Aquí tienes el tercer relato erótico de esta popular serie de sexo duro. Su título, «Mamadas», parece que lo dice todo, pero hay mucho más… Solo te puedo contar que, en este punto, Elsa es una fiera desatada decidida a consumar sus anhelos más salvajes.
Si lo deseas, puedes comenzar la serie aquí: La historia de sexo duro de una psicóloga (Parte I): Voyeur. O continuar en La historia de sexo duro de una psicóloga (Parte II): El coche.
Si ya los leíste, deléitate con esta entrega de sexo oral…
Mamadas
Ricardo apartó bruscamente mi boca de su pene. No porque la mamada que le estaba haciendo le disgustara, sino más bien por algún tipo de pudor pueril que, impulsivamente, surgió cuando José nos avisó de que estábamos llegando al Parque del oeste.
–Aparca en el Paseo de Ruperto Chapí –indicó Raúl a José, al tiempo que sacaba sus dedos de mi vagina.
–Un poco más abajo de donde se coge el bus, José –confirmó Ángel.
Nos recompusimos fugazmente, como si nada hubiera ocurrido. Cada uno abrochándose discretamente los pantalones, y yo colocando torpemente el tanga, bajando el vestido y resituando mis pechos.
Aparcamos más allá de las marquesinas, cerca de una pequeña caseta escondida entre los pinos y cedros que rodean el exterior del parque, y que guardan sus paseos y secretos.
Salimos del coche casi en silencio. Las farolas alumbraban en las sombras de la noche y de los árboles una especie de vergüenza instintiva colectiva, de la que intenté zafarme de inmediato.
–Bueno, ¿dónde está la fiesta, chicos? –pregunté para romper el hielo, saliendo de los focos y yendo hacia la caseta. Todos sonrieron, menos Ricardo.
–Voy a llamar a Eva. Me dijo que iba a estar por aquí con sus amigas del colegio mayor –explicó con semblante serio, mientras cogía aquel móvil prehistórico y se separaba unos metros, como si fuera a ordenar una operación bursátil.
Ángel comenzó una conversación banal sobre las calenturas masculinas veraniegas para eludir el mal rollo que empezaba a reinar, animando a José y Raúl a participar de la misma. Yo solo pensaba en follar. En seguir follando…
–Chicos, perdonad que interrumpa vuestro debate filosófico en torno al calor que está haciendo y las perversas consecuencias del verano, pero me apetece una copa. De hecho, quiero otro ron con coca cola –les dije con la arrogancia que me confería ser la única chica en el grupo. En realidad, lo que quería era una excusa para pasar la noche con ellos y experimentar el sexo en grupo más libertino, gamberro y despreocupado. Mi cuerpo pedía más guerra; quería saber lo que era una orgía de primera mano, y una de esas molestias susceptibles de arruinarla podía ser su amiguita, Eva.
En ese momento, Ricardo regresaba colgando el teléfono.
–He pillado a Eva volviendo a su colegio mayor. Pero, la he convencido para que diese media vuelta y se uniera a nosotros –dijo con tono altanero–. Al parecer, los demás se fueron a una fiesta en Pachá –añadió.
–Me parece fantástico que Eva se una a nosotros. No sé quién es, pero me resulta ideal de la muerte. Ahora bien, ¡yo quiero una copa ya! ¿Alguna idea?
–Eva trae licores sobrantes del botellón –replicó inmediatamente Ricardo…
La idea que había construido de él, durante todos esos años; todos los sueños húmedos; todas las veces que me había masturbado… Hasta el travieso y sensual polvo que habíamos echado en la Facultad, se desvanecía desfigurándose en forma de chulería moralmente dominante. Se acababa de convertir en la balanza de la justicia machista, detestable carne prometeica de los ojos de una Inquisición silenciosa. Ese fogoso cuerpo que hacía una hora me amaba, que sensualmente me hendía, se había transformado en una mirada penetrante que me etiquetaba como la zorra más detestable, la nueva puta de Babilonia. Pero, yo no iba a caer en esa trampa.
–Genial, ¡licores y otra mujer que alegre la noche! –exclamé, con una sonrisa de oreja a oreja.
–Pues para mí la noche está siendo muy alegre, Elsa –murmuró Ángel, cabizbajo y con traviesa sonrisa de satisfacción. Probablemente, por su mente pasaban las recientes imágenes en la que se masturbaba en el coche o en la que observaba cómo Ricardo me follaba en el parterre de la Facultad.
Se hizo un pequeño silencio, y todos nos echamos a reír a carcajadas. Todos, menos Ricardo.
–Creo que voy a ir a su encuentro. Eva no conoce muy bien el parque –justificó con tono serio, fingiendo que miraba el móvil y saliendo al paso con un breve aspaviento para indicarnos que volvía.
En ese instante, nos miramos como se miran los niños buscando un líder que les dirija a consumar la diablura.
–¿Qué le pasa? –preguntó Raúl, encogido los hombros.
–Lo que a todos los hombres –dije, mirándole fijamente a los ojos–. Pueriles celos sin fundamento… Pero no os preocupéis, lo vamos a pasar mucho mejor sin él… y sin su amiguita. ¿Queréis organizar una pequeña fiesta?
–Llevamos intentándolo un rato –respondió Ángel.
–Bien, pues escuchad: vamos a seguir ese caminito hasta que encontremos un banco apartado donde podamos estar a gusto. Pero, uno de vosotros se tiene que encargar de traer las copas. ¿Qué os parece?
