua cada uno de sus deseos.
–Si es así… ¿a qué esperas?
–¡Tómame! Hazme tuya, quiero rendirme a tu inteligencia, a tus correcciones, moldéame a tu antojo, hazlo, pero hazlo ya, que me arde la piel, que me arde el deseo…
Como quien ha recibido una orden, apresurado se acerca para ejecutarla. Me coge con fuerza las manos, las une y las sube, pegándome contra la pared, y me besa, sucio, con fuerza, hasta dejarme sin aliento. Siento su sexo en mi pelvis, firme, la humedad de sus besos se amalgama con mi asfixia interna, noto su reprimidos deseos vaciarse en mi boca. Y saca la lengua para recorrer mi cuello… Y la cara. No sé si debería sentir asco…
Desciende con la otra mano para acariciar mi rostro, ya puedo sentir su mirada, fría, rabiosa. Baja las dos a mis senos, disfruto, los aprieta con fuerza, exhalo placer, mi corazón se dispara, creo que voy estallar. Aprieta mis pezones, con sus dedos que son pinzas que los estiran, muy erectos, muy mojada. No sé por qué sigue besándome. Me coloca de espaldas, retira mi cabello, continúa lamiéndome el cuello, y al fin, sus manos se dignan a buscar mi clítoris. Umm… lo encuentra. Sabe tocarlo. Suaves giros, presiona en círculos, pero no quiere disfrutarlo. Baja, sin más, y empuja su dedo con fuerza y sin compasión dentro de mi vagina. Oigo una voz en mi mente:
–Esto es lo que buscabas, perra.
–¿Por qué me haces esto? –pregunto sollozante.
–Porque me incitas a tocarte.
Prefiero guardar silencio. No quiero hablar, no quiero responder, estoy tan excitada de sentirlo tan cerca, que solo puedo doblegarme a su proximidad.
–No quieres hablar, no piensas hablar –sentencia, mientras retira su dedo.
Acaricia mis nalgas, abre la palma, y tras un golpe seco y sonoro en mi glúteo, grita:
–¡No hablarás!
Disfruto el reciente ardor en mi trasero y, como me ordenó, mantengo mis labios sellados.
–Eres una pobre loca, pero me encanta corregirte. Voy a escribir orgasmos en tu lecho…
Me empuja contra la cama. Se desabrocha la camisa, y lanza su cuerpo liviano sobre mi claudicante desnudez. Me besa, me ahoga, separa mis piernas, sus dedos dentro, muy dentro de mí.
Con fuerza, percuten, entran y salen de mi vagina. Creo que intenta hacerme gritar, pero solo puedo jadear, la respiración se acelera en mis tímpanos. No sé si está excitado o cabreado, por un momento me lo pregunto, al siguiente, solo pienso en el infierno celestial que noto en mi vientre.
No quiero que pare, no quiero que se detenga, quiero seguir sintiéndolo.
–No hablarás, no dirás ni una palabra, ¿vas a gritar?
–¡Sí! –grito–, sí. Hazlo más fuerte, fóllame duro, no tengas piedad de mí… por favor.
Sorprendido de oírme hablar, casi petrificado por mis ruegos, se recompone mientras responde a escasos centímetros de mi cara, asiendo otra vez con fuerza mis muñecas.
–No es tan difícil cumplir tu petición, pero antes voy a castigarte por el atrevimiento.
Se levanta y camina hacia el armario ropero. Me ordena que me siente y, con una cinta, me ata las manos a la espalda. Me pone en pie al lado de la cama y me dice que le mire, que no deje de mirarlo. Saca un látigo de muchas tiras, no sé dónde lo ha encontrado, yo tengo uno igual, lo pasea por mi cuerpo.
Estoy paralizada por el miedo, pero he aceptado que me corrigiera, me pone de espaldas y me dice que me arrodille. Lo hago deprisa…. Camina a mi alrededor, con su látigo, me grita:
–¡Levántate!
Estoy confundida, acabo de sentir cómo su mano acaricia mi espalda. Sin embargo, se frena, y en un segundo, sacude un latigazo en mis nalgas.
