Si no lo hiciste, te recomendamos leer la primera parte aquí: Y mía tú serás (1): La mariachi – Relato lésbico
Cuando estuvimos lo bastante cerca, clavé mis ojos en los suyos, marrones y profundos, y me sentí con fuerzas para hablar:
—Me debes algo más que una ranchera provocadora.
La mariachi arqueó la ceja y sonrió de lado. Acercó la mano a mi mejilla y la acarició con tanta dulzura que me desarmó. Hizo lo mismo con mi cintura, pegándome a su cuerpo, tanto que sentí los botones de la chaquetilla contra mi torso. Acto seguido, llevó sus labios a los míos y me invitó a sumergirme en un beso apasionado, tanto como la canción que me había dedicado, como preludio de lo que estaba por venir.
—¿Te gusta? —murmuró contra mi boca.
—Es un buen comienzo.
—¿O prefieres cogerme de una vez?
Esta vez fui yo quien atacó su boca, de forma mucho más necesitada y sin miramientos. Busqué tocarla, pero la tela de su ropa era tan gruesa que a duras penas podía sentir el calor que emanaba su cuerpo. Traté de esquivar el bordado para liberar los botones de la chaqueta, pero Paulina me detuvo con su voz cautivadora.
—Ve despacio… los bordados de este traje son de plata.
—No te creo —repliqué en medio de una sonrisa, y busqué la complicidad en sus ojos.
—Tienes razón. No son de plata auténtica, pero sí es un traje muy valioso —confesó, y luego añadió en un susurro—: Permíteme darte lo que te debo.
Con el mismo dedo que había utilizado para señalarme en Me gustas mucho, me empujó hacia atrás hasta que mis nalgas chocaron con la mesa. Aparté con cuidado el estuche del violín y me senté, con impaciencia. Observé cómo unos pocos rayos de luz entraban por las cortinas prácticamente opacas de la estancia, creando un excitante juego de zonas visibles y otras ocultas por la oscuridad.
Primero se libró de la chaqueta, que dio paso a una blusa negra entallada con los mismos bordados plateados que se reflejaban entre las sombras. Suspiré al ver cómo su cintura resaltaba con aquella prenda mientras forcejeaba con la cremallera trasera de su falda. Al poco, logró su cometido y dejó que la prenda cayera a sus pies acompañada por el sonido metálico de los botones. Me humedecí los labios. Sus piernas eran largas y, aunque no alcanzaba a observarlas con todo el detalle que me hubiera gustado, aquella composición en claroscuro bastó para avivar el fuego de mi interior.
Se deshizo de los botines sin miramientos, y sentí que había llegado la hora de jugar con las mismas reglas, por lo que también fui quitándome una prenda tras otra. Cuando ambas nos quedamos en ropa interior, recuperamos la cercanía y, esta vez, me fundí en la sensación de sentir su piel contra la mía. Nos besamos de nuevo, ahora con más vehemencia y con muchas menos ganas de dilatar el tiempo. Necesitaba sentirla de una vez, contra mi piel, contra mi boca, contra mi sexo.
—¿Quieres darme un espectáculo de verdad? —le pregunté en un instante de tregua.
Ella asintió.
—Sube a la mesa y ponte en cuatro.
Se lo pedí con una falsa de seguridad que debió de ser palpable, porque Paulina dejó escapar una risita antes de acatar mis órdenes. Todavía no la conocía lo suficiente como para anticipar sus movimientos, medir mis palabras. Pero una vez estuvo frente a mí, ofreciéndome un primer plano de su trasero, pensé que iba por el camino correcto.
Esta actuación comenzó con las caricias de mis labios en sus muslos. Su piel, suave y tostada, se erizaba al contacto, y a los pocos segundos la oí jadear. Lamí justo la línea de tela de sus bragas con bordes de encaje. ¿La estaba tentando demasiado? Supe que sí cuando sus caderas buscaron mi rostro pidiendo más. Entonces sustituí la lengua por los dientes, y mordí sus nalgas hasta que Paulina empezó a gemir.
Mis manos también estaban inquietas, y aprovecharon la posición para deslizarse por sus caderas, su cintura, sus senos recogidos por un sujetador a juego con las bragas. Liberé sus pechos para luego acunarlos y juguetear con sus pezones al tiempo que mi boca empezaba a tantear su intimidad por encima de la tela. Desde ahí podía oler su excitación y sentir su humedad impregnada en la prenda. Entonces lamí, primero un par de veces por encima de la tela, y luego no fui capaz de apaciguar mis instintos y deslicé las bragas por sus piernas hasta que dejaron de ser un impedimento.
Sentirla tan mojada y tan suave contra mi lengua me hizo estremecer, y provocó que también me humedeciera en respuesta. Siempre me había considerado muy generosa en la cama, con frecuencia me daba más placer verlo en los cuerpos ajenos que experimentarlo en el mío propio. Ese hecho, sumado a la grandísima sensibilidad de mi centro, hacía que primero quisiera deleitarme con mis amantes.
Acaricié su clítoris con la punta de la lengua en movimientos circulares, primero superficiales y luego más profundos, hasta que noté cómo sus piernas se tensaban y me dirigí a su entrada. Estaba estrecha y algo tensa, y la rodeé lo suficiente como para que se relajara y me permitiera entrar un poco. Sonreí contra su sexo cuando liberó un grito gutural al sentirme dentro, y mantuve la velocidad y la intensidad de la lengua. Llevé una de mis manos a sus caderas y clavé las uñas para invitarla a balancearse, la otra se coló entre sus piernas para acariciar su clítoris. La humedad había resbalado hasta él, y lo masajeé con la misma pasión que ella mostraba al interpretar cada una de sus rancheras.
—Voy a correrme… —dijo entre gemidos.
Le temblaban las piernas, los brazos y la voz, y por ello no me detuve. Insistí en su interior, moviendo la lengua tan hondo como me fue posible, y continué estimulando su clítoris. Añadí pequeñas embestidas con mi boca, penetrándola una vez tras otra, hasta que la sentí deshacerse justo así. Si me había conquistado con su voz, sus gemidos estaban por volverme loca, y la acompañé en un orgasmo que debió de atravesarla de norte a sur. La noté rendirse en mis brazos poco después, y la ayudé a incorporarse. Se quedó arrodillada entre mis piernas, con el corazón todavía palpitándole desbocado y la respiración secuestrada.
Apenas se había extinguido el rubor de sus mejillas cuando su mano se abrió paso entre mis muslos y atinó con precisión, igual que lo hacía con las cuerdas del violín, el punto exacto. Rozó mi centro con el pulgar, y liberé un gemido que había estado conteniendo por lo que me habían parecido horas. La miré a los ojos y asentí, a sabiendas de que había llegado mi turno, y no tenía intención de quitarle el control esta vez. Sus labios buscaron los míos por puro frenesí, y luego su voz, aún agitada, me recordó:
—Te dije que no descansaré hasta que seas mía.
*Este texto es ficción, pero en la realidad hay que tomar precauciones. Recuerda tener sexo seguro utilizando métodos de prevención de ITS.
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