José era el más tímido de los tres, y el que aún no había hecho nada conmigo. Así que, se ofreció a ir a por las bebidas. Ángel se sumó como buen amigo, dejándome a solas con Raúl.
–¿Tienes miedo? –le pregunté al momento en que ellos marchaban.
–¿Por qué debería tenerlo? –respondió con un leve tartamudeo.
–Es lo que parece –le susurré, acercándome de frente.
Me colgué de sus hombros y comencé a besarle el cuello. Se quedó quieto, no hacía nada, pero su cuerpo estaba receptivo. Su piel respondía a las caricias de mi lengua que, ahora, giraba húmeda en círculos por su yugular, tensando los tendones. Intermitentemente, mi boca fingía agarrar sus músculos y sus lóbulos y se intercalaba de nuevo con más lengua… Y mis uñas en su torso.
–Joder Elsa, me estás poniendo a cien… –confesó sofocado.
–Aún no estás realmente excitado –respondí desafiante, posando las palmas de mis manos sobre su pecho.
Me separé un metro y le ordené que no apartara la vista de mí. Empecé a desnudarme. Sus ojos se salían de las órbitas. Cuanto más notaba su desazón, más me excitaba. Me quité toda la ropa, me abalancé sobre él con mis erizados y rocosos senos, y nos arrojamos sobre el césped.
Probablemente, ese fue el instante en que le rasgué la camiseta. Volvía a encontrarme drogada por otra oleada de ardiente deseo y excitación sexual que me embrutecía y, sin perdón, aniquilaba cualquier posible resistencia de Raúl. Se dejaba llevar demasiado, así que refrené mis instintos de loba. Me posé a horcajadas sobre su tripa y le agarré levemente de la camiseta para mirarle a los ojos, ahora frágiles y sumisos.
–Está bien, Raúl. Solo te lo voy a preguntar una vez: ¿Quieres follarme?
–Claro, Elsa. Pero, todo esto me está dando un poco de corte. Creo que necesito un poco más de alcohol para asumirlo…
–Pero, ¿quieres? ¿Sí o no? –inquirí una vez más.
–¡Sí! –exclamó vociferando.
Por un instante nos reímos… Sonreímos y dulcemente nos besamos. No sé cuánto tiempo estuve encima de él, acariciando su cara y besándole con ternura como si me hubiera enamorado. Pero, sé que el romántico momento súbitamente terminó cuando oímos a Ángel y a José acercarse desde la lejanía.
–¿Quieres que te ayude a vestirte? –me preguntó apresuradamente Raúl.
–¿Te vas a poner celoso como Ricardo si me ven desnuda?
–No, claro que no –reafirmó con honestidad.
José y Ángel iban decelerando el paso conforme se acercaban, ciertamente incrédulos… Supongo que por sus mentes centrifugaba la pregunta de si realmente estaba desnuda.
–Chicos, ¡venid! –les exhorté con alegría–. No debéis tener miedo de una mujer desnuda, hace mucho tiempo que vuestro género mordió la manzana…
Llegaron con una sonrisa tan infantil, traviesa y sin palabras, como encantadora. Abrieron una botella y sirvieron unas copas. Les invité a hablar sobre todo lo que había pasado durante la noche… Desnuda, frente a ellos, pidiéndoles que fueran honestos con sus sensaciones. Y hablaron. Y nos reímos… Hasta que saqué mi lado teatral y me puse seria y, con la melodía más histriónicamente viciosa y perversa, les dije que se bajaran los pantalones.
–¿Qué? –exclamó José, casi atragantado.
–Os voy a hacer unas mamadas que no podréis olvidar. O ¿preferís que diga felaciones para que suene más refinada?
Los tres dejaron sus copas sobre el suelo y se desabrocharon casi al unísono. Les dije que se acercaran. Dejé que mis rodillas cayeran sobre la tierra fina del caminillo. Raúl estaba a un lado y José al otro, así que ordené a Ángel que metiera su pene en mi boca, mientras asía las vergas de sus amigos, familiarizándome con ellas.
Nunca había hecho algo remotamente parecido, salvo en mis sueños más húmedos. Tenía que concentrarme para guardar el equilibrio y el ritmo. El alcohol no ayudaba pero, el calor que manaba por mis poros, el fuego que ardía en mis venas, podían con todo.
Apreté sus penes con las palmas de mis manos de modo que cuando bajaba la piel de uno, mis dedos notaban el glande del otro. Mi lengua jugaba con el miembro de Ángel dentro de mi boca; como si le estuviera haciendo un masaje, apretaba la punta de la lengua contra su frenillo y absorbía con los labios; la posaba sobre su prepucio y volvía a absorber. Por breves segundos, le procuraba balanceos de garganta profunda, para que notase mi campanilla y la presión de mi faringe contra su glande. Quise mantenerle en ese estado durante un rato, pero no pudo contenerse…
Suave, gimió y discreto se apartó para servirse una copa en el banco. Me quedé con José y Raúl, mirándoles de rodillas.
–¿Quién quiere ser el siguiente? –les pregunté cual colegiala.
Como tartamudearon palabras ininteligibles, me decidí por el pene de José con la intención de dejarme lo mejor para el final… Recuerdo que, al punto de lamer con salvaje intensidad su miembro, emitió un sonido de placer absoluto que vino acompañado de otra voz desde la oscura lejanía en el parque. Eran Ricardo y Eva.
Ya puedes continuar con la última parte aquí: La historia de sexo duro de una psicóloga (Parte IV): La orgía