Arde. Arde mucho, pero no quiero que pare, no voy a detenerme, quiero ser corregida, quiero ser castigada, quiero que escriba orgasmos sobre mi cama, y mi penitencia es la antesala.
Siento el suspense del silencio, pronto llega un segundo latigazo, creo que me ha hecho una equis en los glúteos. Me ordena que me arrodille de nuevo. Yo lo hago.
Desesperado, da vueltas alrededor de mí, acariciándome con el látigo.
–Tu rebeldía es tan atractiva, como incómoda tu obediencia. No sé que quiero hacer contigo…
–Yo solo deseo estar aquí para ti, yo solo quiero ser la protagonista de mi fantasía. No pido más de ti, no me interesa nada más de ti.
Me coge por la mano y me levanta y me besa con fingida ternura. Su lengua intenta acariciar la mía, yo no le dejo. Me suelta la cinta liberando mis manos.
–No. No quiero corregirte, solo deseo castigarte. Mira lo que me has obligado a hacer; estás desnuda, no deberías estar aquí, yo no debería estar aquí, tú deberías estar escribiendo, yo corrigendo tu escrito.
Me lleva a la ventana y me muestra la inmensidad de la ciudad.
–En esta ciudad podría encontrar miles de mujeres, y todas se rendirían a mi locuacidad y mis deseos. Pero me atraes –continúa, tras un breve suspiro– y quiero poseerte de tal forma que nunca olvides que hoy solo corrijo tu forma de tener sexo. Así, cuando cualquier hombre te toque, te hará recordar que tienes un acento español tatuado en la piel. El mío.
Me vuelve a lanzar sobre la cama. Me besa en la boca, en los senos, en los pezones, los chupa, los mordisquea. Yo quieta siento su lengua y pauso la respiración, mientras él recorre todo mi cuerpo con su boca. Le freno cuando llega a la vulva, separo los labios y dejo al descubierto mi protuberante clítoris. Lo acaricia con la lengua, lo absorbe, y posa los dientes a la espera de aprobación expresa, pero yo tengo los ojos cerrados, me retuerzo y jadeo de placer, deseando que continúe. Lo ha entendido. Ahora, pellizca mis pezones, al tiempo que su boca invade todo mi sexo.
Me gira con suavidad y comienza a besar mi espalda y baja con sus labios por todas mis vertebras. Intentando borrar las marcas que aún arden, acaricia levemente mis nalgas, las besa, las abre y desliza su lengua para envolverme en todas las sensaciones del éxtasis sexual.
Pero se ha dado cuenta, mi culo es suyo porque yo deseaba que así fuera. Me levanta las caderas, para colocarme como yo nos había imaginado. A cuatro patas, oigo cómo deja caer su pantalón, noto su glande inmediatamente en mi ano, y mis primeros gemidos comienzan a narrar sus intensas embestidas.
–¿Se escribe así? –le pregunto gritando entre jadeos.
Trascurren minutos, acaricia mi espalda y me agarra del pelo, para penetrarme con más fuerza. No puedo aguantar. Todo es dolor, delirio y placer. Es una locura que me va a hacer explotar de gozo. Lo intento contener, pero no aguanto, mi vagina arde, todo mi interior se contrae intermitentemente, los fluidos, abrasadores, ya recorren mis muslos abajo. Giro mi cuello para intentar mirarle a la cara.
–¿No vas a castigarme?
Instantáneamente, su tórrido elixir abrasa la piel de mi espalda. Y yo, extasiada, llena de placer, plena de él, rebosante de vergüenza, me zafo y me apresuro hacia el servicio.
La ducha, relajante, también me ha liberado de las fantasías sexuales, y de pensar en sus… correcciones. Ahora me puedo concentrar. Sentada, de nuevo, frente al portátil, hago la última revisión del artículo que le voy a enviar. En él, explico cómo la sexualidad libre es incorregible, y cómo un castigo puede ser un juego en el que quien domina es quien recibe latigazos. Lo corregirá, pero quizás aprenda algo de esta historia de rebeldía sumisa, no más que la fantasía de una sexóloga, pero una gran lección de sexo para su editor.